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La comida dentro del cine

He aquí algo que por sabido se calla: en el cine y su hermana la tele la comida sirve para unir. Hay casi tantos ejemplos como cenas hay en la historia de las películas. Las familias de Masacre en cadena (Tobe Hooper) o de Los muertos (John Huston) o de Feriados en familia (Jodie Foster), por ejemplo, pueden superar sus baches para reunirse alrededor de la mesa. En la primera, el pretexto es un asesinato múltiple; en la segunda, la cena de epifanía –6 de enero–; en la tercera, la de acción de gracias. (La cena de acción de gracias es casi un subgénero del cine gringo. La mejor del subgénero debe de ser Hannah y sus hermanas, de Woody Allen, que comienza y termina con esas reuniones.)

La comida une a grupos de mujeres –pensemos en Tita y el resto de las cocineras en Como agua para chocolate de Alfonso Arau– y a grupos de hombres –pensemos en la escena de los frijoles y los pedos de Locuras en el Oeste de Mel Brooks, en el conmovedor final silente de Big night, dirigida por los actores Campbell Scott y Stanley Tucci, donde una frittata enlaza a dos hermanos tras un fracaso, pero sobre todo en la cena que se prepara en la cárcel en Buenos muchachos de Scorsese:

http://www.youtube.com/watch?v=MQhBfRDd6GM

En casa Henry Hill (Ray Liotta) padece el griterío y las amenazas de la mujer; en la cárcel, cenando con los amigos, Henry puede ser libre de ello. (A propósito, la pasta que se comen esos buenos muchachos no es la mejor de la historia del cine; ese honor le toca a los tortiglioni con berenjena, jitomate, nueces, pasas y pecorino de Feos, sucios y malos de Ettore Scola.) La comida une al hombre consigo mismo –cf. Anton Ego y su ratatouille– y es también un lazo de unión interracial, como en la escena de las compras del supermercado, con una larga y antojabilísima lista de materias primas, entre el negro Sidney Poitier y la joven blanca y ciega Shelley Winters en A patch of blue de Guy Green. (Jerry Seinfeld parodia la gastronómica unión de razas en la famosa escena de la galleta blanco y negro del episodio The dinner party.)

Y por supuesto la comida une a los sexos opuestos. Hay cientos de ligues o citas en cinematográficas cenas restauranteras (la mejor: esta de La dama y el vagabundo), y hay cuando menos dos relaciones que comienzan en una clase de cocina: la de Michelle Pfeiffer y su peor es nada en la extenuante Nuestro amor de Rob Reiner y esta, que está en Más allá de la vida de Clint Eastwood (nótese, de paso, el penoso uso de clichés de comida italiana):

Hablando de sexos opuestos: en cine la comida puede acompañar las relaciones eróticas (pensemos en la ridícula escena del refrigerador de 9 semanas y media o pensemos mejor en su hilarante parodia, en Loca academia de pilotos) o puede de plano sustituirlas. Es lo que sucede en esta escena de Érase una vez en América de Sergio Leone. Un niño ha comprado un pastel, de los caros, para intercambiarlo por un rato con una joven prostituta –pero el pastel resulta demasiado tentador:

http://www.youtube.com/watch?v=ebStLI36t4w

La comida une, entonces. Esto es un poco menos obvio: en el cine la comida también sirve para separar. Para separarnos del Otro, siempre ajeno, y desde nuestra cómoda silla permitirnos exponer su otredad. Un ejemplo clarísimo de esto es la cena en el palacio Pankot (por otro lado: una escena verdaderamente emocionante) en Indiana Jones y el templo de la perdición. Todo lo que se come ahí escinde a la protagonista del resto de los comensales: víboras, escarabajos, sopa de ojos y de postre, ¡ah!, helado de sesos de mono:

El Otro vive siempre en el error. Va otro ejemplo: el primer desayuno de los protagonistas de Pleasantville –Reese Witherspoon y Tobey Maguire– en un mundo donde no han oído hablar de calorías y grasas saturadas. ¡Horror!:

Y bien: ya que el Otro vive en el error, nosotros debemos estar en lo correcto. La comida sirve entonces para indicar nuestra corrección. Ésa es la clase de comilonas que nos separa a nosotros los ricos de ustedes los pobres en La edad de la inocencia de Scorsese o a nosotros los pobres de ustedes los ricos en Acá las tortas de Juan Bustillo Oro… Entonces, la comida es discordia, escisión, vanagloria. ¿No es incurrir en vanidad –además de gula– lo que está haciendo el caníbal Lecter en aquella escena en que se come el cerebro de su víctima aún viva y la hace participar de su propia elegantísima cena?

Inversamente, preparar comida –en el cine y acaso en la vida real– sirve también como un ejercicio de humildad. Cocinar es reconocer la existencia de los demás: el otro es el comensal y nosotros estamos a su servicio. ¿No es eso lo que hace el pistolero Clemenza cuando prepara salsa para la pastade veinte mafiosos apostados en El padrino de Coppola: reconocer los apetitos de los otros y buscar su aprobación? (De paso, también con humildad, Clemenza le da una clase de cocina a Michael Corleone.) ¿Y no es eso, para dar otro ejemplo del glotón Scorsese, lo que hace Henry Hill en la secuencia más emocionante de Buenos muchachos? Su vida está en el límite, la policía lo persigue, sus amigos quieren matarlo, pero él tiene que hacerle una salsa perfecta a su hermano. Hay que volver a verla (la cocción comienza en el minuto 3):

http://www.youtube.com/watch?v=D_4eSiLFA_o

Finalmente, no sólo cocinar: comer también puede ser un ejercicio de humildad, una forma de aceptación de nuestro sencillo destino de personas. Los ejemplos abundan también: pensemos en los muchísimos programas de cocina en que el conductor, a veces un chef de renombre, debe aceptar una comida que no comería pero le ha sido ofrecida por una familia como una muestra de afecto. (El caso más famoso: Tony Bourdain comiendo focaen el piso de la casa de una familia inuit.) Pero el mejor ejemplo que conozco, y una de las secuencias más poderosas de la historia del cine, es aquel en que Chaplin, en la abyección de la miseria de La quimera del oro, cocina y se come un zapato. (Para cerrar el círculo, es una cena de acción de gracias.) Se vale reír o llorar. Adiós:

http://www.youtube.com/watch?v=mtZTIwSIuGw

 

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