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Yo no soy Estiler. Necesito convencerlos de que no recuerdo nada que tenga que ver con un pasado con ese nombre. No me dejan tranquilo en la mazmorra. Yo me esfuerzo, les digo que no soy Estiler y pido ron. No han mencionado el bate de béisbol, pero dicen que estoy aquí por otra cosa, porque soy un gusano además de ser Estiler. Es un hueco mezquino como toda mazmorra. Sentado en un banco de hormigón me obligan a observar la reverberante acumulación de las horas bajo una luz artificial, sin darme ron. Las horas son un deslizamiento de babosas. De modo que se me hace imposible distinguir entre el día y la noche. Llevo aquí muchas lunas y muchos soles, le digo a mi guardián y trato en vano de sacarle algo. Yo estar confundido, le digo, tu tener aparato que marca las horas, y calendario y ron. Yo tener muchas perlas escondidas en el fondo del mar y poder dártelas a cambio de una fecha y un ron. Pero José Joaquín Dagoberto, mi guardián, no accede. Es buen chico este José. A veces tiene aspecto de perro San Bernardo, cuando no quiere hablar…, por eso le pido y le pido. Dame ron, José, o dile a tu gente de una vez por todas que yo no soy ese tal Estiler y que quiero un poco de ron. Es su trabajo. Me observa. Trae comida, sopa de legumbres y remolacha hervida, o harina de maíz seco y boniato casi crudo. Y agua. Pero yo quiero ron. Y además no soy Estiler. José Joaquín Dagoberto a veces entra y se pone a contarme sus cosas, me dice que su mujer ha engordado mucho de un tiempo a esta parte, y cuando lo dice infla sus mofletes para enriquecer con cierta plasticidad su mensaje, como para que no me quepa ninguna duda acerca de la gordura de su mujer. Está y no está con ella. No quiere estar. Esto me lo dice en voz muy baja, como si pudieran escucharnos. Me dice que entre él y su mujer de un tiempo a esta parte se ha interpuesto una gruesa capa de grasa, por eso ya no tiene deseos de…, usted me entiende, me dice. Pero su mujer piensa que él tiene otra mujer, una muchacha en flor, como suele decirse. Está apesadumbrado. Yo lo consuelo, pongo toda mi sabiduría a su servicio con la esperanza de hacerlo entender que no soy Estiler, y le pido ron. Él me escucha y sigue desgranando detalles, cuestiones adiposas difíciles de soportar, hasta que se da cuenta que se nos ha pasado el tiempo y mira su reloj. Se nos ha pasado el tiempo, me dice, hay que aprovecharlo. Y comienza a torturarme. A veces me arranca una uña, otras se limita a golpearme las dos orejas a la vez haciendo campanas con las palmas de las manos. Lo prefiero a él. El otro, el tenientico, es un pelmazo, cuando se pone egocéntrico empieza a gritar y mis gritos pasan a un segundo plano. José Joaquín Dagoberto no. Él me deja gritar, me trata con todo respeto, y en medio de la mazmorra resuena el axioma de que yo no soy Estiler. Y quiero ron. La otra vez se aparecieron como cuatro pelmazos y cuando traté de explicarles que yo no era Estiler me enseñaron mis documentos de identidad, mi acta de nacimiento, mis huellas digitales, mi fotografía de un tal Estiler, y un bate de béisbol con el que dicen que machaqué a unos turistas. Pero estoy seguro que no soy Estiler, y vuelvo a exigir algo de ron. O acaso piensan que porque uno está aquí encerrado se va a convertir en ese Estiler que tanto les interesa. Eso es muy difícil, les digo pero no los convenzo. Vuelven con eso de las pruebas irrefutables, de lo evidente y lo trascendente, el tenientico me explica que sustancia es igual a materia mas forma, con lo cual pretende convencerme de que mi sustancia actual se denomina Estiler, porque me parezco demasiado a Estiler (huellas y fotos de por medio), ni qué decir de mi materia, pura carne y hueso aglomerados, cómo es posible que lo niegue, me dicen, cómo es posible que pretenda ser Rigoberto o Juan de los Palotes o alguna otra sustancia antipática, si con poner de mi parte nadie será más Estiler que yo. Pero yo solo quiero algo de ron y dejar muy claro que no soy Estiler. Esta mañana (o esta tarde, o este mediodía) se aparece José Joaquín Dagoberto muy deprimido. Su gorda mujer le ha pedido el divorcio porque dice que está convencida de que él tiene una amante. Da pena verlo ahí sin ninguna compostura, largándole a uno todo aquello y dando la impresión que de un momento a otro va a chuparse hacia adentro. Asume un papel que no le corresponde, un papel higiénico con el que se ha limpiado su mujer, pues según dice, esa gorda mujer ahora pretende quitarle una gorda tajada de su flaco salario, necesita comer más cada día, huevos y manteca para freír y leche para desayunar y palomitas de maíz para ver la televisión. Y el desdichado José me cuenta cómo la otra noche su mujer le fue encima, belicosa, sudando todo el océano pacifico, quería…, ya usted sabe, me dice, pero no puedo, el miembro no me responde porque ella está muy gorda y suda. Luego me cuenta cómo su mujer montó en cólera, cabalgó en cólera por todo el vecindario, con su voz de antisirena, gritando que ya no lo soportaba más, y que si él tenía otra hembra ella también tenía su galán, Aurelio el carnicero. Pienso que es obvio. Pero el desdichado de José no me deja pensar, dice que está en serios problemas porque ahora todo el barrio sabe que su gorda mujer se revuelca con Aurelio el carnicero. Le digo, tranquilo José, da lo mismo que sea Aurelio el carnicero o Jacobo el goldfish, pero José no está de acuerdo. Me dice, con todo respeto, fíjese usted, ahora cuando yo regreso del trabajo, agotado, hecho un guiñapo humano, y abro la nevera, no encuentro por ningún lado el picadillo de soja ni la masa cárnica con forma de conejo ni el bistec de cáscara de toronja que por la cartilla de racionamiento me corresponde, entonces tengo que irme donde Aurelio el carnicero a reclamarle, y él me grita que me vaya al…, usted sabe, esos improperios indignos de un hombre de bien, y encima el muy Aurelio tiene la desfachatez de gritarme que se lo pida a mi mujer, que ella sí tiene un buen conejo blanco entre las piernas. Es una pena, pero no se me ocurre nada especifico, sino que comienzo a divagar sobre la identidad de las personas, le informo que hace mucho tiempo a un filosofo se le ocurrió decir que el gato que reposa junto a la ventana o el que cuelga en la punta de una caña de pescar hoy es el mismo gato que jugaba en el jardín el siglo pasado. José me preocupa, porque observa su reloj y comienza a poner cara de San Bernardo. Imagínese, le digo, imagínese un conejo y luego otro conejo, la conejidad permanece idéntica para ambos, así que usted no se preocupe por Aurelio el carnicero. Pero José es ontológicamente bruto y vuelve a mirar su reloj, luego argumenta con desgano que Aurelio es Aurelio y usted es usted. Eso mismo, le digo, yo no soy Estiler. Pero ya se nos acaba el tiempo y apenas le quedan unos instantes para clavarme unos alfileres debajo de las uñas. Un tiempo después (horas, días) entran el tenientico llamado Sotomayor y su séquito. Ya los veo venir con algo entre manos, otra vez mis documentos y una mujer que asegura haber sido mi vecina por más de doscientos años, y para demostrarlo habla de un tatuaje que oculto en la nalga izquierda. Es un colibrí, dice. Y el tenientico me revisa y le saca fotos a mi tatuaje con una polaroid y luego observa las fotos y la mujer vuelve a chillar que yo sí soy Estiler. Y aprovecho para exigir algo de ron, aunque no parece ser un buen momento porque el tenientico se pone como nervioso y mira a la mujer. De paso digo que mi tatuaje no es un colibrí sino un murciélago. Se retira parte del séquito, cualquiera puede darse cuenta que algo profundo están tramando, lo sé por el siseo pegajoso de las botas al alejarse, lo sé por esos ojos de luna que parecen mirarme sin verme, sin contemplaciones. Se van, y vienen un tiempo después, la mujer dice ese mismo es. Han traído un perro salchicha y la mujer chilla que es mi perro, que se llama Persifal y que tiene un testículo más grande que el otro. Es hidroplasmosis, dice, una enfermedad que contraen los perros por comer paja de arroz y agua con azúcar. La mujer sabe mucho, se muere por explicar que el testículo del perro que responde al alias de Perci irá creciendo paulatinamente hasta el pavimento, o hasta la hierba, según el caso. El caso es que el tenientico ahora se empeña en que ese es mi perro, porque el muy perro se me acerca impertinente, me lame y juega entre mis piernas. El tenientico considera esto como una prueba irrefutable y yo lo decepciono explicándole que muy bien podría ser el perro de ese señor Estiler, pero mío no es, porque… Basta, me dice. Y exijo algo de ron. Creo que el tenientico se va a volver loco y me da un poco de lástima, casi me animo a mentirle con tal de ver una sonrisa dibujada en la faz de aquel rostro sin boca. Es un rostro sin boca, con un orificio que parece abierto por una perforadora gigante, una especie de embudo por donde salen una retahíla de palabrotas que hacen que la mujer deje de chillar y se sonroje. Se llevan el perro, se llevan a la mujer y luego regresa el tenientico que se dedica a torturarme. Me desnuda y comienza a aplicar unos artefactos de acero inoxidable alrededor de mi mandíbula. No sé qué tiene que ver una cosa con la otra, pero no puedo gritar, está tan frío el acero y está tan incrustado a mis huesos que apenas logro pensar. Continúa muy preocupado el tenientico, qué duda cabe.
Necesito un plan de fuga. Entre una sesión y otra de interrogatorios he tenido la lucidez suficiente para mirar y asentir mientras José Joaquín Dagoberto me cuenta que la cosa se ha vuelto insostenible. Mirar y asentir, esa es la clave para dar con el plan de fuga, porque mientras hago ambas cosas José Joaquín Dagoberto cree que lo escucho, y yo lo oigo sin escuchar casi nada de lo que me dice, y mientras tanto voy pensando en cómo fugarme. El sendero hacia la fuga nunca es una línea recta, cualquier cosa puede darme la clave. A veces sonrío con solo imaginar la cara del tenientico cuando entre a mi celda y vea que, sencillamente, no me ve. Pero cuando sonrío José Joaquín Dagoberto se pone más San Bernardo que nunca porque intuye que no escucho, entonces para disimular llevo mi índice a la sien y le digo cosas como:
imagínese usted, o,
eso es inadmisible, o,
candela, o,
hay que tener paciencia…
No escucho que me dice que su mujer se pasea por el barrio meneando sus caderas que son anchas como latones de basura y gritando que ahora sí que tiene un macho, y que su macho es un carnicero que tiene un cuchillo negro para su conejo blanco. Imagínese, me dice José Joaquín Dagoberto, el otro día se puso a contarme cómo el degenerado la ponía bocabajo en la cama y luego le alzaba la pelvis y luego le subía la falda hasta taparle la cabeza y luego procedía a fornicar repetidas veces. Candela, le digo, pero me confundo y en lugar de llevar mi dedo a la sien lo meto en mi nariz y eso a José Joaquín Dagoberto parece no gustarle y recuerda que su deber, aquello por lo que le pagan un salario, es torturarme con el propósito de que confiese que soy Estiler. Yo no soy Estiler, le digo mientras me ata las manos a la argolla metálica que está sostenida por una gruesa cadena que atraviesa otra argolla que pende del techo. Y mientras digo que yo no soy Estiler, él me iza hasta que apenas los pies consiguen sostenerme, y procede a hacer su trabajo con una manguera negra con la cual me golpea los muslos una y otra vez, y mientras grito para que no se sienta frustrado y albergue alguna esperanza de que yo por fin reconozca que soy Estiler, voy pensando en mi plan de fuga, y también pienso que mi única estrategia para desarrollar la fuga es decir que no soy Estiler, lo cual además es totalmente cierto porque yo no me siento Estiler en absoluto. ¿Cómo sentirse Estiler cuando uno permanece en una mazmorra donde no se sabe si es de día o de noche? Una vez concluida la anchurosa sesión de manguerazos a la que José Joaquín Dagoberto tuvo a bien someterme, y mientras finjo retorcerme de dolor sobre el suelo rugoso, le doy algún consejo para afrontar la insostenible situación de su matrimonio. Para empezar, le digo, la situación no es insostenible, lo malo sería que tu gorda mujer tuviera una gruesa insatisfacción, pero al parecer está hasta cierto punto orgullosa de la manera en que su amante consuma en ella diversas cópulas. Entonces José Joaquín Dagoberto se lleva la mano al mentón poniéndose todo lo reflexivo que requiere el caso y me asegura que pensará en este punto, que quizá tengo algo de razón. Me dice que se siente como una sombra. Entonces ocurre: hay un momento, un intervalo en que nuestros ojos se detienen los unos dentro de los otros, y pienso en lo último que me ha dicho. Soy como una sombra. En este intervalo siento que somos lo mismo, que una sola circunstancia nos liga ahora y nos ligará para siempre, y ya estoy a punto de explicarle que además de que él y yo somos lo mismo yo no soy Estiler, qué otra prueba necesitas, estoy a punto de decirle. Pero en eso entra el tenientico seguido de una mujer que está vestida de verde olivo y tiene un trasero redondo y firme bajo su falda verde olivo, y tiene unas tetas minúsculas que casi no existen bajo su blusa verde olivo. Entonces recuerdo que días atrás José Joaquín Dagoberto me dijo que se había enamorado de su mujer gracias a sus voluminosos senos porque una novia sin tetas es lo mismo que un amigo. No estoy en absoluto de acuerdo con este punto de vista porque yo prefiero que las damas apenas tengan busto. Es hermoso un par de hombros firmes y un pecho apenas levantado y coronado en simétrica perfección por dos pezones rosados y vivarachos como animales acuáticos. Pero el tenientico no me deja regodearme en la mujer vestida de verde olivo, porque me señala con el dedo y le dice a ella que este es el gusano Estiler. O sea, yo soy el gusano. Y el tenientico dice sin dilación que yo niego ser lo que soy. O sea, yo niego ser Estiler. Y enseguida lo niego, les digo lentamente que yo no soy Estiler y que lo más adecuado sería traerme un poco de ron. ¿Ya ve?, dice el tenientico. Y a continuación me mira con unos ojos que parece que se han tragado dos hogueras gemelas para vomitarlas contra mi cara, y me dice señalando a la mujer que apenas tiene senos, que ella es la psicóloga. Ella es la psicóloga que ahora va a interrogarte, me dice. Y se va. Y la psicóloga me mira fijamente y me pregunta que cuál es mi nombre. Los ojos de la psicóloga son dos charcas de entrañable transparencia encerradas en anillos de dulzura. ¿Mi nombre?, le digo, mi nombre no tiene ninguna importancia, le digo zambulléndome en sus charcas de entrañable transparencia, mi nombre no tiene ninguna importancia porque si usted y yo no tuviéramos nombre podríamos enamorarnos como nadie jamás se ha enamorado en una mazmorra. Y bajo las charcas de entrañable transparencia de la psicóloga se dibuja una mueca de asco. La psicóloga insiste, cuál es tu nombre. Mi nombre es el nombre de quien se acaba de enamorar de tus ojos de cuarzo, le digo. Pero la psicóloga no me escucha. Es entonces que decido decírselo: Yo soy como una sombra. ¿Sí?, me responde, ¿y qué significa eso? Lo sabrán dentro de un tiempo, le digo. La psicóloga alza su cuerpo y me otorga su espalda de firmes redondeces, se va, se va tan lejos que no puedo escuchar su olor, ni oler su textura de mujer limpia, ni ver sus ojos de cuarzo que me han mirado sin verme.
En los días que siguen, entre un interrogatorio y otro, me concentro en interiorizar mi plan de fuga. Cuando se retiran el tenientico y su séquito, y cuando José Joaquín Dagoberto deja de asediarme con su repentino afantasmarse, me centro en el hecho estratégico de que no soy Estiler. Una semana, o acaso un largo día, es suficiente para pasar a la segunda etapa de mi plan de fuga. Me pego a la pared donde se sitúa la puerta metálica de mi celda. Abro bien las piernas, me estiro como si mi cabeza fuera a salírseme de la cabeza, y voy dando pasos. Mis pasos marcan una geografía precisa, absoluta. Primero a un lado, luego adelante, luego el otro pie. Yo no soy Estiler. ¿Quién soy? Soy una sombra, pero también soy un carcelero que se ha encerrado a vigilarse. Reo de mí mismo. Esta es la parte conceptual de mi plan de fuga. Para estar más seguro he puesto doble cerrojo, cadenas que una vez fueron lisas y ahora la cáscara garantiza la sequedad del posible movimiento. El movimiento se anuncia tímido y se esboza como el vuelo de un insecto, no ya una mosca capaz de dibujar la más rotunda de las filigranas, se trata de uno más pesado, condenado a su cuerpo escarabajo o algo como lastre. El movimiento no comienza, esa es mi labor, lo tengo atrapado al centro de cuatro paredes que sostienen un techo. Es un decir, los paredones contagian el musgo cuando el reposo se les unta. Con la decisión de vigilarme me voy haciendo celador. Reo de mí mismo. Y voy dilucidando los entresijos del alma de un carcelero. Necesito una historia de estas cárceles en la isla. En una pared lateral, según la moda impuesta por el abuelo del tenientico, se encarama una ventana del tamaño de una caja de fósforos rayada de barrotes que son un símbolo. Su borde inferior supera la estatura de un hombre promedio, así el reo (yo) sufre estirando sus vísceras hasta la hemorragia en busca de un trozo de mañana o del vuelo de una alondra. Son sólo antiguas concepciones de las que no hay que culpar al tenientico. Ni a José Joaquín Dagoberto que me cuenta historias. Me cuenta que en una ocasión un antepasado del tenientico enloqueció obsesionado por la idea de llenar de pájaros traidores la longitud de la vista de un condenado, de modo que tuvieron que enclaustrarlo en la torre principal, tan alta que desde allí la noche parecía un largo muerto soportando una luna recortada. Mi fruición por el destino del antepasado del tenientico evidencia mi inclinación natural hacia los reos. Otras concepciones más modernas esculpen profundos ventanales que intercambian el día con la noche, creando un juego de barajas en que el reo suele perder la razón. Ensayo. Todos los días ensayo la geometría de mis pasos. Parto siempre de la pared donde se sitúa la puerta metálica de mi celda. Y me concentro en que no soy Estiler. Soy mi sobra, y soy un carcelero que se ha encerrado a vigilarse. El tenientico ha ordenado el fusilamiento para cientos de reos durante su larga carrera. O la horca, ah, tan clásica. ¿No ven lo que digo? Casi me olvido de mi haber y comienzo a inmortalizar en blanco y negro a reos desconocidos que cuando fueron ahorcados colgaban secándose de la cintura para abajo. He visto, como celador, muchas ejecuciones de este tipo, el condenado orina manantiales que se filtran suavemente desde el entablado, la mayoría de las veces hace un surtidor en el remolino de las piernas. Porque los ahorcados no suelen morir limpiamente y con la tranquilidad digna del momento. Eso es una falacia inventada por los hacedores de imágenes, si no se quiebra la cervical —y aún así— viene un prolongado proceso de contorsiones y estertores verdinegros o violáceos o del color de la fiebre de la tundra. Esta breve digresión pretende ser un homenaje a los ejecutores, no tan olvidados como yo, pero universalmente echados al desprecio. Retomando el punto principal, con la constante gestión del tenientico las celdas de esta institución han ido quedando vacías y mi ojo puede perderse en continuo parpadeo. Mi método consiste, pues, en hacerme reo de mí mismo. Ya en este sitio (doble cerrojo para más seguridad) alimento la sospecha de que puedo escapar y no doy tregua a mi vigilia de celador profesional. Practico mi geometría de pasos. Uno, dos, tres. No puedo dar un paso que no forme parte de mi estricta geometría ensayada un día y otro. Ha llegado el momento de mi fuga. Se acerca el tenientico, sus botas resuenan en el pasillo como si un reloj se hubiera instalado firme dentro de mi cabeza. Toc toc. Su llave husmea en la cerradura, cruje como solo pueden crujir las llaves dentro de la cerradura. Como crujiría la corteza de un pan hecho de madera. Se abre la reja y mi celda está vacía, el tenientico nunca comprenderá que mi celda siempre ha estado vacía.
(La Habana, 1970) es escritor. Ha publicado más de una decena de libros. El proceso de Roberto Lanza (AdN, 2023) es el más reciente.