La posteridad del gran cubano José Lezama Lima (1910-1976) se deja leer hoy desde una variedad de campos que, como el de la historia literaria, el de la política o el de la teoría cultural, dan fe de lo rico, lo proteico y lo problemático que aún resulta su legado. Pocas materias parecen, en verdad, más controversiales y más atractivas para un especialista de las letras caribeñas y latinoamericanas, ya que pocas han ido adquiriendo con los años una tan alta densidad simbólica.
“Nadie sabe en qué imágenes lo traducirá el porvenir”, escribió Borges en una página de El hacedor. Las de Lezama Lima se han vuelto tan numerosas, tan diversas y contradictorias que a menudo parece difícil establecer vínculos entre ellas y hacer que se correspondan con las de una sola obra y un mismo autor. A treinta años de su muerte, y por solo mencionar algunas, coexisten la de un Lezama Lima panhispánico, religioso y católico junto a la de otro gay y poscolonial, o la de un Lezama Lima nacionalista y revolucionario junto a la de otro disidente, neobarroco y hasta cosmopolita.
Es cierto que los múltiples perfiles del hombre y su versátil escritura se prestan mejor que los de muchos otros y otras a estas interpretaciones heterogéneas que reflejan a la par su influjo y su vitalidad; pero también es cierto que hombre y escritura no están exentos de profundas ambigüedades y que esas ambigüedades son el origen de las variopintas maneras en que se nos presenta en la actualidad la fortuna póstuma del maestro habanero. Paz dijo una vez que un párrafo de Lezama Lima era como un gran caldo criollo donde flotaban todas las criaturas del idioma. El propio Lezama Lima fue asimismo –y en sí mismo– tan plural y criollo como ese caldo. Sin embargo, para que hoy podamos verlo de esta forma, ha sido necesario el concurso de un buen número de lectores que han ido contribuyendo a activar distintas posibilidades de lectura. No creo que el espacio de mis breves cuartillas sea el más apropiado para mencionarlos a todos, sobre todo si se tiene en cuenta que estamos ante un tema que daría para uno o varios libros. Pero sí quisiera dedicar el espacio de que dispongo a dos de esos lectores que, a mi modo de ver, son los que han producido los modelos de lectura más extremos, influyentes y contrastados. Ambos, en circunstancias distintas, y con estrategias igualmente diferentes, fungen como los dos principales gestores de la posteridad de Lezama Lima y ambos, como puede imaginarse, compitieron por el control de ese capital simbólico aunque lo hicieron de un modo sordo, nunca explícito o aparente, aunque tampoco exento de una que otra escaramuza.
Se trata, como ya algunos lectores habrán adivinado, del poeta y ensayista Cintio Vitier (1921-2009) y del novelista, poeta y ensayista Severo Sarduy (1937-1993). Y digo como ya algunos lectores habrán adivinado porque el paralelismo entre estos dos lectores de Lezama Lima es ya un motivo o un tema conocido entre los especialistas de literatura cubana y caribeña. Recordemos que es posible hallarlo en generaciones tan distintas como las que representan Roberto González Echevarría y Rafael Rojas, o aun en las más jóvenes, como la de Duanel Díaz.
Empecemos por rendirnos a la evidencia: la relación de Vitier y Sarduy con Lezama Lima no podría ser más asimétrica. Vitier acompañó al poeta desde su adolescencia, fue miembro fundador del grupo de la revista Orígenes en 1944, dedicó buena parte de su labor como estudioso de las letras cubanas a examinar y a ensalzar la obra de Lezama Lima, y mantuvo con él un vínculo de amistad, de colaboración y de discipulado que duró prácticamente hasta la muerte del maestro en 1976. Sarduy, por el contrario, que inició su carrera literaria junto a José Rodríguez Feo en el grupo rival de la revista Ciclón en 1955, solo vio a Lezama Lima una vez en su vida antes de viajar a Europa en 1960, apenas si escribió un puñado de páginas sobre la obra del maestro y, de los intercambios entre ambos, hoy solo nos queda el testimonio de unas dos o tres cartas.
La legitimidad de que cada de uno de ellos disponía a la hora de reivindicar la herencia lezamiana no era así la misma y esta diferencia explica en parte las estrategias singulares y opuestas que van a seguir. Por un lado, está la de Vitier, quien va a tratar de reconstruir la continuidad histórica que le permita fijar el contexto dentro del cual la obra de Lezama Lima readquiera todo su sentido como realización del destino nacional y revolucionario cubano; por otro lado, encontramos a un Sarduy que se lo apuesta casi todo al texto lezamiano y a las posibilidades de descontextualizarlo y recontextualizarlo en una serie de ámbitos que lo van alejando cada vez más de su lugar de origen, hasta convertirlo en objeto de especulaciones teóricas e interpretativas desvinculadas de los problemas a los que la obra de Lezama Lima inicialmente respondía. Huelga señalar que los dos, Vitier y Sarduy, buscan por igual su reposicionamiento dentro del campo literario cubano (y latinoamericano) a través de su gestión de la posteridad del poeta como un padre o un precursor cuya centralidad les garantiza un capital simbólico cierto y un lugar en el canon. En este sentido, las estrategias de uno y otro son políticas aunque no sigan un mismo camino ni puedan ser evaluadas de la misma forma.
Empecemos primero por la primera.
Nadie ignora que, tras el caso Padilla, Lezama Lima fue uno de los escritores que cayó en desgracia en Cuba y que por ello debió pasar sus últimos años en condiciones precarias, vigilado, aislado y sin poder publicar nada nuevo dentro de su país. Sobran documentos y testimonios que dan cuenta de su penosa situación y la de su esposa a mediados de la década de los setenta. Antonio José Ponte recuerda que, tras su muerte, y prácticamente hasta a principios de los años ochenta, el nombre del poeta les decía poco a las nuevas generaciones cubanas y era infrecuente, salvo en librerías de viejo, toparse con alguno de sus libros.1 Pero este estado de cosas empieza a cambiar en los años ochenta y el punto de inflexión lo marca la publicación en 1981 de una selección de ensayos de Lezama Lima, Imagen y posibilidad, donde se recogen algunos de los textos aparentemente más comprometidos del poeta, como el que le da título al volumen, “26 de julio: imagen y posibilidad”.2
Aunque el responsable de esta recopilación es Ciro Bianchi Ross, la participación de Vitier en su composición no deja lugar a dudas, ya que es reconocida por el propio editor en su prólogo. De hecho, este señala en dicho prólogo que el libro se edita con las garantías que le confiere la autoridad del estudioso y poeta: “Cintio Vitier ha dicho que este libro recoge algunas de las mejores páginas en prosa escritas por Lezama. Estas palabras, por venir de quien vienen, dan respuesta a todas las posibles interrogantes y justifican esta recopilación”.3
Imagen y posibilidad no dejará de suscitar en su momento vivas reacciones, como el artículo que le dedica Enrico Mario Santí en la revista Vuelta en 1985 y que se intitula elocuentemente “La invención de Lezama”.4 Pero el proceso de reinscripción del poeta y el grupo de Orígenes dentro del campo cultural de la Revolución no hace, en realidad, sino empezar. Vitier venía trabajando en ello desde mediados de los años setenta en libros como Ese sol del mundo moral (1975) y en prólogos como su “Introducción a la obra de Lezama Lima” para las Obras completas (1976) de la editorial Aguilar. En las conversaciones que graba con Arcadio Díaz Quiñones entre 1979 y 1980, no puede ser más explícito al respecto: “Mi intención es insertar a Lezama y al movimiento que él encabezó en los años 40 y 50 no solamente en la historia de la poesía y la cultura sino de la política […] como tú habrás visto, yo presento a Lezama dentro de un contexto que hasta este momento creo que no se había visto, ni habíamos visto nosotros mismos. Un contexto de resistencia de la cultura, como única posible salvación de la nación…”5
Varios ensayos de Vitier como “De las cartas que me escribió Lezama Lima” (1982), “Un párrafo para Lezama” (1986) y “La aventura de Orígenes” (1991) van a ir desarrollando esta estrategia de lectura política que enlaza a Lezama Lima y al grupo de Orígenes con el devenir de la Revolución y con su líder máximo.
Vitier ve en varios textos de Lezama la prefiguración del advenimiento de la Revolución y destaca paralelamente la crítica lezamiana de la República como un período en que se pierde el destino original y profundo de Cuba, el sentido de la teleología insular. Esta actitud crítica, subrayo el condicional, habría sido común a casi todos los miembros de Orígenes y daría prueba del compromiso del pensamiento político de unos y otros, desde el catolicismo, con la necesidad del cambio revolucionario.Tales son las ideas que Vitier ha de defender en los ochenta y que cobran cuerpo en 1986, cuando se lanza a la preparación de la primera edición crítica de Paradiso, un gigantesco volumen de más de 700 páginas que sale dos años más tarde, en 1988, bajo el sello de la colección Archivos de la unesco. Este volumen marca un hito en el proceso de rehabilitación de Lezama Lima y en el protagonismo del propio Vitier como gestor de la posteridad del poeta. “¿No es todo Paradiso, como quería Lezama, una inmensa metáfora que participa? ¿La historia misma de este texto no pertenece a la historia nacional?”, se pregunta retórica y triunfalmente Vitier en la introducción general al volumen.6
Durante la década de los noventa, y coincidiendo con las celebraciones de los 50 años de la revista Orígenes, Vitier prosigue su labor con recopilaciones como Para llegar a Orígenes (1994), a los que se suma una reedición de su conocido ensayo Lo cubano en la poesía (1998), con prólogo de Abel Prieto, que trae un capítulo memorable sobre Lezama Lima. Ya como para cerrar un siglo y abrir otro, hay que citar su recopilación Martí en Lezama (2000).
Al hacer hoy un balance, se tiene que reconocer que la estrategia de Vitier es exitosa porque, en menos de veinte años, consigue reubicar a Lezama Lima como una figura central del canon cubano dentro de la isla y lo vuelve no solo legible sino necesario en el marco del retorno al nacionalismo que marca la política cultural revolucionaria cubana tras la desintegración de la Unión Soviética. Pero no solo es Lezama Lima quien recupera así su centralidad sino también el grupo de Orígenes y el propio Vitier que se ve promovido a un sitial de honor en la historia oficial de las letras cubanas del siglo XX.
En mi opinión, el mejor juicio sobre esta manera de gestionar la herencia lezamiana se lo debemos a Rafael Rojas en dos páginas impecables de su ensayo Tumbas sin sosiego (2006) que no puedo menos que citar in extenso:
La lectura revolucionaria de Lezama emprendida por Vitier se apoya en los testimonios de rechazo a la política republicana que abundan en la obra lezamiana y en algunos textos incidentales a favor de la revolución que escribiera el poeta en los años 60. Sin embargo, dicha lectura, además de ocultar la incomodidad que Lezama sintió al final de su vida, bajo el orden revolucionario, y que expresó sobre todo en las cartas a su hermana Eloísa, desvirtúa y vulgariza una política intelectual formulada desde la autonomía del campo literario y diferida a un vínculo secreto con la ciudad que se establece dentro de la poesía, es decir, en la práctica de una escritura o incluso en la historia de una expresión, pero jamás dentro de la razón de Estado. Es cierto que Lezama compartió con Vitier la idea de la participación de la Imagen poética en la Historia que, en buena medida, fundamentó su teoría de las “Eras Imaginarias”. Pero su enlace con la Revolución cubana en textos como “El 26 de julio: Imagen y posibilidad” fue siempre sutil, elusivo, tangencial, distante del discurso ideológico, ajeno a las solemnidades éticas y, sobre todo, reacio a las transparencias de la vocación pública. La diferencia substantiva entre la teleología insular de Lezama y la de Vitier no radica en la mayor o menor intensidad del discurso revolucionario sino en una diversa apuesta frente al dilema de la Poesía y la Historia […] A diferencia de Vitier, quien siempre lamentó la zozobra de una escritura sin gravitación histórica, Lezama apostó por la Poesía en tanto espacio perdurable para la expresión del saber y la sensibilidad.7
La estrategia de Sarduy se sitúa, en muchos aspectos, en los antípodas de la de Vitier, pero arrastra también su lote de malentendidos. A mediados de los años sesenta del pasado siglo, Sarduy sabe que está fuera de Cuba y del ámbito político revolucionario, que no ha sido origenista, que no puede reivindicar ningún título antiguo para darle un fundamento a su relación con Lezama Lima y que tiene que inventar algo nuevo, algo que le permita descentrar al maestro, sacándolo de sus contextos originales, internacionalizándolo y acercándolo a la órbita vanguardista sarduyana. Para llegar a Lezama Lima, Sarduy va seguir, de este modo, un camino más oblicuo. Por un lado, va a incorporar a su discurso crítico, desde temprano, las tesis del Vitier de Lo cubano en la poesía y va defender con ellas la centralidad de Lezama Lima como punto de desembocadura de la tradición poética cubana en el siglo XX, así como Martí lo es del XIX. No otra cosa es lo que dice en su ensayo “Dispersión. Falsas Notas: Homenaje a Lezama Lima” de 1968, donde se cita repetidamente el libro de Vitier.8 Pero, en ese mismo ensayo, el reconocimiento de esta centralidad de Lezama Lima marcha al unísono con una lectura en la cual el acercamiento tangencial, la práctica del collage, la superposición de textos y la parodia acaban esbozándonos la estampa de un Lezama Lima subversivo, irreverente, hedonista y, sobre todo, gongorino y universal. Sarduy se inventa allí un precursor, como ha de recordárselo con sorna Lorenzo García Vega en Los años de Orígenes (1978). Pero, en realidad, hace mucho más: inventa al autor de culto de una nueva vanguardia internacional cuyo sacerdote, por supuesto, será el propio Sarduy y cuyo nombre será el neo-barroco.
De hecho, la primera formulación teórica que hace Sarduy del neo-barroco en su conocido ensayo de 1972, “El Barroco y el Neo-barroco”, constituye en muchos sentidos una reposición de su lectura anterior de Lezama Lima de 1968 y concluye con dos párrafos contundentes que no dejan lugar a duda sobre la nueva imagen del maestro habanero que ya se está fraguando (las cursivas son mías):
Sintácticamente incorrecta a fuerza de recibir incompatibles elementos alógenos, a fuerza de multiplicar hasta la pérdida del hilo el artificio sin límites de la subordinación, la frase neobarroca, la frase de Lezama, muestra en su incorrección (falsas citas, malogrados injertos de otros idiomas), en su no caer sobre los pies y su pérdida de concordancia, nuestra pérdida de un ailleurs único, armónico concordante con nuestra imagen, teleológico en suma. Barroco que en su acción de bascular, en su caída, en su lenguaje pinturero, a veces estridente, abigarrado y caótico, metaforiza la impugnación de la entidad logocéntrica que hasta entonces lo y nos estructuraba desde su lejanía y autoridad; barroco que recusa toda instauración, que metaforiza al orden discutido, al Dios juzgado, a la ley transgredida. Barroco de la Revolución.9
En un principio, el Lezama Lima de Sarduy no parece, por lo tanto, menos revolucionario que el de Vitier aunque la revolución tenga aquí otro sentido y se sitúe en el plano de la economía simbólica –el campo de batalla de las vanguardias textualistas francesas, de Roland Barthes y de Tel Quel. La poética neobarroca será el desarrollo de estas ideas como parte de la lectura que Sarduy hace de Lezama Lima al componer su propia obra y al crear un modelo escriturario específico que se corresponda con ella. No en vano Sarduy va a decir a mediados de los setenta que sus novelas y su poesía no son sino “unas hojas en el árbol de Lezama”. Al mismo tiempo, Sarduy desarrolla una incansable labor de promoción internacional de Lezama Lima haciendo traducir su obra en Francia y contribuyendo a que se traduzca en otros países, así como también difundiendo la obra del maestro entre escritores jóvenes y menos jóvenes de España, México, Argentina o Brasil.10
Tras la muerte de Lezama Lima en 1976, Sarduy le dedica, en las páginas de la revista Vuelta, el primer capítulo de su novela Maitreya (1978), que lleva el título de “En la muerte del Maestro” y añade además a la trama de esa novela un personaje de Paradiso, el cocinero chino Luis Leng.
También escribe, en 1982, a guisa de necrología, una glosa o un comentario sobre una carta que el poeta le enviara en 1969. En ese texto, intitulado “Carta de Lezama” y publicado por la revista Escandalar en Nueva York, Sarduy confirma a la vez el lugar de Lezama Lima como padre del neobarroco y se ubica él mismo a su lado, como su heredero no solo literario sino moral.A mediados de los ochenta, invitado a colaborar con un ensayo en la edición crítica de Paradiso preparada por Cintio Vitier, Sarduy envía un texto cuyo tema central es justamente la herencia de Lezama o, mejor, cómo heredar a Lezama. Se trata de un texto bastante denso y que no se puede resumir fácilmente, pero en el cual Sarduy no se limita a insistir en el rol de Lezama Lima como fundador de un nuevo barroco, sino que nos habla también del suyo, de su propio rol como heredero. Porque asumir la herencia de Lezama significa, para Sarduy, no la reivindicación de un linaje o de la pertenencia a un grupo literario determinado, aunque sea tan importante como Orígenes, sino la posibilidad de apropiarse de un texto a través de una lectura innovadora del mismo: “heredero es el que descifra, el que lee. La herencia más que una donación, es una obligación hermenéutica”, señala desafiante. No es otra evidentemente su manera de heredar a Lezama Lima, de traerlo al presente, a través de una lectura concebida a “contracorriente”, como él mismo lo señala: “Adivinar, más que descifrar; incluir, injertar sentido, aun si detrás del juego de sus jeroglíficos el sentido es un exceso, una demasía…” Para heredar a Lezama Lima, es necesario así inventarlo, recrearlo, interpretándolo siempre más allá de la letra, pues es la única manera de acercarse fielmente al dúctil espíritu de sus textos. Sarduy concluye:
Pero quizás heredar a Lezama sea, sobre todo, asumir su pasión, en los dos sentidos del término: vocación indestructible, dedicación, y padecimiento, agonía. Saber que el descifrador, precisamente porque impugna y perturba el código establecido, está condenado a la indiferencia, o a algo peor que la franca agresión y el ataque frontal: la sorna. Cualquier detalle puede servir de enseña ensangrentada a los detractores –su sexualidad, por ejemplo–; cualquiera de sus textos, fruto de noches sin noche, de años de retiro y silencio, puede ser asimilado a un “mariposeo”; cualquiera de sus evasiones a una intriga. Heredero es también el que, en el relámpago de la lectura, se apodera de esta soledad.11
Hay que reconocer que la estrategia de Sarduy, como gestor de la posteridad lezamiana, también fue exitosa, pues la poética neobarroca, con Lezama Lima a la cabeza, ha de difundirse rápidamente a partir de los años ochenta del siglo xx y sus ecos llegan hasta nuestro hoy. De hecho, el prólogo que Sarduy escribe para el libro Escrito con un nictógrafo (1972) de Arturo Carrera es considerado como uno de los principales puntos de partida de la corriente, que aparece en la poesía argentina y que va a poner a circular entre los poetas porteños las obras de Lezama Lima y del propio Sarduy. A ese movimiento se van a sumar pronto otros poetas como Héctor Piccoli, Tamara Kamenszain y, sobre todo, Néstor Perlongher, quien propone que se emplee más bien el término “neo-barroso” para hablar de un neobarroco lavado en las aguas del Río de la Plata. El neobarroco o neobarroso alcanza luego rápidamente Uruguay, con poetas como Roberto Echavarren y Eduardo Milán, y simultáneamente llega al Brasil con Paulo Leminski y el último Haroldo de Campos, el del libro Galaxias, que defiende la idea de un trans-barroco latinoamericano.
Sarduy, por desgracia, no vivió lo suficiente como para asistir a la apoteosis internacional del movimiento neobarroco, que tiene lugar en 1996 cuando se publica en México, bajo el sello del fce, la antología Medusario preparada por Roberto Echavarren, José Kozer y Jacobo Sefamí. Esta antología, que reúne a veintidós poetas de doce países distintos, de México hasta Argentina, trae dos prólogos teóricos de Echavarren y Perlongher sobre el neobarroco, y fija su orientación literaria y sexual poniendo como epígrafe general de la selección nada menos que el conocido poema de Lezama Lima “Llamado del deseoso”.12
Hoy, catorce años después de Medusario, la poesía neobarroca sigue siendo practicada en América Latina y existe ya una nueva generación de poetas neobarrocos donde figuran, por ejemplo, el paraguayo Joaquín Morales (1959) o el dominicano León Félix Batista (1964).
Ahora bien, por exitosa que haya sido la operación neobarroca, lo cierto es que Sarduy no lee a Lezama de un modo menos sesgado que Vitier, ya que hace caso omiso de toda la visión sacralizada de la poesía que existe en el poeta habanero, de su creencia romántica en una ontología propia de lo poético que haría de la poesía un modo de conocimiento cuasi religioso y la puerta de acceso al panteón de las verdades trascendentes. En fin, Sarduy omite todo el aspecto conservador, tradicionalista y católico del personaje, tanto en lo que toca a su sexualidad como en su forma de entender la creación literaria y artística. Para ser breves, digamos que Sarduy lee a Lezama en una clave secularizada, subversiva y posmoderna que habría hecho sentir al maestro más que incómodo y que él probablemente, de haber vivido lo suficiente, no habría podido aceptar.
Hoy la posteridad de Lezama Lima se asienta en buena medida en estos dos malentendidos que la prolongan en el tiempo y que la han hecho llegar hasta nosotros. Quizás lo bueno que pueda traernos este centenario sea la necesidad de revisarla y de tratar de encontrar a otro Lezama Lima que no sea ni el profeta nacionalista y revolucionario de Vitier ni el vanguardista neobarroco de Sarduy.
No es improbable, de todas maneras, que el propio Lezama supiera que su destino inmediato era no ser enteramente comprendido. Sabemos que le gustaba citar aquella frase de Gracián que dice que “el mundo se concierta de desconciertos”. También solía repetir otra de Baudelaire, que le copió a Sarduy en una carta y que contiene una de sus mejores lecciones de tolerancia. Quisiera dejarla aquí como conclusión: “El mundo sólo se mueve por el malentendido universal, ya que por el malentendido todo el mundo se pone de acuerdo. Porque si, por desgracia, todo el mundo se comprendiera, el mundo no podría entenderse jamás.”13 ~
Notas
1 El libro perdido de los origenistas, Sevilla, Renacimiento, 2004, p. 9.
2 José Lezama Lima, Imagen y posibilidad, selección, prólogo y notas de Ciro Bianchi Ross, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1981.
3 Ibid. pp. 5-6
4 Se recogió luego en Enrico Mario Santí, Bienes del siglo. Sobre cultura cubana, México, fce, 2002, pp. 189-204.
5 Arcadio Díaz Quiñones, Cintio Vitier: la memoria integradora, San Juan de Puerto Rico, Editorial Sin Nombre, 1987, p. 125.
6 José Lezama Lima, Paradiso, edición crítica de Cintio Vitier, Madrid/París, Colección Archivos, 1988, p. xxvi.
7 Rafael Rojas, Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano, Barcelona, Anagrama, 2006, p. 240.
8 Severo Sarduy, Obra completa, vol. ii, edición crítica de Gustavo Guerrero y François Wahl,
Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 1999, pp. 1160-1182.
9 Ibid., pp. 1403-1404.
10 Cf. a este respecto mi ensayo “Sarduy y Lezama Lima: a la sombra del espejo de obsidiana”, recogido en Gustavo Guerrero, La religión del vacío y otros ensayos, México, fce, 2002, pp. 185-204.
11 Op. cit., p. 597.
12 Medusario. Muestra de poesía latinoamericana, selección e introducción de Roberto Echavarren, José Kozer y Jacobo Sefamí, México, fce, 1996.
13 Op.cit., p. 94.