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La insondable versatilidad de Ian Holm

¿Quién hubiera pensado que la metáfora más precisa del 2020 sería una película sobre un alienígena que aniquila a la tripulación de una nave espacial en un futuro distante? Alien (Ridley Scott, 1979) presentó en sociedad a la epónima criatura cuyo embrión se gesta dentro del cuerpo humano, para luego matarlo durante su explosivo alumbramiento y crecer a pasos agigantados, matando sistemáticamente a quienes encuentra a su paso.

Los paralelos con el 2020 son evidentes: la tripulación del Nostromo está encerrada en la nave mientras el bicho acaba con ellos (y todo se complica cuando un par de personajes se niegan a acatar una cuarentena). Pero Alien no solo embona con el mundo actual por ese motivo. A lo largo de la saga, Weyland-Yutani, la empresa que envía al Nostromo a obtener al alienígena, le da mucha mayor importancia a la posible ganancia económica que puede obtener con el alien que a las vidas que debe sacrificar para hacerse con la criatura. Las prioridades de Weyland-Yutani no están lejos de las de algunos gobiernos durante la pandemia, dispuestos a reabrir la economía aunque el virus acabe con miles de vidas.

El alien es una criatura a la que solo le interesa su propagación y supervivencia: no tiene voz, ni siquiera tiene ojos. El bicho necesitaba alguien que hablara por él. “I admire its purity”, dice Ash, el androide interpretado por Ian Holm. “A survivor, unclouded by conscience, remorse, or delusions of morality”.

Ese intercambio no solo describe la letalidad de la criatura sino el hecho de que, en la saga, las empresas dirigidas por seres humanos son incluso más despiadadas que el propio animal. Ash está describiendo al xenomorfo, pero también se está describiendo (¿quizás elogiando?) a sí mismo, e incluso a la corporación que lo fabricó y lo puso en el  Nostromo. Es la escena más escalofriante de la película, más aún que la del repulsivo nacimiento del alien.

Si funciona es gracias a Holm, un actor cuya versatilidad rebasaba la destreza camaleónica de intérpretes más populares como Daniel Day-Lewis. La versatilidad, en mi opinión, es una característica que tiende a sobrevalorarse cuando se habla de calibre actoral. Llevada al extremo, esta idea perniciosa explica por qué actores sutiles como Ewan McGregor tienen menos premios que Johnny Depp, un cuate que se disfrazó de pirata y prácticamente se volvió incapaz de interpretar a un ser humano común y corriente.

Lo que hizo a Holm un actor de veras versátil fue su capacidad para abordar registros de una diversidad asombrosa, tanto en películas como en obras de teatro. Sus transformaciones rara vez necesitaban de elaborados maquillajes o disfraces. Sin embargo, es casi imposible creer que Ash, Phillippe D’Arnot, Bilbo Baggins, Mitchell Stephens y el rey Lear tienen al mismo actor detrás. El primero es siniestro y calculador; D’Arnot es rígido pero dulce; Bilbo es ambiguo, melancólico y egoísta; Stephens es un cúmulo de tortura soterrada; y el rey Lear es todo eso mezclado en un crisol.

Sus actuaciones podrían ser cátedras de contención. Para prueba basta este monólogo en The sweet hereafter. Imaginen cómo lo daría un actor más ávido de aplausos y premios. Y después estudien las decisiones de Holm, los momentos en los que su propio recuerdo lo sorprende y cómo elige transmitir ese asombro, sin una sola lágrima o gesto melodramático de por medio. El clip se ve borroso, pero no importa. Con escucharlo es suficiente:

Sus interpretaciones podían irse al otro extremo, pero siempre matizadas con pinceladas tenues. El ejemplo más conocido de esta habilidad es Bilbo Baggins. Hace poco volví a ver The Fellowship of the Ring: las escenas entre Holm e Ian McKellen fueron lo que más disfruté. Aunque los dos histriones le dan vida a un personaje medio caricaturesco, también filtran inflexiones, miradas y gestos que revisten de complejidad sus intercambios. Vean, por ejemplo, el lamento del hobbit cuando reconoce cuánto lo quiere y admira Frodo. Uno imagina que Holm nos podría haber entregado ese diálogo de cien formas distintas. La manera en la que lo expresa es inesperada. Quizás incluso contradice al guion. No importa. De repente, Bilbo es real. Tiene un pasado, remordimientos y, sobre todo, secretos. Pocos como Holm para sugerir entresijos. Sus diálogos, a menudo, no revelan. A veces ocultan, ya sea que esté en la Tierra Media, en una nave espacial o en el pasado remoto de la Gran Bretaña del rey Lear. Ian Holm fue un actor incapaz de la obviedad. Y eso, al final, es aún más admirable que su versatilidad.

 

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