1.
Los diecisiete cuentos que Raymond Carver envió a su editor a principios de 1980 se publican en su forma original. Son la base de la que saldría en 1981 el libro What do we talk about when we talk about love? Son lo que Carver tecleó en su máquina de escribir, antes de que su editor recortara y reorganizara, desacomodara y suprimiera. Diecisiete cuentos antes de la transformación.
2.
Todo el mundo lo sabe. La transformación consistía en un trabajo de edición despiadado y certero; las más de las veces impecable. Este cambio, como todo acto de edición, ocurría en esa intimidad subvaluada pero imprescindible que se genera entre autor y editor. Ahí, por medio de un intercambio postal, durante unas cuantas llamadas de larga distancia, se dirimían los sobrantes y los tajos, las rebabas y las superficialidades. En el mejor de los casos, de esa cercanía emergen libros decisivos y apremiantes. En la mayoría de las ocasiones esta relación tiene la calidez de la visita periódica al médico familiar: produce libros propios, cautos, legibles. En el peor de los casos la simbiosis es tal, el encuentro parece tan predestinado, que la belleza, la maestría de la obra producida no será suficiente para desactivar la bomba de tiempo que se ha echado a andar. Carver y Lish eran una perfecta bomba de tiempo: de su trabajo en conjunto ambos salieron tan beneficiados como cualquiera podría desear. Y sin embargo ninguno de los dos pudo evitar el estallido.
3.
Es claro para todos de qué hablo. La intimidad se resquebrajó con la primera nota periodística que daba cuenta de esta colaboración editorial “extrema”. Se publicó en 1998 y causó el revuelo que provocan estos hallazgos: absolutamente ninguno en el gran esquema de las cosas, sísmico en el mundo literario. Que Carver fuera un nombre solamente, que Lish fuera el fantasma debajo de la piel del otro, que la literatura es el arte solitario por excelencia, que la literatura es un arte colectivo en secreto. La palabrería fue mucha. Como tantos otros escándalos, su relevancia aminoró, perdió notoriedad, y terminó siendo la nota introductoria cada que se mentaba el nombre de cualquiera de los dos: Lish gracias a Carver; Carver en deuda con Lish.
4.
Esta historia pone de relieve más que su anecdotario –que por lo demás es nutrido y siempre entretenido. Trae a cuento nociones que nunca es malo revisitar, que incluso es preciso mantener cercanas. En particular dos: por un lado, el concepto de originalidad, y por otro, el trabajo del editor. Ambas atraviesan la escritura, ambas podrían ignorarse –la experiencia al leer los cuentos de Principiantes no sería radicalmente distinta si uno no se pregunta por el trabajo del editor. Y sin embargo, cuánto más fecunda se vuelve si uno lee al tiempo que pone en entredicho los prejuicios personales sobre la originalidad y los límites de la autoría.
No es que este volumen de cuentos resuelva ningún tipo de disputa sobre la muerte o la lozanía del Autor. Más bien es la lectura contrastada, lo accesible y lo evidente del contraste, lo que termina por inducir esos pensamientos. No se llega demasiado lejos. Más bien se encuentra uno con las preguntas de siempre. ¿Por qué atribuir al Autor todo el peso creativo, cuando en un caso extremo como este quedan de manifiesto las otras miradas y las influencias y las enmiendas de los otros? ¿Por qué la firma tiene tanto poder y el editor permanece no solo en la sombra sino en el desconocimiento?
5.
El “original” de uno de los cuentos –“Algo sencillo y bueno” digamos, por elegir uno de los sobresalientes–, nos informan los editores, fue recortado para su publicación en el libro de 1981 en un 78%. El 78% de las palabras tecleadas por Carver fue reubicado o desapareció por completo; es decir, el editor está en tres cuartas partes del texto “original”. La anécdota es simple: Un niño es atropellado el día de su cumpleaños. La madre ha ido a ordenar el pastel. El niño convalece en el hospital y muere. El pastelero llama para avisar que el pastel está listo. Los padres terminan siendo consolados por el pastelero.
Qué se fue en ese 78%. Lo esperado: el melodrama –una larguísima digresión sobre aquella vez que el niño se perdió–; la información innecesaria; los adjetivos. Pero sobre todo se pierde esa búsqueda por poner palabras a lo que no tiene explicación; desaparecen los intentos por explicar que los personajes están tan anonadados y perdidos como lo estaríamos nosotros. Se pierde una empatía esencial: el intento por decir, el hacer el esfuerzo.
6.
No asistimos, con esta lectura, a la escena de un crimen. Ambos consintieron la colaboración: no hay plagio que perseguir ni atribuciones dolosas. Siempre firmó Carver. Lish tenía siempre la última palabra. Ambos renunciaron, por decirlo de alguna manera, a la más anhelada de las celebraciones: la del genio individual.
El talento individual, sin embargo, está presente. Carver supo mirar y escuchar la miseria de primer mundo. Supo del valor de las frases sucintas, de las situaciones irresolubles. Supo de desesperación. Lish, ya está muy dicho, era un genio del enunciado: lo suyo era la frase, el sujeto, verbo, objeto. Y el silencio. Después de Principiantes, no se puede escatimar el mérito a ninguno de los dos.
7.
Dicen que en 1980 Carver dudó del plumón rojo del maestro; quiso, eso parece, distanciarse del estilo personal de emborronar originales que Lish dominaba. Dicen que imploró por carta, la misma que anunciaba el envío de estos diecisiete cuentos, una piedad que no llegó: Lish cambió el título, cortó el manuscrito inspirada y salvajemente, y continuó cimentando la fama de su autor.
8.
Otro de los cuentos más notables del libro, “La aventura” –título blando si los hay: el cuento trata sobre la infidelidad de un padre–, nos precisan, fue recortado en un 61%. Anécdota: un hijo se reencuentra en una terminal aérea con su padre. Su padre le cuenta el motivo del divorcio con su madre. Tuvo una relación con una mujer del vecindario. Se despiden. 61% de los intentos por hacer que los personajes muestren su perplejidad con elocuencia, con melodrama, desaparecen del “original”.
9.
Quizá tampoco hay que llevarlo tan lejos. Carver era un alcohólico inseguro; en palabras de su viuda, “no era un luchador”. La confrontación nunca fue lo suyo. Lish, por su parte, siempre fue un megalómano y un editor avezado y puntual. Embonaron perfecto.
10.
Principiantes es casi un capricho, una excentricidad. Se agradece, se disfruta. Es muy grato tener acceso a dos
instancias del complicado y tortuoso proceso de edición. Sin embargo, el volumen de cuentos recién publicados, lejos de cimentar la fama de Raymond Carver, lo único que hace es comprobar que Lish gracias a Carver, Carver en deuda con Lish. ~
(ciudad de Mรฉxico, 1980) es ensayista y traductor.