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La crisis del Antropoceno como crisis de la humanidad

Los humanos –desde su aparición, hace unos siete millones de años, con los primeros homínidos hasta el Homo sapiens, hace unos doscientos mil años– metódicamente han acondicionado y sacado provecho del medio ambiente en el que evolucionaron. Primero por las actividades de extracción de los cazadores y recolectores que modificaron sus ecosistemas. Después vinieron transformaciones de mayor alcance, con las revoluciones del Neolítico. Con todo, estos cambios siempre fueron mutaciones reversibles que no afectaban de manera definitiva los ritmos evolutivos del planeta Tierra. Luego llegaron los cambios drásticos posteriores a la invención de la máquina de vapor (1784), cuyo corolario fue la revolución industrial; luego otros más drásticos, que se aceleraron considerablemente a partir de la década de 1950, por el extraordinario crecimiento económico y demográfico de distintos países del orbe. El producto industrial bruto creció de dos trillones de dólares en 1900 a 5.3 en 1950 y a 72 en 2013. La Tierra, que no pasaba de 968 millones de habitantes en 1800, llegó a sumar 1.6 mil millones en 1900, poco más de dos mil millones en 1930, 2.5 en 1950, cuatro en 1975, 6.1 en el año 2000. Ya llegan a 7.7 en 2019. Los cambios han sido de tal magnitud que, en el 2000, el químico neerlandés Paul Jozef Crutzen acuñó el término Antropoceno para designar esta nueva etapa sociohistórica en que “la influencia del hombre sobre la Tierra, los ecosistemas y la atmósfera ha adquirido dimensiones geológicas”.

((Michel Magny, Aux racines de l’Anthropocène. Une crise écologique reflet
d’une crise de l’homme [Las raíces del Antropoceno. Una crisis ecológica reflejo de una crisis de la humanidad], p. 7.
))

 Nos quedamos cortos al decir que el tema del Antropoceno figura como un “nuevo gran temor”.

((Véase Danilo Martuccelli, Les sociétés et l’impossible, París, Armand Colin, 2014.
))

En realidad, nos orilla a debatir sobre el porvenir de la humanidad, hoy que –incluso con más claridad que en los años posteriores a aquellos en que los estadounidenses arrojaron las bombas atómicas en Japón– tenemos presente que todos los humanos nos encontramos dentro de una interacción recíproca e inmediata: en concreto, las emisiones de gases de efecto invernadero tendrán repercusiones en un corto plazo sobre el conjunto de las condiciones de vida de toda la corteza terrestre.

La obra del paleoclimatólogo Michel Magny se ubica precisamente en el centro de este debate. Su libro resulta singularmente ambicioso. En cuatrocientas nutridas páginas explora de manera metódica “la historia del anthropos”, logra llevar sus reflexiones por el centro riguroso del análisis del Antropoceno como “crisis ecológica” y termina con una amplia reflexión sobre el Antropoceno en tanto “crisis de la humanidad”.

Vale la pena, en particular, retener sus primeras reflexiones sobre “la emergencia de los seres humanos como sociedad” y sobre la “revolución social, económica y política”; una invitación a releer con nuevos ojos
a ese pensador inclasificable llamado Charles Darwin, así como a otros antropólogos preocupados por lo político, como Marshall Sahlins, Pierre Clastres o Alain Testart. Magny nos invita a deshacernos de visiones lineales y dirigidas de la evolución. Nos recuerda que la teoría de la evolución que Darwin concibió es más sutil que la de Spencer –a saber, la competencia necesaria por la supervivencia, donde triunfan los más aptos, concebida a partir de aquella–. Darwin, por el contrario, hace hincapié en el hecho de que la competencia que lleva a la evolución “valora los componentes altruistas y las actitudes sociales”. Respecto al primer punto, Magny recuerda que si bien es cierto que las sociedades de cazadores recolectores del Paleolítico tuvieron, en ocasiones, algunas formas de división del trabajo, en su gran mayoría fueron sociedades sin divisiones y, encima, sociedades de abundancia. Por último, subraya –según se sabe– que las representaciones propias de esas sociedades dan cuenta de una conexión en la que el hombre no se concibe desasociado de la naturaleza, sino situado en una suerte de horizontalidad con las especies animales. Además, demuestra que, durante las revoluciones neolíticas, la invención de la agricultura y la domesticación animal

((Con excepción de la domesticación del perro, como lo han demostrado distintos historiadores de la prehistoria, que es mucho más antigua, véase Ádám Miklósi, Dog behavior, evolution, and cognition, 2ª ed., s. l., Oxford University Press, 2015.
))

no son interpretables en términos de progresos materiales. Se trata de algo más complejo, en especial si tomamos en cuenta la aparición de las divisiones sociales y de formas de violencia guerrera –hasta entonces desconocidas–, pero también de los nuevos tipos de enfermedades debidos a los cambios en la alimentación y a una nueva convivencia con los animales domésticos. Esto no significa que el discurso de Magny sea neotradicionalista o una filosofía new age que pretenda idealizar las sociedades tradicionales o el estado salvaje, para imponer normas de conducta tanto en lo social como en nuestra relación con la ecúmene; antes bien, véase en su discurso solamente la voluntad de comprender y describir con rigor lo que ha sido la historia del género humano.

Los seis capítulos dedicados al Antropoceno en tanto que “crisis de la naturaleza” inspiran respeto por su capacidad de síntesis reflexiva de información proveniente de la biología, la química, la geología y la física, sí, pero también de las ciencias humanas. Magny lanza diagnósticos, difíciles de contradecir, sobre el calentamiento global, la demografía mundial, la sexta extinción de especies, la antropización de la Tierra, la contaminación, etc. Diagnósticos que merecen ser tomados en cuenta para toda deliberación política concerniente al futuro del planeta. Debemos comprender que también nos encontramos en una situación de “forzamiento” del clima que no es el resultado, como antes, de las “interacciones de elementos externos (Sol, órbita terrestre) e internos (deriva de los continentes, circulación atmosférica y oceánica) o de elementos pertenecientes a la geósfera (formación de sistemas montañosos, erupciones volcánicas)”, sino de la mera actividad antrópica. El uso sistemático y masivo de energías fósiles está conduciendo a un calentamiento anormal, irreversible; a menos que se reduzcan drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero, no se evitará el calentamiento del mundo. Al mismo tiempo, la multiplicación del número de habitantes lleva a un sobreconsumo de los recursos naturales, en especial en beneficio de los habitantes de los países desarrollados, así como de los más ricos de los países del sur global. Por si fuera poco, estamos siendo testigos de una sexta extinción de especies que tiene “efectos en cascada” a expensas de una biodiversidad que se empobrece; un empobrecimiento que podría tener como consecuencia el deterioro de los ecosistemas explotados directamente por los seres humanos. Enfrentamos de igual manera la posibilidad del desequilibrio del funcionamiento de los ecosistemas terrestres, esto en escenarios evolutivos no lineales, en los que “un cambio de poca amplitud, aunado a una serie de modificaciones, puede contribuir a modificar bruscamente y de forma irreversible el estado de todo el sistema”. Es decir, sin una reorientación fuerte y drástica del uso de la superficie terrestre, estaríamos en el umbral de evoluciones que tornarán imposible nuestra manera de vivir en el planeta, ya sea por la elevación de los océanos, la rarefacción de las aguas dulces, el calentamiento climático o la disminución de los recursos relacionados con la biodiversidad.

Magny ofrece, para terminar, una consideración del panorama de la historia del Antropoceno y de la historia de la humanidad. En un mundo en que la acción antrópica se ha convertido en un factor que actúa decisivamente sobre la evolución del clima y del planeta, ¿cuáles han sido los contextos sociopolíticos propios de la urgencia práctica que ahora nos conmociona? Toda la fuerza de su argumento se sitúa no solo en el interés que tiene en las interacciones sistemáticas entre los humanos y su entorno, y en el trastorno que representa desde este punto de vista la entrada a la era del Antropoceno, sino también en las percepciones que los humanos han tenido del medio ambiente y en la valoración de sus acciones en el seno del mismo. Magny distingue dos etapas de este trastorno: la primera tiene lugar con el advenimiento del Neolítico. “Las afinidades y la horizontalidad que las cosmogonías del Paleolítico habían construido entre los humanos y otros seres vivos se difumina, mientras se impone un mundo divino de inspiración antropomórfica en que los seres humanos se encuentran por debajo de los dioses. Esta verticalización de las cosmogonías no solo autoriza la dominación del ser humano sobre otros seres vivientes, sino que también prepara la dominación de la sociedad por una élite que, sirviéndose de una manipulación del imaginario, va a constituirse como el único intermediario entre el mundo de los hombres y el de los dioses, cuando no logre constituirse ella misma como perteneciente al mundo de los dioses, a la imagen del faraón de Egipto.”

((Michel Magny, op. cit., p. 236.
))

La segunda está ligada con el surgimiento y desarrollo de la modernidad y el capitalismo, cuyos primeros efectos fueron una consolidación de la verticalidad en las relaciones entre los hombres y la naturaleza tal y como los instituye el cartesianismo.

((Ibid., p. 237.
))

Su discurso vuelve relativas las tesis que sostienen que la era del Antropoceno es, sobre todo, un Capitaloceno. La posibilidad de una ruptura del equilibro es, de hecho, mucho anterior, como lo demuestra el geólogo australiano Stephen Foley. Este último considera la existencia de un Paleoantropoceno, que va del Paleolítico superior a los primeros momentos del Neolítico hasta las eras de bronce y de hierro. La aparición de la especie Homo, y luego del Homo sapiens, se tradujo en “impactos antrópicos más reducidos en amplitud y limitados a menudo a una escala regional. Sin embargo, la extensión de estos impactos, por estar ligada al aumento progresivo de la población humana, a los progresos técnicos, a los cambios de modos de subsistencia, prepara inexorablemente el advenimiento del Antropoceno”. Acaso sería necesario relacionar la influencia de las cosmogonías horizontales del Paleolítico en las prácticas para con la naturaleza, como lo propone Magny en otra parte, pues precisamente las sociedades de cazadores recolectores fueron las que causaron la desaparición, entre los -50,000 y los -7,000 años, la megafauna del Cuaternario. Sin duda, también es posible preguntarse por la manera en que estas “cosmologías horizontales” limitaron la aparición de la división social y la creación de lo que Lewis Mumford llamó la “megamáquina”, es decir, la capacidad de las élites dirigentes de las sociedades arcaicas para movilizar inmensas masas de fuerza de trabajo para las grandes tareas. Como lo señaló Marcel Gauchet, “el Estado es el nuevo rostro de una separación que ya mermaba la sociedad”,

((Marcel Gauchet, “La dette du sens et les racines de l’État. Politique de la religión primitive”, Libre, núm. 2, 1977, citado en La condition politique, París, Tel, Gallimard, 2005, pp. 46-47.
))

la escisión radical entre los dioses o los héroes culturales fundadores del orden social para con los hombres. En el derrocamiento del dispositivo religioso que mantiene lejos de los humanos el proceso de institución de una sociedad, nace la posibilidad lógica de instituir el poder del Estado y, más ampliamente, la división social. Nótese, por lo demás, que esta impronta de lo social sobre lo religioso permitió el movimiento inverso, como pueden dar prueba de ello los diferentes ejemplos de colapso de sociedad divididas, especialmente las sociedades clásicas de Mesoamérica; experiencias que convendría analizar no solo en la línea de la crisis ecológica, como lo hizo Jared Diamond, 

((Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed: Revised, Penguin, 2011.
))

sino también en la línea de los cambios sociopolíticos.

No sin antes haber establecido un enorme matiz, a saber, la existencia del “paleoantropoceno”, Michel Magny, sin dejar nunca de tomar en cuenta la existencia del Paleoantropoceno, no deja de lado aquellas tesis que postulan un vínculo orgánico entre el desarrollo del Antropoceno y la modernidad occidental, cuyas características serían las siguientes: el desarrollo del racionalismo tecnocientífico; una modernidad política marcada por “la hipocresía de una filosofía de los derechos del hombre que se olvida de reconocer los derechos del ciudadano” y que convierte al ser humano en “un individuo aislado”;

((Ibid., p. 238.
))

la emergencia de un capitalismo amplia y largamente dependiente de los intercambios desiguales con el mundo colonial y, después, con los países del sur global, que se ha reorganizado tras la disolución del mundo soviético, y la conversión de China, en 1978, al liberalismo económico.

En este punto, sobre todo, conviene hacer puntualizaciones a dichas tesis para delimitar mejor los vínculos –que Magny invita a destacar– entre los regímenes de historicidad, las formas políticas y los modos de producción. La primera tiene que ver con la caracterización de la modernidad y con el lugar preponderante que tuvo la fe en el progreso técnico y científico. La segunda, con la naturaleza de los regímenes políticos que hicieron suya dicha concepción del progreso.

Nadie duda de que toda una parte de la historia de Occidente esté marcada por el desarrollo del capitalismo industrial, y que sus críticos –con Marx a la cabeza– han compartido la misma fe en una técnica no solo “neutra”, sino positiva, retomando los términos de Castoriadis.

((Consúltense sus destacadas reflexiones en su estudio “Técnica” en Les carrefours du labyrinthe, París, Seuil, 1978.
))

La cuestión del socialismo no fue, para la mayoría de sus militantes (socialdemócratas o comunistas del XIX al XXI), reorientar de cabo a rabo la actividad productiva y reflexionar sobre la noción de las necesidades, sino retomar el control de esta en provecho de la colectividad. Por lo tanto, ¿acaso la democracia, entendida como forma política de la sociedad, solo habría tenido un papel secundario en la innegable empresa social del capitalismo? Como dijo Lefort, la historia de la modernidad política también fue la del advenimiento de principios democrático-liberales, en el que los derechos humanos fueron pensados y reivindicados en tanto “condición necesaria, aunque no suficiente, de un mundo habitable para todos”. No solo el poder se pensó como un “lugar vacío” que nadie podía apropiarse, sino que además lo político fue teñido por una desincorporación de los polos del poder y del conocimiento, que fueron el fundamento de un nuevo tipo de interrogación colectiva sobre la naturaleza del orden social. Y es precisamente en este contexto político, y debido a él, que han surgido interrogantes sobre nuestra relación con la naturaleza y la técnica; Magny cita algunos casos: las interrogantes de Charles-François Tiphaigne de la Roche sobre la decadencia de la pesca, en un ensayo publicado en 1760,

((Michel Magny, op. cit., p. 150.
))

 y ya en el siglo XIX las de Charles Fourier, a las que podríamos agregar incluso las de Élisée Reclus y Kropotkin. A ellos habría que agregar a otros pensadores del siglo XX, como Lewis Mumford, Georges Friedmann, Jacques Ellul, Iván Illich, Murray Bookchin o Gabriel Zaid, y claro, las de un filósofo como Heidegger. Solo queda por señalar hasta qué punto, en la década de 1970, los primeros movimientos ecológicos se alimentaron de este imaginario democrático y de esta aspiración a cuestionar, más allá de cualquier clase de ideas preconcebidas, el orden mundial. Por lo que resulta imposible encaminar nuevamente, como parece hacerlo a ratos Michel Magny, nuestra modernidad política a una ausencia de dominio sobre la economía.

Otra puntualización que conviene agregar a esta correlación entre Antropoceno y capitalismo es la propia de los cambios drásticos de la escena política mundial después de la década de 1920 y la descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial. Si, en los albores del Antropoceno, el motor de los nuevos usos de los ecosistemas fue el capitalismo que coexistió con monarquías parlamentarias y repúblicas democrático-liberales, a partir de 1917 nace, con la Revolución bolchevique y la edificación del totalitarismo soviético, otro actor –y no uno menor– que retoma, con el mismo estilo, la relación del capitalismo con la ecúmene. En paralelo, surgen los primeros regímenes modernizadores, militantes de revoluciones de Estado, en eso que todavía no se llamaba el tercer mundo (tanto en Turquía como en América Latina) y que actúan de manera semejante. La década de 1950, momento de entrada plena en el Antropoceno, presencia una multiplicación no solo de los regímenes totalitarios comunistas, en Europa del Este, China y Cuba, sino de regímenes militares y burocráticos en un buen número de los nuevos Estados independientes de Asia y África, y también en las monarquías petroleras islámicas. Es decir que esta relación tan particular con el planeta y los recursos nacida en Occidente habría de adoptarse en una multitud de regímenes. Unos, de inspiración comunista, se contraponen directamente al mundo democrático-liberal y capitalista. Otros, los del tercer mundo y sus élites no pueden reducirse al papel de vasallos de Occidente. Mejor aún, en el transcurso del siglo XXI, China, un régimen totalitario, es junto con Estados Unidos la campeona de la explotación de los recursos del planeta.

Si bien es cierto que la última parte de la investigación de Michel Magny puede mejorarse, su libro no deja de ser un estímulo decisivo para reflexionar con nuevos bríos sobre el tema del Antropoceno. ~

Traducción del francés de Alejandro Merlín.

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