Evelio Rosero
La carroza de Bolívar
Barcelona, Tusquets, 2012, 392 pp.
El primer problema que propone La carroza de Bolívar es si, siéndolo, y mucho, es en primer lugar una novela. Pues da la impresión de que se trata de un ensayo histórico que, por temer la polvorienta soledad a la que nuestras sociedades condenan a la idea y el ensayo, para ser leído se viste de novela: el único género que todavía compran unos cuantos miles de lectores… No por ello las novelas tienen garantizada ni mucho menos la polémica. Ya veremos.
Y la idea que propone es que Bolívar, el héroe libertador de cinco países americanos, fue en realidad un cobarde y por ello jamás resultó herido en combate. Que además traicionó a otros héroes nacionales, como Miranda, Nariño y Paez. Y que detrás de su aureola de Gran Conquistador a quien los padres le llevaban a sus hijas, como al coronel Aureliano Buendía, para que mejorase la raza, se escondía en realidad un caimán, un depredador sexual sin escrúpulos. Además de todo ello, que la independencia de España se produjo en un momento inadecuado, cuando esas sociedades no estaban aún preparadas para asumirla. En efecto, es difícil encontrar blasfemias más gordas en la religión laica de la independencia americana. Y sin duda es imposible no ver también el lado oportunista de la propuesta.
Aclararé de inmediato que ni soy la persona adecuada para refutar o confirmar estas acusaciones, ni creo que lo pueda hacer una breve crítica literaria. Los implícitos de Rosero, que por otra parte no son sino una de las líneas de una novela compleja por sus varias capas, requerirían de abundante documentación y conocimientos muy especializados. Como por otra parte sucede siempre con el fenómeno de la literatura disfrazada: antiguo –Shakespeare ya situaba sus tramas en territorios lejanos del pasado para eludir los fanatismos de su tiempo–, pero muy actual. Entre otros ejemplos, no hace mucho que David Lodge, irónico novelista de éxito pero también erudito exprofesor lingüista, como se suele olvidar, disfrazó de novela ¡Autor! ¡Autor!, un muy bien informado ensayo sobre la fracasada peripecia del novelista Henry James en el teatro.
De modo que lo que la novela de Rosero plantea, además de la polémica histórica, es qué tipo de encrucijada cultural vivimos en la que es necesario que las ideas se disfracen para ser oídas. Es un fenómeno universal, de acuerdo (Lodge es inglés), pero reconozcamos que en unos sitios es más universal que en otros.
Por otra parte, soy de los que creen que hay pocas palabras más amplias que “novela”, por mucho que se empeñen los etiquetadores, que al fin de cuentas de eso viven, y me parece lícito, claro está, que un novelista escriba lo que le apetezca. Esto, que parecería una perogrullada a nuestros abuelos, no está ya tan claro en estos tiempos de dictadura –reconozcámosla de una vez– de lo Políticamente Correcto. Aun así, un científico, y de buena formación histórica, me advertía contra el fenómeno de las “verdades novelescas”, que tanto daño pueden hacer: ¿Acaso los conquistadores no entraron a sangre y fuego en el continente en busca de un El Dorado y una California que solo existían en los libros de caballerías? Sin entrar en la muy vieja idea de si la novela es o no una mentira para encontrar una verdad más profunda que la apariencia estadística, por ejemplo, o sociológica, es cierto que no pocos prejuicios e ideas equivocadas provienen de cuentos, novelas o crónicas que se hicieron eco entre sí, sin detenerse a comprobar. Y también de libros de supuesta Historia… que por otra parte dieron lugar a guerras y hecatombes. Es algo tan generalizado que ni siquiera hace falta irse muy lejos: basta con leer el periódico del día y sus montañas de ideas hechas sobre árabes, judíos, iraníes, católicos, chinos, inmigrantes de cualquier tipo y hasta norteamericanos de Kansas.
No sé si Bolívar fue o no un cobarde, y desde luego no era esa mi versión… que incluye la imagen de alguien incomprendido por los demás próceres: aquello de “he arado en el mar, he edificado en el viento…”. Pero, en esta nueva Edad Media en la que el mundo se ha vuelto a dividir en ejércitos dispuestos a matar para que el otro no pueda decir según qué cosas, me parece un triunfo de la civilización que alguien pueda soltar esa blasfemia, u otra cualquiera, y no arriesgue la vida por ello. Y tal vez sea América, con toda su violencia por otras razones, donde todavía se practique algo parecido al liberalismo que aglutinó, justamente, las ideas de independencia en el continente… aunque haya quien diga que pese a Bolívar, de ideas no precisamente liberales. Por otra parte, ¿no es algo muy sano que alguien ponga a un ídolo sobre la mesa –cualquier ídolo– y proponga una nueva autopsia de su idolez? ¿No es eso lo que hacen sin pausa las sociedades desarrolladas?
En la novela de Rosero, las teorías sobre Bolívar son las de uno de los personajes, historiador aficionado y experto en Bolívar que en los años sesenta se empeña en criticar a uno de los caciques de Pasto –ciudad provinciana de Colombia– y para ello aprovecha su parecido con la versión histórica de Bolívar. Y se burla de ambos a través de una carroza destinada a desfilar en un carnaval. Con esa excusa se hace un, por otra parte, interesante repaso de ciertos episodios de la independencia, se critica con no menor severidad y conocimiento a la izquierda latinoamericana de la época y sus laberintos marxistas-leninistas-maoístas y demás, y con ferocidad a la historiografía y pedagogía instaladas, incapaces de poner mínimamente en cuestión a Bolívar, mientras lo convertían en una suerte de santo de yeso y escayola sin la menor conexión con la realidad. Por criticar, hasta se critica, sin citar al autor –tan solo “la pluma pluscuamperfecta del taumaturgo hechicero”– la visión que de Bolívar dio García Márquez en El general en su laberinto, y que en su día fue también algo polémica por proponer un Bolívar de talante caribe frente al tradicional andino. Peccata minuta al lado de las acusaciones de un Rosero que, por otra parte, con rasgos de su estilo también rinde tributo al novelista que critica.
Es de temer, pero supongo que Rosero lo sabía, que la polémica bolivariana opaque las otras líneas de la novela, que por otra parte juegan también con fuego al pretender novelar con máscaras y carnavales, en un juego de espejos y alusiones en el que el lector se puede perder un poco.
Conviene subrayar que, junto con Fernando Vallejo, el autor de La virgen de los sicarios, Evelio Rosero se alinea en el difícil grupo de los escritores, por así llamarlos, blasfemos. Bueno, esa fue siempre una de las misiones de la literatura, desde Rabelais a Baudelaire o Joyce y Miller –¡o Flaubert!, aunque hoy nos asombre la acusación–, y no veo inconveniente alguno, y en particular en estos tiempos en que regresa una vez más una sofocante moralina de aldea, con valores de beatería y campanario. Lo que me parece que debería hacernos pensar es por qué se producen autores tan… ¿hambrientos? en un determinado momento y lugar. Quizá tenga que ver con la ansiedad de verdad tras muchos años de idioma solo decorativo y de mentira. A esos años también se alude en la novela. Si es así, por su labor de limpieza tal vez habría que darles una medalla. ~
Pedro Sorela es periodista.