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Berwick 2020, cine de vanguardia para las pantallas digitales

La pandemia sigue y la crisis en la industria cinematográfica todavía no toca fondo. A los anuncios apocalípticos sobre los cierres de salas en Europa o Estados Unidos hay que sumar las constantes posposiciones de los estrenos hollywoodenses que, teóricamente, iban a provocar la recuperación de las audiencias globales. No sucedió con Tenet y los grandes estudios entendieron el mensaje: todos los hipotéticos blockbusters del 2020 se reprogramaron para el año que entra, empezando en la primavera, aunque, por supuesto, esto va a depender de que para entonces haya una vacuna efectiva disponible

Inesperadamente, en medio de la crisis otro cine que siempre ha estado en los márgenes ha tenido oportunidad de emerger para todo aquel cinéfilo dispuesto a transitar por rumbos distintos. Ya escribí hace varios meses sobre LongShots, un festival de documentales disponible en línea y de manera gratuita organizado por la BBC. Luego, hace unos días terminó una versión limitada de Le Giornate del Cinema Muto que cada año se organiza en Pordenone, Italia, y que esta vez se abrió en línea para todo aquel cinéfilo de cualquier parte del mundo que pudiera pagar 10 euros por un programa semanal de cine silente, con obras restauradas de G. W. Pabst, Cecil B. DeMille o Laurey y Hardy antes de que se convirtieran en la mejor pareja cómica de la historia del cine. Finalmente, tenemos el Berwick Film and Media Arts Festival, organizado en Berwick-upon-Tweed, una pequeña ciudad de 12 mil habitantes ubicada en la costa norte de Inglaterra, en la frontera con Escocia. Berwick 2020 se abrió completamente en línea durante casi un mes –del 17 de septiembre al pasado 11 de octubre–, invitó a todo aquel crítico de cine que quiso acreditarse a distancia y puso a disposición del público de todo el mundo un pase cuyo costo fue de 7.50 euros, con el cual se pudo ver, sin excepción alguna, toda la programación.

Por supuesto, no se me escapa que estos tres ejemplos –LongShots, Pordenone y Berwick– dependen para su sostenimiento del patrocinio de instituciones culturales, públicas y/o privadas, pues pagar 10 euros para ver, digamos, una película impecablemente restaurada, protagonizada por Stan Laurel, no cubre ni el costo de los intertítulos. De cualquier forma, el buen cine resiste y persiste, como pudo constatar cualquiera que se haya dado la vuelta virtual por los festivales en línea mencionados. En el caso de Berwick 2020 la sorpresa, en lo personal, fue mayúscula. Se trata de un notable festival de nicho que apuesta por un cine arriesgado y de vanguardia, plural tanto en sus alcances geográficos –lo mismo podía verse una cinta marroquí que una brasileña o una alemana–, como temáticos –igual se pudo tener acceso a documentales de corte político que a filmes experimentales no narrativos. La mejor muestra del ecumenismo de los programadores de Berwick está en la competencia oficial de largometrajes, conformada por cinco filmes cuya duración fluctúa entre los 60 minutos (N.P., Spiliart, 2020) y las tres horas y media (El año del descubrimiento, López Carrasco, 2020); entre la apropiación de narrativas más o menos tradicionales (This is not a burial, It’s a resurrection, Mosese, 2019 y Desterro, Escobar, 2020) y la experimentación formal más arriesgada posible (maɬni: towards the ocean, towards the shore, Hopinka, 2020).

En el caso de This is not a burial, it’s a resurrection, segundo largometraje del nativo de Lesoto Lemohang Jeremiah Mosese –y que pudo verse hace unos días en México, en el Festival de Guanajuato, donde ganó una mención especial–, estamos ante la meritoria transposición de cierta historia clásica –la anciana del pueblo que se resiste a abandonar el lugar en el que nació y en donde yacen sus muertos, como en la obra mayor hollywoodense Río salvaje (Kazan, 1960)– contada ahora en los míticos e inevitablemente exóticos paisajes africanos. En cuanto a Desterro (Brasil-Argentina-Portugal, 2020), segundo largometraje de Maria Clara Escobar, la joven cineasta debutante en la ficción abreva de una tradición fílmica muy diferente, que proviene del cine europeo desdramatizado de los años 60/70. En esta película, dividida en tres actos colocados en desorden cronológico –1, 3 y 2, respectivamente– empezamos a ver la vida cotidiana de una pareja (Carla Kinzo y Otto Jr.) que ha vivido varios años sin casarse, por más que ya tiene un niño pequeño. En el primer segmento somos testigos de una vida perfectamente rutinaria y repetitiva –ecos del clásico Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Akerman, 1975)– que se derrumba por completo en la segunda parte, cuando uno de los personajes desaparece de forma abrupta. En el tercer segmento somos testigos de cómo sucedió esa desaparición, sin que haya una relación clara causa-efecto con lo que hemos visto. La dislocación temporal es solo una de las estrategias que usa Escobar para subrayar la precariedad del orden existente y la dificultad de las relaciones humanas. En la última parte una sucesión de monólogos femeninos/feministas nos da ciertas claves no para ofrecernos respuestas sino, más bien, reflexión.

Sin embargo, la sorpresa del festival –y, agregaría yo, de este 2020 de nuestro descontento– fue El año del descubrimiento (España-Suiza, 2020), documental de 200 minutos de duración de Luis López Carrasco que, por cierto, se pudo ver en México hace unos días en el Festival Black Canvas 2020. Ganador ya de varios reconocimientos –Mejor Película en Cinéma du Reel 2020 y en Tesalónica 2020, Premio Especial del Jurado en Jeonju 2020–, El año del descubrimiento es un inabarcable monumento histórico-documental que, a pesar de su radical regionalismo, termina por apelar a cualquier ciudadano del mundo.

El año del título fue, por supuesto, 1992, cuando se conmemoraron los 500 años del descubrimiento de América, se organizaron los Juegos Olímpicos en Barcelona y se inauguró la Expo Sevilla para presumir a todo el planeta que España ya formaba parte del primer mundo. Sin embargo, hacia el sureste español, en la ciudad costera murciana de Cartagena, empezaban a asomarse los signos de que todo lo que estábamos viendo ahí –y en otras partes del mundo– era un atractivo espectáculo de espejitos y humo. El tan cacareado fin de la historia y el triunfo –¿definitivo?– del liberalismo provocaba el nacimiento de otro tipo de monstruos sociales que iban a aparecer en ese mismo “año del descubrimiento” y que mostrarían su cara en Cartagena, movilizaciones multitudinarias y quema del parlamento incluidas.

Dividido en tres episodios y un epílogo, titulados tras ciertas frases claves de las innumerables e interminables cabezas parlantes que pueblan la pantalla dividida del documental (“Aunque no lo recuerde, sí que lo he vivido”, “Y el mundo te come a ti”, “Quemar un parlamento”), El año del descubrimiento es el filme más lúcido y, a la vez, más desazonante que he visto en mucho tiempo. Los recuerdos de la gente que vivió y sufrió ese malhadado 1992 –la reconversión industrial que provocó el cierre de empresas con el consiguiente desempleo masivo– se alternan con los testimonios de los jóvenes de hoy, que ven un futuro desesperanzador, sin posibilidad alguna de estabilidad laboral, ya no se diga emocional o existencial. Si el sueño de la razón producía monstruos en el siglo XIX, la ejecución fría del racionalismo económico fabrica monstruos aun más grandes e invencibles en el siglo XXI.

López Carrasco, de la mano de su editor Sergio Jiménez, lleva a cabo una meticulosa deconstrucción de la implacable lógica del capitalismo global que se aplicó en esa asolada Cartagena que no es ahora ni la sombra de lo que fue. Las voces de obreros, sindicalistas, policías retirados, nostálgicos del franquismo –y sus descendientes, hijos y nietos– se superponen, se complementan y hasta se contraponen, en una fascinante danza de recuerdos, confesiones y testimonios profundamente personales y, al mismo tiempo, universales. Hacia el final, la voz que se impone es la de un veterano sindicalista de apellido Ibarra que, sin pelos en la lengua, señala los límites en los que está contenida la lucha sindical en estos tiempos.

Ibarra señala la paradoja con una lucidez tan franca como dolorosa: los problemas que enfrentamos en el mundo son políticos, pero ¿cómo se pueden resolver cuando los políticos no son quienes mandan? ¿De qué le sirve a los españoles correr a unos o a otros del gobierno si las decisiones económicas trascendentes no se toman en Madrid sino en otras partes? ¿Para qué engañarse de que el ciudadano de a pie de Cartagena tiene en sus manos la solución a los problemas económicos cuando la señora Merkel es la que realmente tiene la sartén por el mango? Y, sin embargo, entre tanta desesperanza y tanta desazón, el llamado es a avanzar, en lo que se pueda, cuando se pueda, hasta que se pueda. La lucha sigue, aunque sea larga. Más bien, la lucha sigue porque sabemos que es larga.

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