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Amores Perros y Los Olvidados

En una década es fácil olvidar el impacto que causó Amores Perros cuando se estrenó en México después de haber ganado el premio de la crítica en Cannes. La ópera prima de Alejandro González Iñárritu se sentía como un producto disonante con nuestro entorno, como si una obra de esa magnitud –en ambición y resultado- no pudiera salir de un país que aún saboreaba las mieles del modesto Nuevo Cine Mexicano. Desde el primer cuadro, Amores Perros sacudía a la audiencia como la alarma de un despertador. Durante sus más de dos horas y media de duración, la película mostraba un ímpetu narrativo que sólo se había visto en la extraordinaria El Callejón de los Milagros, de Jorge Fons. Aquí estaba una película que se atrevía a mostrar una visión única de la vida chilanga, intentando abarcar todas las clases sociales en un moderno tríptico. Guiada de la mano de la eficaz simbología de los perros como reflejos de sus dueños, la historia de Guillermo Arriaga jugaba con el tiempo y el espacio, visitando las vidas de Octavio (Gael García), un chico de clase media baja empecinado en robarle la novia al hermano; Valeria (Goya Toledo) una modelo española recuperándose de un aparatoso accidente de automóvil en los confines de su lujoso departamento; y El Chivo (Emilio Echevarria), un matón a sueldo. Amores Perros venía de adentro y de afuera de nuestra idiosincrasia. Era una cinta completamente mexicana, pero urdida con las herramientas de un escritor y cineasta viendo más allá de nuestras fronteras. Los vaivenes narrativos del cine de Tarantino, la crudeza y la cámara en mano del movimiento Dogma, la intención de reinterpretar una ciudad a través del celuloide como hizo Wong Kar Wai: todo confluía dentro de la cinta de González Iñárritu. No obstante, no todas las inspiraciones de Amores Perros fueron extranjeras. Cuarenta años antes, otro cineasta había decidido retratar al Distrito Federal con el mismo arrojo descarnado. Abrevando también de corrientes extranjeras -como el neorrealismo italiano y el surrealismo-, Luis Buñuel dirigió Los Olvidados: probablemente la mejor y más desgarradora cinta mexicana.

Los paralelos entre ambas no son, en la superficie, tan evidentes. Para empezar, el cine de González Iñárritu en colaboración con Guillermo Arriaga no tiene un ápice de surrealismo. No fue hasta Biutiful que el director mexicano comenzó a hacer uso de imágenes surreales, como las figuras que acechan a Uxbal (Javier Bardem) desde el techo. Ninguna de las tres cintas que componen su trilogía (Amores Perros, 21 Gramos y Babel) utilizan elementos oníricos, mientras que Los Olvidados cuenta con, sobre todo, una secuencia magníficamente tétrica que ocurre en la mente de Pedro (Alfonso Mejía), el protagonista de la historia. Por otra parte, la cinta de Buñuel apenas si retrata a la clase alta, a la que solo usa como contrapunto para ilustrar la miseria en la que viven los niños de su historia. En cambio, Amores Perros dedica buena parte de su trama al segmento de Valeria y su novio, Daniel (Álvaro Guerrero), un hombre de negocios que deja a su esposa para irse a vivir con la modelo, quien sufre un accidente el día de la mudanza. Los Olvidados centra su mirada únicamente en los arrabales, pero eso no la hace menos ambiciosa que la ópera prima de González Iñárritu. Ambas trabajan sobre un lienzo amplio, dejando que más de una decena de personajes chilangos dibujen su retrato.

Tal y como fue fotografiada por Rodrigo Prieto, la Ciudad de México es una telaraña enredada de avenidas, callejones y semáforos. Cualquiera que viva en el D.F. se dará cuenta de que González Iñárritu invierte locaciones, jugando con la geografía misma de la ciudad como si fuera un rompecabezas maleable. Lejos de parecer arbitraria, la decisión resulta efectiva. El accidente ocurre en un barrio que podría ser La Condesa, pero que está a cuadras de una zona de oficinas que no podría pertenecer a esa colonia. Luis (Jorge Salinas) se acuesta con su amante en un motel de Bosques, pero después se detiene en una tlapalería que no tiene cabida alguna en Las Lomas. Por otra parte, salvo por un breve vistazo a una calle

González Iñárritu esconde los nombres de las avenidas por las que transitan sus personajes, y resiste el impulso, común entre los cineastas que deciden usar el D.F. como fondo, de incluir tomas de lugares fácilmente identificables (como El Ángel de la Independencia, por ejemplo). Por otra parte, salvo por algo que Ramiro (Marco Pérez) dice antes de robar la farmacia, ningún diálogo sitúa la acción en la capital. González Iñárritu se embarca en filmar una épica chilanga sin jamás avisarnos que lo está haciendo: cree en la universalidad del conflicto entre sus personajes –por eso no necesita subrayar el lugar en el que ocurre la acción-, pero sabe que la Ciudad de México es un ambiente propicio para la historia que cuenta (como también apunta Paul Julian Smith en el análisis que hizo de la película para el BFI). Sólo en una urbe como esta, de arterias de asfalto indistinguibles unas de otras, donde la segregación de clases es virtualmente imposible, podría ser posible la trama de Amores Perros. Sólo aquí podemos aceptar como verosímil el impacto entre un automóvil conducido por una modelo y un grand marquis conducido por un chico de poco dinero, en el que un vagabundo decide raptar a un perro al que han dejado desahuciado en la banqueta.

Rodrigo Prieto ve la luz como la ve quien despierta a las siete de la mañana después de una borrachera terrible. Los colores son claramente distinguibles unos de otros, pero todos lucen opacos y terrosos, y la luz –gris, contaminada- lastima. En el Distrito Federal de González Iñárritu no hay cabida para atardeceres brillantes, ni para cielos dulces. Estamos en la ciudad del smog y la lluvia, donde, de noche, las calles dejan de estar oscuras gracias a los faros rojos de los automóviles detenidos. La cinta pide que caigamos en su trampa, que pensemos que la fotografía de Prieto no está reinterpretando estéticamente la capital, que sólo se limita a retratarla. Pero las siguientes películas de González Iñárritu han delatado sus recursos estilísticos: a través de su ojo, hasta el centro de París luciría decadente. Sin embargo, aquí el entorno embona con la tonalidad. En otras palabras: a la Ciudad de México le queda el disfraz con el que la viste González Iñárritu. Pero que no quepa duda de que estamos frente a una versión estilizada del DF.

Lo mismo se puede decir del tono y la visión de Buñuel. Más allá de la palpable miseria en la que viven sus personajes, la urbe que aparece en Los Olvidados parte de una visión sesgada, pero no por eso menos potente. Salvo por ese innecesario prólogo, la cinta de Buñuel retrata a una ciudad de polvo y mugre: una mezcla entre una gigantesca granja y un ruidoso mercado, en el que cinco personas duermen en cada cuarto, compartiendo espacio con los animales y sus cunas de paja. La llegada de la modernidad aparece en el cuerpo de diversos edificios en construcción. Uno de ellos está en el crimen inicial de El Jaibo (Roberto Cobo), cuyo esqueleto de cemento le recuerda al espectador lo lejos que está la ciudad de la modernidad.

Cualquiera que haya visto Amores Perros sabe que la historia de Octavio y Susana (Vanessa Bauche) es la mejor de las tres. La segunda sufre de elementos inverosímiles (¿por qué no le llaman a un bombero para sacar al perro de las entrañas del departamento?) y la tercera adolece de una historia previa rebuscada (¿un guerrillero convertido en vagabundo asesino?). Sin embargo, la trama con la que abre la cinta es trepidante y compacta: no hay una sola escena o diálogo gratuito, y el conflicto entre los personajes principales es de proporciones griegas. Es esta primera historia la que guarda similitudes con Los Olvidados. En ambas, el protagonista es incapaz de ganarse el cariño de su madre. Pedro hace todo por ser aceptado por su mamá (Estela Inda), mientras que, en Amores Perros, queda clarísimo que el personaje de Adriana Barraza prefiere a Ramiro (Marco Pérez) que a Octavio (es curioso, también, que ninguna de las dos películas nombre a sus personajes maternos). La historia de Arriaga no lo dice, pero es obvio que esta herida primigenia es el motivo por el cual Octavio está obsesionado con vencer a su hermano, con ser el hombre de la casa, con robarle a su esposa y, de paso, a sus dos hijos. Las madres de ambos también se asemejan: abnegadas, frías, las representaciones más fidedignas de lo que Octavio Paz denominó, en El Laberinto de la Soledad, como “la chingada” (la madre de Pedro es literalmente chingada por El Jaibo).

Y ambas son, por supuesto, madres solteras. La ausencia de figuras paternas es un tema recurrente en la ópera prima de González Iñárritu: Octavio y Ramiro no tienen padre, intuimos que Valeria no ha visto al suyo en años, El Chivo abandonó a Maru cuando esta tenía dos años de edad y, al morir, Ramiro abandona al Pelón y al hijo que Susana espera. De la misma manera, la cinta de Buñuel hace hincapié en el abandono paterno. El Ojitos (Mario Ramírez) se queda esperando inútilmente a su padre en una esquina, donde él le pidió que lo esperara.

La violencia está claramente personificada en ambas historias. Los Olvidados tiene a El Jaibo, uno de los más grandes villanos de la historia del cine, mientras que Amores Perros divide este rol en dos papeles: uno, Ramiro, ladrón de farmacias, iracundo incontenible, madreador de cepa y, otro, El Jarocho: siempre con perro rabioso en mano, hombre de extrañísimos tics y, finalmente, pésimo perdedor. Los tres son un obstáculo constante para, respectivamente, Pedro y Octavio. Y aunque solo podemos intuir el destino de El Jarocho, lo más probable es que todos mueren. El Jaibo y Ramiro tienen un desenlace similar: la policía los balacea. En su lecho de muerte, el personaje interpretado por Roberto Cobo imagina a Amores Perros, sin saberlo:

La ópera prima de González Iñárritu es, finalmente, una cinta más optimista que Los Olvidados. Ambas terminan observando un terreno baldío, un lugar que no es ni bucólico ni civilizado.

 

 

Pero, mientras que la película de Buñuel pone el punto final sobre una imagen descorazonadora (un niño muerto, olvidado entre escombros), Amores Perros sugiere una redención: El Chivo y su perro, los dos asesinos, desaparecen sobre una planicie ceniza, como dos fénix vagabundos. A lo lejos la ciudad continúa, y hacia allá se dirigen, a buscar una nueva vida, para poder reclamar lo que perdieron en la pasada. El final de El Chivo es, como el de Octavio y el de Valeria, una suerte de comienzo doloroso. Buñuel no se permite culminar su cinta con puntos suspensivos. Lo suyo es la desolación, la ignominia, la oscuridad total. Vale la pena preguntarnos cuál visión le queda mejor a nuestra ciudad.

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