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Seguimos creyendo en las brujas, y las seguimos matando

Nos gusta pensar que las brujas y la brujería solo tienen un par de días al año para hacerse presentes y que después de Halloween y Día de Muertos –o a lo que a ustedes les sirva de pretexto por estos días para disfrazarse, comer pan de muerto y beber–  las brujas vuelven al baúl de los mitos y la superchería. Ojalá fuera cierto.

El año pasado la fundación African Children’s Aid Education and Development rescató a un niño nigeriano de dos años abandonado a su suerte durante ocho meses porque su familia creía que era un brujo. Hace unos días, en ese mismo continente, el presidente keniano Uhuru Muigai Kenyatta logró ser reelecto después de dos polémicas y cuestionadas jornadas electorales. En su discurso de agradecimiento dijo: “Elegí cumplir con el fallo del Tribunal. Volví a nuestro pueblo y una vez más apelé a su voto. Aprovecho esta oportunidad para agradecer a todos los que asistieron a estas nuevas elecciones a pesar de la violenta intimidación y la brujería“. 

Ya en 2010 Gallup había advertido sobre lo muy extendida que estaba la creencia en la brujería en África subsahariana.

De este lado del océano las cosas no están mucho mejor. De nuevo, de acuerdo con Gallup (2005), 20% de los estadounidenses cree en las brujas. Es un porcentaje bajo… si lo comparamos con el 41% que cree en la experiencia extrasensorial y el 37% que cree en las casas embrujadas.

Y en México, hace unos años la Suprema Corte de Justicia de la Nación falló en contra de quienes lucran indebidamente con las preocupaciones, las supersticiones o la ignorancia de las personas, por medio de supuestas evocaciones de espíritus, adivinaciones, curaciones u otros procedimientos carentes de validez técnica o científica. Es decir: si eres bruja (y vendes tus malas artes) eres un fraude[1]. 

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Edward Miguel ha estudiado la relación entre pobreza y brujas. En “Poverty and witch killing” analiza la relación entre la variación de lluvias (sequías o inundaciones) en la Tanzania rural y la violencia contra las brujas (generalmente mujeres ancianas que son asesinadas por sus familiares) y descubre que las crisis climáticas extremas conducen a un mayor número de brujas muertas. De ahí que concluya que detrás del asesinato de las brujas hay una motivación económica: la muerte de la mujer anciana no controlará las lluvias, ni traerá una cosecha milagrosa, pero sí permitirá ciertos ahorros. 

En “Witchcraft, weather and economic growth in Renaissance Europe”, Emily Oster apunta hacia una conclusión similar a la de Miguel: “Incluso al tomar en consideración eventos y circunstancias de orden psicológico y cultural, la motivación que subyace en los juicios de brujería está estrechamente relacionada con las circunstancias económicas”.[2]

Las agobiantes estrecheces económicas, sumadas a una educación precaria o nula son circunstancias que abonan a la creencia en estas supercherías. Si solo se creyera en ellas no habría tanto problema, pero los escenarios se complican cuando esas creencias minan la confianza interpersonal y la confianza en las instituciones.     

¿Queríamos una nota de miedo acorde con la temporada? ¡Ahí la tenemos! La “cacería de brujas” no solo es una expresión coloquial: seguimos creyendo en ellas, y también las seguimos matando. 

 

[1] La Corte precisó que el precepto impugnado no penaliza la práctica espiritual o ideológica, sino el engaño fraudulento.

[2] Peter T. Leeson y Jacob W. Russ tiene una teoría económica distinta sobre el los juicios de brujas. Ellos afirman que estos juicios eran una competencia, no basada en los precios, por el mercado religioso entre la iglesia católica y la protestante. Aprovechando la creencia en la brujería, los abogados de las brujas promocionaban sus marcas confesionales para proteger a los ciudadanos de las manifestaciones mundanas de Satanás.

 

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