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Morente: cuando baja el faraón

El sábado pasado disfruté un raro privilegio: un concierto más bien íntimo (habríamos 400 personas en el auditorio Gabriela Mistral de la Casa de América, en Madrid) del cantaor de flamenco Enrique Morente. La función fue el evento de clausura del festival literario 2010 Poetas por Km², organizado por Pepe Olona, de Arrebato Libros, y Fabio de la Flor, de la editorial Delirio. El festival (cuya versión latinoamericana se celebró en Managua y San Salvador del 30 de septiembre al 4 de octubre pasados) contó en su edición madrileña con una charla sobre poesía tipográfica impartida por Francisca Noguerol, catedrática de la Universidad de Salamanca; una video-actuación del poeta catalán Jesús Lizano; lecturas de Raúl Zurita, Mayra Oyuela y Ex (dueto integrado por Fernando Aldao y Reynaldo Jiménez); la participación del narrador oral-escénico Quico Cadaval; y una exposición y venta de libros publicados por algunas de las principales editoriales independientes de España.

Morente, granadino, es autor de una obra basta no solo en lo que atañe a su extensión, sino también por lo que respecta a la variedad de sus registros. Amén de practicar el tradicionalísimo cante jondo y otras formas históricas de la canción española,

http://www.youtube.com/watch?v=nmSrBXRUrls

ha realizado trabajos en los que lleva el flamenco hasta sus límites, como hiciera alguna vez a través del disco Omega: poemas de Federico García Lorca musicalizados en colaboración con el legendario grupo de rock Lagartija Nick.

Su concierto del sábado fue de una arrebatada parquedad: subió al escenario en compañía de un guitarrista manos de seda y tres colegas encargados de corear y dar las palmas. Cantó un par de poemas de Lorca; el resto fue –me parece: conozco poco el tema– un repertorio tradicional.

No pude evitar sorprenderme, más allá de la música, ante la facultad idiosincrásica de la hipnosis: aunque yo mismo me hallé francamente conmovido durante toda la actuación, me tomó por sorpresa el modo en que el público español –incluso un sector que podría ser tan cínicamente racional como el de los poetas y editores “experimentales”– se entregaba a su música vernácula con una suspensión de la voluntad que solo podría calificar de extática. Una emoción que, me explicó alguna vez Rafael Ramírez Heredia, tiene en lenguaje taurino un nombre misterioso y elocuente: es cuando baja el faraón.

“Es que el cantaor –me dijo la poeta María Salgado un rato más tarde, cuando nos dirigíamos en plan de hipsters o modernillos, como se dice ahora en Madrid, a buscar una cerveza en La Vía Láctea–, el cantaor es un hombre de poder. Es un sabio de la voz.”

No sé si en México (después del pop de Vicente Fernández, Juan Gabriel, Pesado y los Tigres del Norte) podríamos describir así, todavía, nuestra experiencia estética de cara a lo vernáculo. No sé si a lo mejor me dio un poquillo de envidia.

– Julián Herbert

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