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“Toda palabra es un círculo, una flecha que vuelve sobre sí misma”, afirma uno de los poemas que componen De este lado del Mediterráneo, el primer libro de Tamara Kamenszain, publicado en 1973. En una entrevista, cuatro décadas después, la misma poetisa (que no poeta, ya veremos por qué) dijo: “Cuando digo ‘yo’ no estoy hablando de mí […] A ver cómo hago para contar esto y que a la vez no sea un diario íntimo o vomitar algo y que el yo se agigante”.
De algún modo, en esos conceptos se cifra una poética y, a la vez, una definición de lo que la poesía es, o incluso de lo que debiera ser. Un “yo” que no habla de sí mismo, pero a la vez siempre vuelve al origen, retorna donde comenzó. “Lo que empieza donde termina”, se titula otro de sus primeros poemas, que dice: “Para armar un libro hay que hacer / como las modistas que cosen / siempre del lado de adentro / y cuando dan vuelta la tela esas costuras / que ellas trabajaron confiadas / desaparecen para ver / un aceptable / lado de afuera”.
Once libros de poesía armó la poetisa, como una modista, a lo largo de su vida. Los primeros diez están reunidos en un volumen titulado La novela de la poesía. El undécimo es Chicas en tiempos suspendidos, escrito durante la pandemia y publicado hace poco más de un mes. “¿Y la enfermedad? / ¿Y la muerte? –se pregunta en sus páginas–. De estos asuntos ya hablé en otros libros / y no me queda nada más para decir”. Tamara Kamenszain murió el miércoles 28 de julio en Buenos Aires, la ciudad donde había nacido en 1947, donde residió la mayor parte de su vida y donde trabajó confiada para que fuera bastante más que aceptable su lado de afuera.
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Y también su lado de adentro. Así lo revela la congoja por su pérdida, expresada en estos días en las redes sociales. Kamenszain prestaba mucha atención a la escritura de las generaciones más jóvenes, y era muy querida. Además, había sido una de las fundadoras y docentes de la Licenciatura de Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes, la primera carrera universitaria con esa orientación en la Argentina.
Porque lo poético no quita lo académico, desde luego. Kamenszain publicó seis libros de ensayos, el último de los cuales –El libro de Tamar, de 2018– es tal vez el más difícil de definir, de clasificar, y por eso también quizás el que más perdurará. Parte de una anécdota real.
Un día de mediados de 2000, el escritor Héctor Libertella, quien había sido su marido durante veinticinco años (incluidos los cinco que vivieron en México, huidos de la última dictadura argentina), se acercó a la casa de ella –la que había sido la casa de ambos, donde criaron a sus dos hijos– y deslizó por debajo de la puerta un poema hecho de puros anagramas del nombre de ella: “Arma trama, Ama: ¡ara mar! / Ata rama…” Un nombre que, revela ella en el mismo libro, en su documento de identidad es Tamar, porque a mediados del siglo XX las leyes argentinas no permitían nombres que no figurasen en la Biblia o en el santoral católico.
Kamenszain esperaba un “te extraño”, un “volvamos”, un “estoy dispuesto a cambiar”, no aquellos juegos de palabras crípticos e incomprensibles. Guardó el papel en un cajón. Y lo reencontró quince años después, cuando Libertella llevaba casi una década muerto, y solo entonces se dio cuenta de que era posible “llegar a leerlo en clave amorosa”. Se podría decir que solo entonces lo entendió. Y eso dio lugar a un libro bello, que es una reflexión sobre el amor a la vez que una historia de amor, y de algún modo también el diario de viaje de una generación.
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También fue periodista, y –como Hemingway– veía en ese oficio “una verdadera escuela de escritura”. A comienzos de la década de 1970 trabajó en el mítico diario La Opinión. En una entrevista enfatizó que “el hecho de tener que pensar en un lector definido y no poder delirarse con cualquier libertinaje estético o gramatical, o el hecho de estar obligado a un poder de síntesis, son herramientas invalorables para después poner en práctica cuando uno escribe”.
Kamenszain ganó numerosos premios: desde el Konex de Platino hasta la Medalla de Honor Pablo Neruda en Chile y el Premio Lezama Lima en Cuba, desde el Premio Municipal de Ensayo, hasta la Beca Guggenheim, entre muchos otros. Y fue una adelantada cuando habló de “la sujeta” en un poema de 1986: “Se interna sigilosa la sujeta / en su revés, y una ficción fabrica / cuando se sueña”. “Tiene que ver con un lenguaje de época: estaba de moda el sujeto”, explicó décadas más tarde. Y añadió: “Era bien neobarroco por la torsión con la lengua”.
Escribir poesía siempre es experimentar con el lenguaje, trabajarlo, torcerlo, exprimirlo, doblarlo, aplastarlo y volver a ponerlo de pie. Pero a veces más. Eso fue lo que intentaron los neobarrocos, la corriente poética de la que Kamenszain formó parte en aquellos años setenta, junto a otros destacados nombres de su generación, como los de Osvaldo Lamborghini, Arturo Carrera y Néstor Perlongher. Neobarrocos que luego mutaron en neobarrosos, neoborrosos, etc. Ya se sabe cómo son las derivas de los movimientos poéticos. “La pelea de mi generación, de mi grupo, fue mostrar que el lenguaje opacado también puede decir cosas”, explicó ella. De eso se trataba.
En los últimos tiempos asumió el riesgo de reivindicar la palabra poetisa, caída en el ostracismo por el uso peyorativo que se hizo de ella durante largos años. En “Fin de la historia”, apropiado título para el último poema de su último libro, afirma y se pregunta: “La palabra femicidio / no la teníamos / la palabra muso / no la teníamos / la palabra vata / no la queremos. / Pero la palabra poetisa sí / aunque nos avergonzaba. / Yo no soy poetisa soy poeta / me dije una y mil veces a mí misma / a los 20 años […] Se me presentó / como milagrosa lengua muerta / y explotando de anacronismo inclusivo / la palabra poetisa […] ‘Las nuevas poetisas del siglo XXI’ / ¿Y las chicas de mi generación? / ¿Merecemos llamarnos poetisas? / ¿O esa alianza vieja-nueva nos deja afuera? […] No puedo saberlo / serán otras las que al dorso / de una foto del siglo XX / reconozcan nuestros nombres”.
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“Parece ser que lo que empieza como poesía / está destinado a terminar como novela”, apuntó también en su último libro, ella que nunca escribió una novela pero que pensó como La novela de la poesía a la suma de sus versos. Quizá la vida empieza como poesía y termina como novela. Pero no hay que olvidar que, en un sentido, empieza donde termina, porque la flecha vuelve sobre sí misma.
Kamenszain recordaba cómo, en su adolescencia, la poesía (los poemas “llorones de amor”) la consolaban cuando terminaba con algún noviecito. “Eso me hace pensar –añadía– que la poesía trabaja más con el objeto ausente que con la presencia. La gente en general suele acercarse a leer poesía cuando tiene que digerir alguna situación límite. Si no, le suelen huir y dicen que no la entienden. Lo mismo para quien escribe poesía: se dice que los mejores poemas suelen tener que ver con muertes cercanas, grandes pérdidas, como si uno encontrara en el reservorio del género algo más directo para decir. Ahí las metáforas caen, dejan de ser artificios y se pliegan a lo real”.
Ahora que debemos digerir la muerte de la poetisa, quizá sea la poesía la forma más apropiada de hacer el duelo. Escribirla, unos; leerla, otros. La poesía, ante ciertas tristezas, va siendo el único lugar de la casa donde todavía podemos buscar refugio.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.