La única manera de exprimir lo fugitivo es desperdiciarlo. Las escaleras de piedra de la biblioteca, normalmente secas en este clima mesetario, estaban verdes, llenas de musgo, como en las ciudades cantábricas. Han bastado unos días de lluvia para eso. También entre los adoquines había crecido la yerba, salía disparada en todas direcciones, yerbajos de distintas longitudes en multitud de ejes como si en estas latitudes, por falta de costumbre, no les fuera posible ponerse de acuerdo en hasta dónde llegar. El modelo eran los prados recién segados con el mar al fondo. Los parterres que separan los senderos, normalmente ocres o marrones, también estaban verdes y tenían un aire aterciopelado, como lomos de gatos verdes de cuadros fauve. Tendidos sobre las colinas, si se viesen los gatos desde una avioneta formarían las manchas de la piel de un guepardo. Mientras señalamos los parterres decimos que la naturaleza tarda muy poco en recuperarse, que a esta escala es como cuando decimos que el cuerpo es muy agradecido y que basta con empezar a hacer un poco de ejercicio para notar sus efectos beneficiosos, y que aunque es también un cliché tiene algo enternecedor, como el olvido recurrente de la vuelta recurrente de la primavera.
Me dispongo a preparar un bacalao à brás cuando detecto, incrustada entre su carne de alabastro, una especie de arandela rojiza. No estoy segura de que sea anisakis y más bien estoy segura de que no lo es, porque no se parece a los gusanillos casi transparentes que he encontrado otras veces. Por su simetría y su perfecta redondez considero que es algo artificial, de fabricación humana, que se ha aposentado en el cuerpo del pobre pescadillo mientras este nadaba y hacía lo que podía en un mar contaminado. La simetría unida al mar, lo geométrico y lo abisal −esto lo pienso ahora− me acaban por provocar aversión y tiro el pedazo entero a la basura. Recuerdo las otras veces que en un arranque de asco he tirado otras cosas que estaba preparando, por ejemplo mejillones, y aparte de constatar el rango de variaciones que puede alcanzar la frescura de lo que comemos, detecto en mi modo de resolver deshacerme de todo eso un patrón, un patrón que si me concentrase un poco más podría reconocer también en mi comportamiento en otros ámbitos, como un hartazgo resuelto, un hartazgo que ha llegado a un tope, que me sirve para ver mi tope interno. Como efecto externo, la cena es una tortilla de patata.
El bacalao lo tiro y el pañuelo lo pierdo al salir de la biblioteca, en un lugar indeterminado entre las taquillas y la calle aledaña. Me doy cuenta cuando he recorrido más de un kilómetro y a esas alturas considero que no merece la pena volver inmediatamente a buscarlo. Si se me ha caído en la biblioteca me lo guardarán. Es un pañuelo grande, un chal que me encanta, que quizá se me haya deslizado al poner yo toda la atención en no resbalarme por el musgo de las escaleras y por el que preguntaré en la oficina de objetos perdidos, si es que hay una oficina de objetos perdidos, cosa que averiguaré el próximo día que vuelva. Me congratulo de no haber perdido cualquier otra cosa, como el ordenador, el abrigo, las gafas, la cartera, antes de recordar la suavidad del pañuelo, su raro color. Pero en todo caso lo que me llama la atención es haber perdido algo y haber tirado algo en el plazo de unos pocos días en los que me encontraba en un estado de ánimo particular. Como si el consciente y el inconsciente colaborasen para que yo me deshiciera de cosas en este preciso momento en que me siento despistada y algo melancólica, y no sé si es un síntoma que debería saber leer.
Leo que en algunos sitios, a los niños que no saben todavía hablar, les enseñan un lenguaje de signos para que puedan transmitir qué es lo que necesitan, lo que quieren, lo que les molesta. Tener sed se expresa con un cierto gesto, tener sueño con otro, etcétera. No consiste exactamente en que los adultos hayan aprendido a interpretar qué significa que su niño en concreto, y por extensión todos los bebés, se lleve los puños a los ojos, sino que a los niños se les enseña un código para comunicar sus necesidades básicas. Es como si aprendiesen un idioma, a la espera de que las cuerdas vocales estén maduras. Implica algo curioso: que los propios niños saben que no saben hablar. No sé si este lenguaje que se les enseña es un estándar internacional, y tampoco sé si esos niños, cuando crezcan y ya no les haga falta, recordarán ese idioma o si lo olvidarán como si fuese el del país donde vivieron sus primeros años.
Me acuerdo de algunas cosas que he tirado y perdido a lo largo de mi vida, que no son solo pescados y pañuelos, y me pregunto si conseguiré trascender este lenguaje de signos con que lo comunico ahora.