Algunas mañanas las ciudades amanecen de buen humor. Menos mal que no me he retirado en el campo todavía, me digo mientras me desembarazo del edredón de una patada. Las ciudades tienen muchos habitantes, y esos habitantes llevan una carga de azar consigo. Lo que más echaba de menos, me di cuenta la primera vez que me pasó, era encontrarme con alguien al girar una esquina. Cualquiera vale. No hace falta que la amistad sea muy fuerte, pero el saludo vivaz trae el mensaje de que el mundo se rehace a cada paso, de que los recodos ocultan posibilidades de todas las escalas. De tamaño y de Thelonious Monk. A saber lo que nos estamos perdiendo en la calle paralela. A mí misma, para empezar. Por eso paseo: para darme esquinazo.
Cuanto más insospechado el encuentro, mejor: qué alegre mensajero el paseante que ha salido de su barrio por unos recados en la tienda especializada, si sigue abierta. Es verdad que antes un encuentro casual podía desembocar en una cadena de aventuras. Lo bonito de una ciudad es salir del mercado a las diez de la mañana y volver dieciséis horas más tarde con la bolsa de patatas colgada del codo. Nunca podremos saber cuántas cosas le debemos al azar. Está en su naturaleza ese misterio. Me acuerdo de la Música nocturna de las calles de Madrid, que compuso Boccherini en Arenas de San Pedro, cuando echaba de menos noches como las que tampoco ahora pueden vivirse.
¿Se ha esfumado todo eso? Ya no se sale con despreocupación, ya no se puede aceptar un plan imprevisto, ya no se cruzan barrios con el pretexto de buscar una minucia que se puede comprar por internet. Estiro el edredón de cualquier modo y escribo a una amiga que está preparando una oposición. Deposita a la niña en la guardería y se salta la sesión de estudio matutina para esperarme sentada a una mesa de zinc, desde donde me saluda sonriente agitando la mano. Hace muchísimo que no nos vemos. Tiene delante un café hirviendo que le va a despellejar el paladar, pero hace una mañana espléndida y nos hemos sacudido las obligaciones. Bajo los árboles amarillos esa pequeña plaza podría ser cualquier plaza de cualquier ciudad de la mitad del mundo en que también es otoño. Qué sensación de amplitud. Y allí sentadas nos encontramos con algunos conocidos que pasaban.
La restitución del mundo, eso es lo que parece que indica el encuentro casual, las personas como palomas con una ramita de olivo. Es una ilusión la vuelta a lo de antes, pero por qué me llena de emoción reconocer a alguien que se acerca, con la mascarilla puesta, pero con la forma de andar y el aire general intactos. Esa emoción no es ilusoria. No tuve que hacer nada: salí de casa, me senté al sol y desde el final de la calle vi acercarse a gente amistosa que no había visto en meses, y en el breve intercambio de impresiones me di cuenta de lo importantes que son también las relaciones casuales, y cuánto fondo desconocido sacan de nosotros, y cómo nos propulsan.
La ración de soledad y concentración la recibo en la piscina. Está soviética. Han clausurado las taquillas y las duchas. Hay que llevarse la impedimenta dentro del recinto donde se nada y vigilar la trenka y el bolso mientras haces los largos. Busco en la piscina someterme a un ritmo nuevo o dejar salir el que lleve dentro. Como cuando durante el confinamiento de primavera traté de hacer durmiendo muchas horas, busco algo que he buscado mucho tiempo en los sueños. Adecuarme a un ritmo interno, propio pero desatendido.
Nado muy mal pero eso me gusta, me gusta estar en la primera fase de algo que haré cada vez mejor. Qué facilonas las metáforas de los deportes, pero siento que es así la vida ahora, no vemos mucho más que las vigas del techo que se desplazan lentamente mientras avanzamos agitando los pies, las teselas distorsionadas del fondo, una fase en la que estoy entrando y en la que siento que el mundo entra conmigo, que avanzamos en una bruma en la que no sabemos aún movernos. Nos puede ayudar la práctica del ritmo en cualquier actividad.
Salgo con el traje de baño empapado y cargada con el abrigo y el bolso rodeo la piscina siguiendo las flechas que han pegado en el suelo. Secarse el cloro directamente deja una sensación gomosa en la piel. La ropa se ajusta de manera rara. El pelo también lo tengo lleno de cloro. Pero luego cuando se me seca ha adquirido por su cuenta una disposición graciosa, y me recuerda a cuando tenía diecisiete años y volvíamos de la playa a las nueve y media de la noche cubiertas de salitre, y nos comíamos un bocata de sardinas y nos íbamos a los bares a hablar con cualquiera y a bailar y luego volvíamos cuando ya estaban cantando los pájaros, y desde que metía la llave en la puerta hasta que me acomodaba en la cama yo era sigilosa para que no se enterasen de a qué hora escandalosa había vuelto.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).