Entrevista con Juan Villoro: “Toda noción de canon es autoritaria”

El escritor mexicano publica en Anagrama La utilidad del deseo, un libro de ensayos que funciona como autorretrato intelectual y "biblioteca portátil".
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Tras Efectos personales y De eso se trata, el escritor y ensayista mexicano Juan Villoro publica La utilidad del deseo (Anagrama), un nuevo libro de ensayos que, como los dos anteriores, se presenta como una “biblioteca portátil” de su autor y, a la vez, como un autorretrato intelectual del Villoro lector y escritor. La utilidad del deseo es un recorrido por las afinidades electivas de su autor, la reunión “desordenada” de todas aquellas lecturas que han convertido a Juan Villoro en el escritor que es hoy.

Querría echar la vista atrás hacia Efectos personales y De eso se trata, sus dos primeros libros de ensayo, para preguntarle cómo se forjó este proyecto intelectual que hoy alcanza una nueva etapa con La utilidad del deseo.

Como la mayoría de los narradores, soy un ensayista tardío para quien la reflexión en torno a la literatura fue una derivación de mi trayectoria como lector y escritor. Cuando publiqué mi primer libro de ensayos, evidentemente, no pretendía abarcar todos los autores que me interesaban, sino dar constancia de algunas de mis pasiones literarias. Con el tiempo, cada libro de ensayo se ha convertido en una especie de biblioteca portátil, una reunión que articula a escritores de distintas épocas y distintas latitudes en un momento puntual de mi trayectoria como lector. Por esto, creo que en estos libros hay algo accidental y en La utilidad del deseo reúno los ensayos escritos en los últimos quince años y que, en mi opinión, podían formar parte de un libro.

Cuando publicó Efectos personales afirmó que “todo libro de un escritor compone un retrato accidental”. En La utilidad del deseo el yo está todavía más presente con respecto a sus anteriores libros y ese retrato accidental es más nítido.  

Sí, el yo está más presente y de una forma más franca, pues de pronto hablo de mis propias aventuras como lector y de la manera en que las obras me han influido. Al escribir un ensayo realizas un ejercicio de conocimiento de los otros, pero también de autoconocimiento, porque no solamente estás tratando de descifrar los logros que encontraste en textos ajenos, sino que estás intentando racionalizar tus entusiasmos. Como lector, uno suele ser muy impulsivo, puede sentir taquicardia, un pálpito extraño o un mareo ante aquello que lee; son todas reacciones sumamente físicas. El arte del ensayo consiste en tratar de racionalizar estas reacciones.

Es decir, ¿se trata de entender estas reacciones?

Sí, entenderlas y justificarlas. Hay algo que te gusta y no sabes muy bien por qué y el ensayo sirve para saberlo. Sirve para argumentar en torno a aquello que te ha gustado y para descifrar las virtudes del autor, pero también para descifrarte a ti mismo como lector. Por tanto, yo creo que siempre en la escritura de ensayos hay un sesgo autobiográfico.

En este sentido, entiende el ensayo desde la tradición inaugurada por Montaigne.

Efectivamente. En el caso de Montaigne, el ensayo es una exploración de sí mismo: él habla de sus cálculos renales, de sus relaciones eróticas, de su forma de dormir… es decir, utiliza por primera vez la palabra “ensayo” y de forma indeleble para ensayarse a sí mismo. Aunque nosotros escribamos ensayos literarios, donde no estamos hablando tanto de nuestra vida privada, en cierta forma nos estamos ensayando a nosotros mismos y creo que de esto hay mucho en La utilidad del deseo, que inevitablemente es una forma indirecta de autobiografía.

En la última parte del libro usted propone un interesante paralelismo entre la historia de la medicina y, en concreto, la historia del cuerpo y la historia de la literatura, especialmente la historia de la literatura del yo.

Durante mucho tiempo hubo un tabú en torno a la idea de diseccionar cuerpos humanos y, de hecho, la tarea de hacer cirugía era cosa de barberos y matarifes, porque se consideraba pecaminoso explorar por dentro un cuerpo. Y es muy interesante ver cómo el progresivo dominio de la interioridad del cuerpo va coincidiendo con el progresivo dominio de la interioridad literaria. Es muy significativo que, en correlato con los avances médicos, la literatura haya ido avanzando hacia una progresiva conquista del yo; de la literatura que se postula como un manuscrito hallado, como algo que fue de autoría de otra persona, o de la literatura con un narrador omnisciente que actúa como una especie de dios que conoce los pensamientos de los personajes hemos pasado a una literatura en donde lo que está ocurriendo, en ocasiones, no son más que las ideas de los personajes o la asociación libre de estas ideas. Éste es un recorrido muy largo de conquista del yo del individuo que tiene su componente paralelo en la conquista que hizo la medicina de la interioridad del cuerpo.

Y usted llega a la conclusión de que la última conquista es la capacidad de definir el yo como ficción.

Desde luego, porque una vez que tú entras en la conciencia de ti mismo surge la tentación de la autofabulación. Es decir, ¿quién es verdaderamente un testigo objetivo de nuestra propia circunstancia? Nos estamos contando historias a nosotros mismos, nos estamos convenciendo de que somos de una manera y no de otra y todo esto hace que la interioridad, lo más genuino, tenga un componente de invención.

¿El entenderse a sí mismo pasa siempre a través del otro y, por tanto, quien mejor entiende sus obras son los otros?

Yo creo que es así. Cuando uno lee un libro de una persona que no conoce, pone en juego su propia dinámica interior para descifrar lo que hizo el escritor y no está sujeto al nerviosismo, a las ambiciones y mistificaciones que tiene todo autor al escribir un libro. Es muy difícil que un escritor sea el mejor juez de sí mismo: Cervantes pensaba que El Quijote era un divertimento y que su gloria estaría vinculada a Los trabajos de Pérsiles y Segismunda. Es decir, no pensaba que la mayor de sus obras realmente lo era. El caso de Cervantes es aplicable a la mayoría de los escritores.

En su libro usted cuenta una conversación que mantuvo con Roberto Bolaño en la que concluían que aspiraban a que sus textos, una vez releídos, parecieran estar escritos por otro.

Con Bolaño pensábamos que la única manera de cerciorarnos de que un texto nuestro contenía cierto nivel de calidad era releerlo al cabo de un tiempo y sentir un extrañamiento total con respecto al texto, que nos parecía escrito por otra persona. Esta disociación con lo que tú has creado y ver de pronto que un texto tuyo tiene vida autónoma y parece haber sido escrito por otra persona es la única prueba de calidad porque significa que el texto tiene esa condición de vivir al margen de quien lo ha escrito.

Llegados a este punto, ¿podríamos decir que La utilidad del deseo es un libro sobre la lectura en su más extensa definición?

Sí, La utilidad del deseo es un libro sobre la lectura, un libro sobre el tipo de lector que soy yo y sobre la forma en que recibimos los libros y tratamos de preservarlos a través de nuestra interpretación. Un libro cerrado no es una obra de arte, es la posibilidad de una obra de arte; es decir, el libro adquiere dimensión estética en cuanto comienza a ser leído, pero esta dimensión estética varía dependiendo de los lectores. A mí siempre me ha gustado las palabras de Borges cuando dice que un clásico es un libro que los hombres no han dejado morir, es decir, es un libro al que se le insufla vida a partir de la interpretación y de la lectura. En esta medida, un clásico no solo no deja de emitir mensajes, sino que a lo largo del tiempo emite mensajes distintos a los que emitió en un principio porque es leído de forma distinta.

Un clásico es un libro cuya lectura perdura mientras el horizonte de expectativas de los lectores -su recepción- varía.

Efectivamente. A mí me interesaba mucho adentrarme en este libro en la forma en que leemos y observar cómo la interpretación modifica a los autores. Escribo desde esta época y veo autores de otras latitudes y de tiempos diferentes y lo hago, inevitablemente, con el tamiz de mi época y del tipo de lector que soy. Lo que me ha interesado es ver cómo podemos entender la lectura de otro modo a partir de la discusión concreta de ciertos libros.

Usted dedica las últimas páginas a la literatura infantil, posicionándola al mismo nivel de la “literatura para adultos”.

En un libro que tiene que ver con el final de la literatura al ser un libro sobre libros, me interesaba mirar atrás y reflexionar sobre las obras que me han permitido convertirme en el tipo de autor que soy. Me parecía, por tanto, interesante observar cómo comenzamos a leer y de qué forma nos acercamos a la lectura. En el siglo XVIII, a través del Emilio de Rousseau y de otros libros, se revaloró la noción de infancia, pensando que no era la antesala o el prólogo a la vida adulta, sino que era ya una meta en sí misma. Se le dio un valor cultural a la infancia que antes no tenía y, desde entonces, la pedagogía y la psicología han acompañado esta idea del niño como un sujeto digno de análisis, al margen del adulto futuro que se convertirá. Me parece, sin embargo, que, desde el punto de vista del análisis de la literatura infantil, hemos sido bastante mezquinos porque no hemos hecho extensiva la literatura infantil a la gran literatura.

¿La literatura infantil ha sido subordinada en exceso?

Efectivamente, la hemos subordinado a una posición subalterna para pera personas que todavía no son adultas. Los prejuicios en torno al niño que se vencieron en el siglo XVIII, en cierta forma, todavía abarcan la literatura infantil. Es obvio que hay libros que se consideran clásicos más allá de haber sido escritos para niños, como El Principito o Alicia en el país de las maravillas; pero más allá de estas excepciones, es difícil encontrar una visión orgánica que entienda que la literatura infantil forma parte de la gran literatura mundial.

Si antes hablábamos de la recepción, ahora hay que hablar de la traducción, a la que dedica muchas páginas y que usted concibe como una forma de lectura o relectura.

Porque leer siempre es traducir en el sentido que tú adaptas el lenguaje de un autor a tu lenguaje privado y a los registros íntimos de tu experiencia del mundo. Lo más importante en la traducción no es el traslado mecánico de cada una de las palabras, ni tan siquiera la corrección puntual respecto a los equivalentes de una lengua, sino tratar de traducir el espíritu del texto en un idioma de llegada.

Afirma, en perfecta sintonía con Blanchot, que la escritura siempre oculta algo.

Sí, hay algo indescifrable en todo texto y, al mismo tiempo, lo hermético y lo oscuro comunican algo. La obra de Samuel Beckett es una puesta en práctica de ciertos momentos límites del idioma en donde las palabras parecen no decir o parecen decir algo que no necesariamente se interpreta de forma unívoca. He traducido obras de Heiner Müller, un autor que apela a este desconcierto producido por los puntos negros del idioma, donde las palabras parecen resistirse a comunicar algo. Y estos puntos oscuros deben encontrar un equivalente en las otras lenguas en el momento de la traducción, porque lo paradójico de los ejercicios de Beckett o de Müller es que, aunque no tienen una interpretación evidente o única, ciertas frases son elocuentes, están transmitiendo una emoción. Por tanto, hay que buscar un sinsentido, una confusión o una frase oscura en el otro idioma capaz de transmitir esa misma emoción.

Usted ha sido profesor en Yale, donde también ejercía su docencia Harold Bloom. Déjeme, por tanto, preguntarle acerca de su opinión en torno a la idea de canon literario. 

La idea del canon es una idea imperial de Bloom y toda noción de canon es autoritaria. Los lectores debemos apelar a hacer lecturas más horizontales y menos verticales; me parece que uno de los grandes déficits de la crítica es que se funda en exceso en la noción de jerarquía, aunque uno tiene que dialogar con categorías jerárquicas -“lo clásico”, “lo canónico”- cuando estás escribiendo ensayos, sobre todo porque me parece que no vale la pena dedicarle muchas páginas a un autor para decir que es insignificante. Es mucho más enriquecedor y, por supuesto, mucho más difícil tratar de ilustrar porque un escritor vale la pena.

Sin embargo, usted, sin negar dichas categorías, parece subvertirlas a través de la mezcla “no canónica” de autores.

Uno de los defectos que encuentro en muchos ensayistas es que se dedican exclusivamente a mostrar su muy buen gusto hablando de autores que están totalmente sancionados por el buen gusto de la época; no es un riesgo citar a Walter Benjamin para citar a Robert Walser: citas a una autoridad perfectamente prestigiada y aceptada para analizar a otra figura perfectamente prestigiada y que, además, tiene el encanto de ser un escritor para escritores y críticos. Me parece mucho más rico hacer colectivas entre autores y zonas de la literatura que no necesariamente se tocan y, por esto, en este libro junto a Peter Handke con Rodolfo Usigli para hacer un ejercicio un tanto intrépido de trazar paralelismos entre ellos, pues, aun siendo dos autores que no tienen nada que ver en cuanto a sus resultados literarios, tuvieron trayectorias, influencias y estímulos muy parecidos.

¿Introducir una figura como Karl Kraus junto a Dostoievski y Gógol responde a esta misma lógica?

Sí, desde luego. No hubo un cálculo ponderado de los autores que debían entrar, pero sí es cierto que es una reunión ecléctica. Falsea un escritor o un ensayista sus más profundos intereses si solamente atiende a cierto campo prestigiado del conocimiento, que es un campo cerrado. Yo he tratado de expresar con naturalidad mis entusiasmos, que atañen tanto a autores muy consagrados como autores más desconocidos o que pertenecen a la tradición mexicana, pero no han tenido éxito fuera de ella.

¿El riesgo del ensayista radica en incorporar aquello que no está previsto?

Exactamente y por esto te digo que más que pensar en un canon inamovible, yo pensaría en un horizonte en expansión: trataría de descubrir autores y ampliar el rasgo de nuestra curiosidad. Muchas veces el ensayista piensa que este ejercicio va en detrimento de su prestigio como ensayista, porque ya no está apelando a los valores garantizados, pero personalmente creo que es un trabajo de conectividad interesante.  

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