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Nueva York: Nostalgia de lo sórdido

 

A mediados de los setenta Nueva York era Sodoma. Se había quedado sin un peso y, cuando estiró la mano para salvarse de la bancarrota, el presidente Gerald Ford le dijo que se fuera al diablo –“Ford to City: Drop Dead”, según el estridente encabezado del Daily News del 30 de octubre de 1975. En la crisis, el alcalde Abe Beame se deshizo de 38 mil empleados del gobierno; preparándose para el despido general, el sindicato de policías distribuyó en aeropuertos y estaciones un folleto que decía: “Bienvenidos a la ciudad del miedo”. Diez mil trabajadores de limpia –basureros, barrenderos, pepenadores– abandonaron su chamba en protesta; la basura se apilaba en las banquetas, asándose bajo el amarillo sol que va de las 9 de la mañana a las 5 de la tarde. En 1976, año del Bicentenario, cerraron bibliotecas, hospitales, veintiséis estaciones de bomberos; el metro, férreo gusano de graffiti y orines, hermoso y terrorífico como la ciudad, subió de 35 a 50 centavos. La ciudad hervía de basura, de sexo, de drogas, de miedo.

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Un reporte de la Comisión de Planeamiento (NYC, 1977) dice que había 245 “instituciones pornográficas” en la ciudad; al menos 93 de ellas en el área de Times Square, y otras muchas hacia el este, acercándose a Grand Central Station. (Nomás por comparar, en 1965 había nueve.) En 1977, en la esquina de la calle 42 y la Octava avenida, abrió Show World, “la más grande institución sexual hasta el momento”, según Jonathan Mahler en The Bronx is burning. Anthony Bourdain describe el edificio en Nasty bits con una mezcla de nostalgia y guarrez: “Tres pisos de pecado, donde uno podía picarse heroína en la privacidad de una cabina porno, mirar mujeres con moretones y tatuajes abrir los muslos agrietados en una plataforma alfombrada y repulsiva en el ‘teatro’, o asistir cada hora al show Sexo en vivo, donde parejas de junkies con los ojos muertos empujaban aquellas caderas huesudas sin vida, seis veces al día. ¿Y hoy? Es un club de comediantes.”

Michael Chapman, fotógrafo de Taxi driver. está de acuerdo: “No hay nada más horrible que la disneyización de Times Square”, dice (agregando que la película de Scorsese es una suerte de documental de cómo se veía Nueva York en 1975). Es fácil compartir, cinematográficamente, esa melancólica postura. En una imagen que se haría famosísima el taxista Travis Bickle se aleja de los Hollywood Twin Cinemas, cine porno que había abierto en 1971 en el número 777 de la Octava avenida:

Esas marquesinas feroces –“21 super porno mix combo/adult movies/XXX live show”– han sido reemplazadas por las turísticas marquesinas del turibús Gray Line –“Hop on, hop off! The only way to see New York! Truly the local expert!”–:

(Entre paréntesis: Watchmen de Zack Snyder es una película ingenua y, al final, desastrosa. Pero tiene un detalle agradecible: reprodujo con cierta fidelidad los Hollywood Twin:

Claro: Taxi driver era ya una influencia importante para Alan Moore en el Watchmen original; cf. esta caminata de Rorschach por Times Square en el capítulo 2:

Fin del paréntesis.)

En aquella escena Travis se dirige a un antrazo de pésima muerte, donde torpemente intentará ligarse a la boletera: el Show & Tell (735 8th Ave):

Ese antro fue después, según dicen, el también rasposo Little Annie’s Full Moon Saloon, luego –tras la limpieza de la zona– el Collin’s Bar:

Y ahora, esto:

Times Square y sus alrededores: lo que no está cerrado es otra pieza del incesante paisaje de Starbucks, farmacias Duane Reade, Prêt-à-Manger o los horribles Chipotles… Termina Bourdain: “Ahora sé cómo deben haberse sentido los viejos pistoleros del Oeste –Doc Holliday, Wild Bill Hickok, Wyatt Earp y sus semejantes– cuando llegaron los primeros colonos a Tombstone: los Jesuses y las Ligas de la Templanza que exigían escuelas, iglesias, parques donde alguna vez florecieron cantinas, salones de juego, burdeles.”

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Nueva York era duro, era cabrón. El del cine y el de la vida. Cuando Jimmy Carter visitó el Bronx en 1977 declaró que Charlotte Street y aledañas formaban “el peor barrio de Estados Unidos”: South Bronx. Ésa es la zona peligrosísima cuya delegación de policía (41st Precinct) tuvo que fortificarse en los setenta y acabó por llamarse Fuerte Apache. La misma que vemos en la histérica y más bien incivil Fort Apache, The Bronx (1981), con un Paul Newman difícil de digerir:

Ésa es la zona que produce los “monstruos” epónimos de Wolfen (1981), en realidad una suerte de espíritus antigentrificación capaces de tomar diferentes formas (“shapeshifters” o “cambiantes”, si fueran humanos) y que “matan para proteger”. ¿Qué? La mortuoria Charlotte Street. ¿De qué? De la construcción rapaz de un edificio gigante (las Vanderveer Towers) en esa calle. Acá, Charlotte en los primeros minutos de Wolfen:

Y las torres en que los millonarios quieren convertir esa tierra santa:

Por supuesto, en la vida real la gentrificación ganó y ahora South Bronx es un barrio habitable, verde, con su necesario Starbucks y su farmacia Duane Reade. Un barrio igual a miles más. (Amanda Burden, directora de planeación de la ciudad de Nueva York, dice en este breve documental: “When you see a Duane Reade coming to a neighborhood like this… that means this neighborhood has arrived.” Ni modo.)

Interesados: Fort Apache, The Bronx puede verse completa acá (está en español); Wolfen, en inglés, acá.

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Nueva York era salvaje, asesino. Anthony Bourdain, ahora sobre el Lower East Side:

 

Lo que fue alguna vez supermercado de heroína y cocaína, donde los clientes hacían fila en las calles para entrar a un vasto imperio subterráneo de tenements abandonados, convertidos en madrigueras fortificadas, de trampas disfrazadas de pasillos (aquellos hoyancos iluminados con velas y resguardados por tipos con pistola), es ahora el barrio de la generación Starbucks. Y es caro. El aire olía a meados, a velas consumidas, a desesperación. Ahora huele a CK1.

 

Ésa es la zona donde estuvo, hace más de un siglo, la infame Old Brewery. “Los ruidos que emanan de ahí –decía en 1876 la Police Gazette– son gritos de borrachos, los olores son los más repugnantes hedores. Aquí se encuentra el vicio en su punto más bajo. Un vicio rastrero y fétido, un vicio de harapos y mugre.” Solon Robinson, en Hot corn (1854): “Cada cuarto era un burdel o un escondrijo de ladrones. A veces, ambas cosas.” Era, concluye Gazette, “la casa más vil de la calle más vil que ha existido en Nueva York, sí, y en todo el país y acaso en el mundo entero”. Scorsese la retrató mágicamente en los primeros minutos (los mejores) de Gangs of New York de 2002:

Ésa es la zona que Lionel Rogosin retrató en su tristísimo semidocumental On the Bowery, de 1956, que sigue a un borracho sin futuro por los bares de esa avenida:

¿Y hoy? The Bowery, que en 1977 era la calle más punk y respondona de la ciudad, con el CBGB –iniciales de: country, bluegrass y blues– tomado primero por Television y luego por Blondie y Patti Smith y los Ramones, es ahora casa del hipsterizante New Museum, del mamoncísimo conjunto de departamentos Avalon Bowery Place, del DBGB –local de jochos y hamburguesas (la piggie anda en 19 dólares) del chef Daniel Boulud–, del respingado restaurante mexicano Hecho en Dumbo, de las cuadradas pizzas de Pulino’s.

Sleaze gone by.

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Había escrito arriba que este Nueva York podrido de basura, hundido en el sedante del alcohol, apestoso a caño y muertos frescos, pobre, teporocho, produce una nostalgia únicamente cinematográfica. Es cierto: nadie o casi nadie desearía porquería y muerte violenta en la vida cotidiana. Pero el cine neoyorquino reciente –de la traicionera Precious a la soñolienta Whatever works de Woody Allen, de la ridícula Black swan a la tentativa segunda parte de Wall Street, de la ambivalente Limitless a la vergonzosa Pitufos, de la cursi Extremely loud and incredibly close a las apagadas series Girls y Bored to death–, ese cine donde lo más peligroso es comerse una tacha y lo más respondón es beberse un appletini, nos recuerda aquella sabida verdad: todo avanza hacia su destrucción. Y en Nueva York la destrucción es la limpieza y la seguridad.

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