Ayer no salí de casa pero fue un no salir de casa en París, claro, que no deja de ser pasar el día fuera. Aquí vengo a cuidarle el gato a mi hermana, que por otra parte no se deja cuidar, y ocurre a veces, ya sea verano o sea lo que sea, que llueve en accesos injustificados, por caracterizar la ciudad, y sigue lloviendo, creo yo, por convicción escenográfica, y al no ser nativo me desoriento como un perro mojado y me agobio y acabo pasando la tarde intramuros, en la biblioteca subterránea de les Halles, por ejemplo, y ojeo libros sentado en el suelo, que es un rejuvenecedor más o menos eficaz, más menos que más, pero que te viste de cierta indigencia y hace de ti un desheredado y te libera de todo esto al menos hasta que amaine.
En esa desamortización de uno mismo leo las crónicas de Christophe Bier para Mauvais Genres, el programa de France Culture (la Radio 3 de aquí, digámoslo así) donde da rienda suelta a su interés por el cinéma bis y las poéticas inconvenientes, los proletarios del cine y de la literatura, rescata autores faltos de toda ambición y señala el arte como ultraje a la realidad y a la estupidez. Bier ama a los olvidados, a los marginales, a los pervertidos y a los enanos. Los enanos siempre dan que hablar, un enano se puede meter en una maleta si quiere. Bier es un poco un igual. Leo sus preocupaciones como si fueran las mías, desde el convencimiento de que el mainstream te lo encuentras y que al underground hay que ir. Su físico lo conozco porque se deja ver a menudo en las películas de Bertrand Mandico y en las de Yann Gonzalez, pequeños cameos, también en los videoclips que dirige Mandico para M83, que es el grupo del hermano de Gonzalez. La contracultura, finalmente, es una cuestión de afines, una caravana de monstruos. El mainstream en cambio es un desamparo, una intemperie, y salvo anomalías y prodigios (yo qué sé: los Simpson), suele estar exento de significado. Esa es una de sus características, de hecho.
Todavía llueve pero ya no me importa. Camino despacio por no llamar la atención de la muerte. En las ciudadades ya no tiene cabida esta costumbre. Hay lugares específicos pensados para el paseo, pero el paseo no tiene lugar, no puede tenerlo si quiere merecer su nombre. Leí que en Los Angeles, lugar que nunca he pisado y que solo consigo representarme como pesadilla, te pueden detener por deambular sin rumbo. Les parece, de entrada, una actitud sospechosa.
Por si acaso, me voy a meter en el cine a ver Emilia Pérez, la última de Jacques Audiard, que resulta ser un disparate entre la opereta y el culebrón venezolano, si bien carece de la capacidad para el incremento y la prolongación que define ese género. Me divierte al menos hasta la mitad, cuando la película empieza a buscarse y de pronto no se halla, empantanada en su propio pastel de feminismo fingido y justicia social, y si bien sus cualidades anárquicas podrían sostenerla en el alambre del humor, a Audiard el humor no es algo que le sobre.
Cuando vuelvo a casa han abierto una librería. Tal y como lo cuento. De un día para otro ha brotado debajo de casa una librería. Cuando llegué no estaba. Hay que decir que aquí también se degradan los barrios y las vidas de sus vecinos con pamemas como el llamado “café de especialidad”, necios e hijos de puta hay en todas partes, pero este distrito no está en el punto de mira y esta parece una librería común, de sentido, sin tote bags ni marchangadas. Tienen el escaparate muy concentrado en la rentrée literaria, que aquí es todo un acontecimiento que emociona a las gentes sencillas. Me asomo a la efe porque ando detrás de alguna novelita de las que escribiera Régis Franc, de quien adoro Le café de la plage, un tebeo acumulativo y proustiano que tiene su inspiración no en los tebeos sino en la vida horizontal, cronológica, y que algún dia me gustaría traducir al castellano como “El chiringuito”. Esa palabra que si no me equivoco acuñó Ruano. No doy con nada, pero hoy todo me es indiferente.
Yo soy Providence, decía aquel. Pero yo no soy París, tú no eres París, nadie aquí es París. En España, sin embargo, ha querido ser francés hasta el último currante cuando en los descansos leía los tebeos del botones Sacarino, que al fin y al cabo era una doble apropiación de unos personajes francobelgas, Gaston y Spirou.
A última hora se da una casualidad maravillosa cuando me cruzo con Florence Pernel, que de joven fue una mujer corriente y muy bella y que por tanto lo sigue siendo. Florence Pernel protagonizó en los primeros años noventa la única película que ha dirigido Régis Franc, Mauvais fille, que nunca he visto pero haré por ver por verla a ella. Leo que tiene diez años más que yo, es solo una muchacha, y diría que aquí ha de ser conocida aunque nadie nos mira cuando hago cuenco con las manos y le extiendo un pequeño estanque de lluvia contenida y breve, algo que han improvisado ahora mis manos aquí escribiendo aquí esto que es ya ensoñación, tontera.
Podría terminar estas postales como una novela francesa, en la calle, habiendo renunciado a todo, como despojo y rémora de la sociedad, pero ya estoy aquí, ahora mismo me encuentro en una playa de la península. A unos metros de mí, un grupo de adolescentes, tres chicos y una chica, coquetean y piden chupetones por turnos. “¡Pero házmelo bien!”, exige uno de ellos. Y se cuaja un silencio de probabilidades mientras la chavala le muerde el cuello sin morder, con una flor escarlata en el pensamiento. De esto último estoy casi seguro.
Rubén Lardín (Barcelona, 1972) es escritor. Dirigió El butano popular, su libro más reciente es 'Las ocasiones' y hace el podcast 'La mano contra el sol'.