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Éxtasis en piel de gallina

En una famosa escena de La Naranja Mecánica, Alex se relaja en su habitación escuchando el 2º movimiento de la 9ª sinfonía de Beethoven. En un rapto de inspiración, se expresa así de la clásica pieza:

Oh bliss! Bliss and heaven! Oh, it was gorgeousness and gorgeousity made flesh. It was like a bird of rarest-spun heaven metal or like silvery wine flowing in a spaceship, gravity all nonsense now. As I slooshied, I knew such lovely pictures!”.

Es una descripción intensa, poética, del goce producido por la música, de la emoción incontenible que acomete cuando uno escucha notas tan poderosas como las que ahí se hacen presentes. Al mismo tiempo, y casi con la misma intensidad, es un testimonio de lo imposible que resulta poner en palabras lo que la música produce en quien la escucha. La música hace mover los pies, hace brincar, llorar, sonreír; respuestas irracionales, a veces espontáneas, otras aprendidas.

Tal vez uno de los más sentidos homenajes que el cuerpo puede hacer a una pieza musical son los escalofríos. Cuando una canción “pone la piel de gallina”, sabemos que cumple con su cometido de conmover. No en vano los escalofríos han sido objeto de amplios estudios científicos. Me referiré a uno de ellos: The Emotional Sources of “Chills” Induced by Music(1995). El autor, Jaak Panksepp, es un reputado psicólogo que ha hecho investigaciones en neurociencia y biopsicología, y por medio de este trabajo busca identificar con qué tipo de emociones (tristeza, alegría, enojo, etc.) relacionamos la música que nos produce escalofríos.

Para tal fin, Panksepp realizó seis estudios empíricos que involucraron sesiones de escucha con distintos grupos de estudiantes, quienes debían evaluar distintas características de temas musicales, unas veces propuestos por ellos mismos, otras por el investigador.

Entre dichas características se encontraban si conocían o no la canción, si les gustaba, cuál era la respuesta emocional que les causaba (alegría/excitación, tristeza/melancolía, amor/aceptación), y si sentían o no (y cuántos) escalofríos al escucharla.

Los hallazgos de esta serie de experimentos pueden resumirse así:

  1. Los estudiantes del estudio convinieron mayormente en atribuirle las mismas propiedades emocionales a las mismas canciones. Por ejemplo, “Peace of Mind” de Boston fue considerada alegre, mientras que “Making Love Out of Nothing at All” de Air Supply fue percibida como triste.
  2. Por ser la alegría y la tristeza las emociones más reportadas, el estudio se centró en relacionar estas cualidades con la producción de escalofríos. Se encontró que las canciones tristes producen más escalofríos que las alegres.
  3. La familiaridad con una canción es un factor decisivo en la producción de escalofríos: las canciones más conocidas, independientemente de sus cualidades emocionales, producen una mayor respuesta. Pero aun entre las canciones poco conocidas, siguen siendo las que se consideran “tristes” las que más enchinan la piel.

Es cierto que estas conclusiones, aunque interesantes, resultan aún muy generales; más correlatos estadísticos que una aproximación al entendimiento de la piel de gallina. Es en el último de los estudios que Panksepp se acerca a esto. El estudio buscó identificar en tres canciones –“Making Love Out of Nothing at All”, “Post War Dream”, de Pink Floyd, y “Faithfully”, de Journey– que habían mostrado en los estudios anteriores su capacidad para producir escalofríos, cuáles eran las partes que más respuestas de este tipo desencadenaban. Diez estudiantes seleccionados por su sensibilidad a los escalofríos escucharon las canciones, con los ojos cerrados y en un cuarto a oscuras; se les pidió que levantaran brevemente la mano cada vez que sintieran escalofríos. El equipo llevaría la cuenta de cuántas manos eran levantadas en intervalos de 20 segundos, logrando así identificar de manera aproximada los momentos álgidos de los temas (Las gráficas resultantes pueden verse en la página 191 del estudio: mientras “Post War Dream” despega, escalofriantemente hablando, a partir del 1:40, y alcanza su pico en el 2:20, los escalofríos en los otros temas se reparten a lo largo de su duración). Si bien estos resultados no destacan por su precisión, una escucha casual permite ya intuir que ciertas estructuras musicales inciden en la producción de escalofríos.

En buena medida, las respuestas emotivas a la música pueden ser calculadas por el compositor. Esta “disección”  de la balada “Someone Like You” de la cantante Adele, muestra la importancia del uso de la apoyatura (una figura ornamental en la que se añade una nota arriba o abajo de la nota principal, generalmente de la mitad de la duración de esta. Este  ornamento choca con la melodía apenas lo suficiente como para generar una disonancia, que crea tensión en el escucha. Cuando la figura regresa a la melodía original, la tensión se resuelve, lo cual genera satisfacción en el escucha), y enlista las características que hacen de un pasaje musical digno de escalofríos:

  • La transición de la calma a la intensidad (el crescendo, como el que transcurre en el lapso antes mencionado de “Post War Dream”).
  • La entrada abrupta de una nueva voz, sea un instrumento o una armonía.
  • La expansión de las frecuencias que suenan.
  • Desviaciones inesperadas en la melodía o la armonía.

Se trata de trucos elementales, que cualquier productor musical conoce y aplica cotidianamente. Sin embargo, como ya se ha señalado, el asunto no es tan simple. Las preferencias y asociaciones personales son sumamente influyentes para provocar escalofríos. En los experimentos de Panksepp, los individuos reaccionaron con mayor intensidad a las piezas que ellos mismos habían seleccionado que a las que seleccionaron otros, y a las canciones que les eran familiares que a aquellas que no lo eran. La importancia de la experiencia personal con la música es insoslayable. Los momentos pasados con “esa” canción, los recuerdos que evoca, juegan un papel en la producción de esos escalofríos, aunque puede argüirse que los escalofríos tuvieron su importancia para que el individuo adquiriera gusto por la canción.

Volvamos al inicio. La escena de aquella película en la que Alex está en su cuarto escuchando la 9ª Sinfonía, henchido de placer, y probablemente sintiendo una buena cantidad de escalofríos. En el libro, la descripción es algo más larga y llena de detalles: “Los trombones crujían como láminas de oro bajo mi cama, y detrás de mi cabeza las trompetas lanzaban lenguas de plata, y al lado de la puerta los timbales me asaltaban las tripas y brotaban otra vez como un trueno de caramelo”, relata Alex en esas páginas. Sin embargo, el efecto no resulta tan estremecedor como en la película, por un hecho simple: Anthony Burgess quiso que su Alex escuchara “…el nuevo concierto para violín del norteamericano Geoffrey Plautus, tocado por Odiseo Choerilos con la Filarmónica de Macon (Georgia)”. No es que tal pieza sea rara o poco conocida: sencillamente, no existe, o es una referencia cifrada a una pieza que existe, pero no está identificada. Es de entenderse, entonces, que Kubrick ignorara este aspecto de la novela (como lo hizo con otros) y se tomara la licencia de usar ese 2º movimiento que no solo se encuentra entre las piezas más conocidas de la historia de la música, sino que tiene ingredientes emocionantes: las cuerdas protagonizan un crescendo que estalla con los planos puntuados de unos Cristos de porcelana que parecen bailar, ebrios de gozo; atravesamos un remanso de paz al tiempo que Alex pronuncia su memorable sentencia, que fija el célebre scherzo en nuestra memoria con imágenes de derrumbes, explosiones y la mirada escalofriante de Alex con colmillos de vampiro.

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