Devolvedme la ofendiéndola

A manera de homenaje, recuperamos del archivo de Vuelta algunos de los textos escritos por José de la Colina.
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“La palabra no es etimología, sin puro milagro”.

Ramón Gómez de la Serna

 

Las palabras –ya sé que nada nuevo, pero nunca se dirá bastante- están siempre queriendo significar distinto. No es sólo que los escritores y los poetas, sobre todo los poetas, las obliguen a decir otra cosa de lo que siempre han dicho, sino que ellas mismas bifurcan, alteran sus significados, y para ello se aprovechan de los descuidos de la conciencia, se cuelan en ella cuando la agarran cansada y desprevenida, utilizan los exasperados túneles del insomnio.

Cuando yo era niño nadie podía convencerme de que el abdomen era cavidad del tronco humano entre el tórax y la pelvis, sino un monstruo entre hombre y animal, un ser abominable, es decir abdominado, de espantosos labios colgantes y babosos, que acechaba a la salida de las escuelas disfrazado de vendedor de helados para violar niñas y niños; era, por supuesto, el abdominable hombre de las nieves. Cuando mi padre tuvo una úlcera yo le sospeché un amorío extraconyugal, porque Ulcera no podía ser sino un nombre propio de mujer, y yo comprendía suspicazmente a mi madre cuando le decía a mi padre: “Jenaro, cuidado con la Ulcera”. Ese “la” confería a la supuesta susodicha, desde luego, una condición libertina y vulgar. Yo la imaginaba como una bailadora de conga en teatros de revista, una mujer que se teñía el pelo y tenía un departamento lleno de bibelots, con el calendario que reproducía el cuadro de “La leyenda de los volcanes”, y que se pintaba rayas en el reverso de las piernas para fingir que llevaba medias, como hacían las mujeres durante las escaseces de tiempos de la segunda guerra mundial.

Todos sabemos que el desvelarse provoca una artera alquimia trastocadora en el cerebro. Entonces las palabras se lanzan a un delirio delincuente y el escritor cree que no se le ocurren más que ideas geniales; desvergonzada ilusión que el alba suele desvanecer. Esto nos pasa sobre todo a los escritores de inspiración pobre y mansueta en cuanto transgredimos la frontera de la vigilia, pero hay escritores perpetuamente trasnochados a los que el desvelo les sienta bien. A unos y otros, como quiera que sea, las palabras nos pueden sorprender con un giro súbito desplazador de significados. Sucede tanto cuando escribimos como cuando leemos en esa situación. Una noche de hace poco me hallaba transcribiendo, para una antología de Ramón Gómez de la Serna, un párrafo de uno de sus libros, cuando me salió al paso una ofendiéndola. Paré en seco la lectura. ¿Qué era una ofendiéndola? ¿Una rara flor suntuosa descubierta por algún Offenheim, un adorno polirrizado pariente de los oropéndola? El pensamiento se me empezó a fosforecer en una mise-en-scéne que erigía cierta ondulante y profusa decoración entre vegetal y operática, en medio de la cual la ofendiéndola coruscaba con una luz de bisel de espejo. Acudí al diccionario académico, a una enciclopedia. Silencio absoluto sobre esa palabra, claro. Me fui a dormir con el espíritu ahogadamente poblado de ofendiéndolas que componían un paisaje como algunos cuadros de Max Ernst en los cuales lo vegetal y lo mineral y lo animal se promiscuan hasta indistinguirse de modo alucinante. Al día siguiente, cuando volví al párrafo ramoniano, el significado de la palabra dejó de estar obturado y tergiversado. Por supuesto: ofendiéndola; no un sustantivo, sino un gerundio de ofender. Si la palabra había cambiado a su ser gramatical, eso se debía en parte a mi cansancio del desvelo y en parte a la peculiar sintaxis de Gómez de la Serna, que me habían permitido resbalar sobre el significado real hacia otro supuesto. Enigma aclarado. Pero ¿necesito decir que tras la aclaración me sentí robado, despojado de esa misteriosa, magnífica, expandida, aromáticamente cursi ofendiéndola que florecía acaso en un fastuoso jardín musical de Offenbach?

 

Este artículo se publicó por primera vez en agosto de 1981 en el N° 57 de Vuelta.

 

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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