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Jóhann Jóhannsson: los músicos realmente nunca mueren

Me considero mucho más un cinéfilo que un melómano y, sin embargo, ninguna muerte de un actor o un director me ha calado tan hondo como la del compositor islandés Jóhann Jóhannsson, mejor conocido por haber compuesto el score de Sicario, Arrival y The Theory of Everything. ¿Por qué duelen así las muertes de nuestros músicos preferidos? Puede ser porque la música no está circunscrita a un espacio –la sala de cine, la pantalla–, ni requiere de toda nuestra atención para disfrutarla. Una película y un libro nos ayudan a escapar mientras que una canción suaviza la monotonía de la rutina: nos acompaña en el coche, mientras corremos, trabajamos y escribimos. Precisamente por eso –porque la música es, entre otras cosas, compañía–  los músicos y su obra se sienten tan cercanos a nosotros. Esto, claro, acarrea problemas. Cuando nació mi hija, por ejemplo, tuve que pedirle al anestesiólogo que apagara su iPhone cuando decidió poner un éxito de Bruno Mars como acompañamiento musical. No quería que cada vez que recordara el parto me viniera a la mente el estribillo en el que Mars le sugiere a una chica beberse unos shots de tequila Patrón. Supuse que, si el doctor no apagaba su teléfono, esa canción estaría ligada a la experiencia misma del nacimiento. Ese es el poder de la música: la capacidad de arraigarse a un momento, de volverse el soundtrack de nuestras vidas.

La música de Jóhannsson me ha acompañado por casi diez años, desde que descubrí su álbum Fordlandia. Inspirado en la fallida población establecida por Henry Ford a orillas del Amazonas a principios de la década de los treinta, el disco, que todavía compré en CD, se volvió la música de fondo con la que escribí mi primera novela. Al año siguiente, todavía en el proceso de terminar el libro, salió And in the Endless Pause There Came the Sound of Bees, cuya pieza inicial, titulada “Theme”, escuché tantas veces que sigue siendo la canción más escuchada en mi iTunes.

 

 

Fordlandia es un disco más épico que And in the Endless Pause…. Muchas de sus piezas –“How We Left Fordlandia” y sobre todo “Melodia (Guidelines for a Space Propulsion…)”– son un larguísimo y catártico crescendo, ideales para quien pretendía escribir algo que tuviera esas características. Para el final de la novela –sé perfectamente dónde estaba cuando redacté la primera versión de ese último párrafo– escuché esta canción, una y otra vez, durante una tarde entera. En mi opinión Jóhannsson no compuso nada más bello.

 

 

De esa forma, “Fordlandia” se convirtió en la música con la que yo recordaría dos momentos simultáneos pero distintos: la tarde en la que terminé de escribir el libro, sí, pero también los últimos pasos del protagonista de la novela. Jóhannsson no solo llegó a ser el soundtrack de mi vida sino de la vida de mis personajes. Hasta la fecha, si me atrevo a releer esas páginas juro que escucho los primeros acordes de “Fordlandia”, apareciendo después de ese largo silencio, como entre bruma.

Desde 2009 no ha habido un solo texto extenso que escriba sin escuchar a Jóhannsson. Con el tiempo, además, el compositor islandés me dio uno de los mayores regalos que nos puede dar un músico: al oírlo en Spotify y YouTube, y leer sobre su carrera, fui descubriendo compositores similares a él. Jóhannsson fue mi entrada a Peter Broderick, Max Richter, John Luther Adams, Slow Meadow y, mi favorito indiscutible, su compatriota Ólafur Arnalds, cuya música tiene una clarísima influencia de Jóhannsson, como Arnalds mismo tuiteó.

 

 

Me entusiasmó la llegada de Jóhannsson a Hollywood, quizás porque demostró que el compositor que yo tanto disfrutaba no era una especie de curiosidad prácticamente desconocida (así mi narcisismo). Su score para The Theory of Everything merecidamente le valió el Globo de Oro. Si bien es meloso y mucho más abiertamente romántico que sus proyectos personales, su música es el corazón de la película, logrando conmovernos incluso cuando lo que vemos en pantalla no está a la altura de sus composiciones.

 

 

Su música para Denis Villeneuve es muy distinta: más que competir con la fuerza de las imágenes, los soundtracks de Arrival y Sicario son un prodigio atmosférico. Ambos tienen la humildad de permitir que en primer plano esté la fotografía de Bradford Young y Roger Deakins, aunada a la expresividad visual de Villeneuve, un director que ya debería hacer una película muda. A diferencia de su música para The Theory of Everything, tan fácil de digerir, las piezas de Jóhannsson para Villeneuve realmente adquieren fuerza cuando las escuchamos dentro del contexto de las imágenes. Su colaboración con el director canadiense no llegó a la secuela de Blade Runner, cuyo soundtrack está compuesto por copias, más o menos burdas, que Hans Zimmer hizo de la música original de Vangelis. Jóhannsson podía trabajar para diversos géneros, pero no podía calcar el estilo de otro músico. Era único.

El lanzamiento de Orphée, su último proyecto personal, fue en 2016. En noviembre de ese mismo año fui a Nueva York de trabajo y mi visita coincidió con su gira internacional. Jóhannsson daría un concierto en la Concatedral de San José, en Brooklyn, la noche de un domingo, y hacia allá fui con dos amigos, los mismos con los que muchos años antes había viajado por Islandia y manejado por la isla mientras escuchábamos Fordlandia. El inicio del concierto no fue precisamente auspicioso. Jóhannsson había elegido como telonero a un personaje cuya música era una tortura tan evidente que, en cualquier otro concierto, hubiera ameritado mi huida. Tocó por una eternidad, hasta que Jóhannsson finalmente se apiadó de nosotros y salió entre aplausos. Apenas esbozó una sonrisa. Se colocó detrás de una consola a un costado del transepto y empezó a tocar, acompañado de algunos (¿cuatro?, ¿cinco?) músicos con instrumentos de cuerdas. Un proyector arrojaba imágenes misteriosas en los muros y el interior del domo de la iglesia: criaturas y animales borrosos, fragmentos de una viejísima película, titilaban, volvían a aparecer, se esfumaban. Nunca entendí qué tenían que ver con las composiciones de Jóhannsson y, francamente, no me importó. Aquello fue un trance de hora y media, en el que nadie se movió de su banca para acomodar las nalgas. El islandés tocó sus piezas favoritas de Orphée y cerró con “Fordlandia”. Admito que no me gustan los conciertos. Quizás por la carga autobiográfica que ya tenía su música, quizás porque no había otra manera de darle las gracias a mi compositor favorito, el concierto de Jóhannsson me conmovió muchísimo.

 

 

El sábado pasado entré a Twitter y vi que The Reykjavik Grapevine había tuiteado una entrevista con él. La mandé a mi correo para leerla en la noche, sin prestarle mayor atención. Horas después me enteré que había muerto, a los 48 años, en su departamento en Berlín. Escuché “Fordlandia”, “Theme”, “A Song for Europa”, no para acordarme de él –a quien nunca conocí– sino para recordarme a mí, a través de él, refractado en su música. Me vi esa tarde acabando de escribir el libro. Vi a mi personaje sentado frente a un volcán, porque ahí culmina su periplo. Me vi en esa iglesia, oyendo a aquel vikingo de expresión impasible, detrás de un teclado. Desde que murió no he parado de escucharlo. Probablemente no deje de escucharlo nunca. Él ya no está, pero su música sigue aquí, junto a mí, acompañándome.

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