Como en una película de Éric Rohmer en la que todo gira alrededor de una rodilla de mujer, hubo un tiempo en el que los franceses amanecieron con la imagen del pie de un anciano clavada en la retina. Más que de un pie al natural, se trataba de un par de zapatos exquisitos a partir del cual tomó carácter de vodevil, de chiste de pasillo y de caricatura uno de los juicios políticos más sonados de los últimos años.
Este 23 de agosto llega a un siglo de nacido ese anciano de cuyos zapatos hace un buen rato que no se habla; aunque tal vez dentro de un tiempo aparezcan, protagonistas de una subasta, mucho más raídos, con algún que otro arañazo en la punta y cierto desgaste en el interior de la suela derecha. Entonces alguien sacará beneficio de ellos.
Roland Dumas, de quien sería estimable plantear una especie de balance de vida –vida exagerada, como la de los centenarios Ernst Jünger o Claude Lévi-Strauss; extravagante, como la de cualquiera que cumple un siglo– a la luz de las líneas y las entrelíneas de algunos de sus libros y artículos periodísticos, arrastró durante décadas una ligera malformación en el pie derecho, lo cual no le impidió recorrer años de convicciones izquierdo-democráticas, de conciliábulos de pasillo y devaneos amorosos, de amistad con artistas famosos y con notables dictadores.
Entonces no sería descabellado asegurar que su pasión por las mujeres y su ligera cojera dieron pie al desenfreno mediático del que fue objeto a partir de 1998, y a los juicios en los que tuvo que testificar.
Porque el big boss de la política exterior del mitterrandismo –el único que osó vestirse de color crema para la foto, aquel 21 de mayo de 1981 en el que la izquierda, tras varias décadas ausente, regresó al poder en Francia– acentuó aún más esa veta galante, donjuanesca, de la política francesa, tan inusual, malmirada y perseguida en otras latitudes, que tiene en su sitial de honor a un presidente, Félix Faure, muerto en 1899 a causa de un derrame cerebral mientras se refocilaba con su amante en uno de los salones del Elíseo; y a François Mitterrand, cuya vida amorosa paralela y protegida por las instituciones del Estado ha generado tanta tinta. Tampoco debemos olvidar a continuadores de Roland Dumas como el poseso de Dominique Strauss-Kahn o el enamoradizo de François Hollande, entre otros de todas las orillas políticas.
De acuerdo con su libro Coup et blessures: 50 ans de secrets partagés avec François Mitterrand, el calvario de este hombre comenzó cuando, mucho después de su salida del gobierno y de la muerte del presidente, fue visitado por unos funcionarios en su apartamento de la isla Saint-Louis, en pleno corazón de París: sendas cartas anónimas habían colocado su nombre sobre el tapete de la justicia, por lo que estos hombres de negro querían saber de dónde provenían algunas sumas de dinero en efectivo que habían sido depositadas en sus cuentas bancarias.
Hábil zorro de estrado, el abogado, que entonces tenía 76 años, argumentó que se debía al trabajo de su bufete, a la venta de unos lingotes de oro heredados de su madre y algunos viejos cuadros –sobre todo uno que le había regalado nada menos que Pablo Picasso–. Detrás de aquello se encontraba la investigación que dio pie al escándalo de la empresa pública químico-petrolera Elf Aquitaine, desde la cual se desviaron importantes partidas de dinero para el financiamiento de figuras de la izquierda nacional y la colaboración con gobiernos asiáticos y africanos.
En este caso, la presidencia de Taiwán le había pedido a la empresa de armamento Thomson que le vendiera siete fragatas de guerra Lafayette, de producción francesa. La operación habría generado comisiones que implicaban a no pocos directivos, entre los que se encontraba Christine Deviers-Joncour, una militante de izquierda que desde 1986 se había convertido en asistente de Roland Dumas y luego en su amante. De ahí la notoriedad de los zapatos del viejo ministro que cojeaba.
Reclutada desde 1990 por Elf Aquitaine como “encargada de misión”, Deviers-Joncour parecía haber sido concebida para que convenciera a su hombre de la importancia de cerrar ese “fabuloso contrato” con los taiwaneses, algo a lo que el ministro se oponía con fervor y ferocidad, farouchement, como se lee en Coup et blessures, pues dañaba las buenas relaciones con Pekín. ¡Ay, China, siempre tan presente!
Justo en marzo de 1991, Dumas le pidió a su amante que pasara a recoger un par de zapatos Berluti de 11,000 francos (poco más de 2,000 dólares al cambio de la época) que se había hecho confeccionar a la deformada medida de su pie por un maestro artesano de la rue Marbeuf; operación que ella concluyó pagando amorosamente con una tarjeta black de gasto ilimitado que Elf Aquitaine le había entregado como parte de su función.
Si bien el superministro aseguró en el juicio que le había devuelto a su novia en efectivo el importe de aquellos zapatos, también se supo que cinco meses después ella le había regalado otro nuevo par de Berluti por un valor de 13,000 francos, aproximadamente 2,360 dólares.
En paralelo, Deviers-Joncour había adquirido por 17 millones de francos un apartamento de 320 metros cuadrados en la rue de Lille, cuyo origen Roland Dumas dijo desconocer, pero que supo visitar con fines amatorios, y en el que se conservaron doce estatuillas griegas valoradas en 260,000 francos. Nunca quedó claro si el abogado se las había regalado o si ella, utilizando los dineros de Elf, las había adquirido para regalárselas a él por Navidad.
La pregunta se imponía: ¿Elf Aquitaine le había otorgado a Deviers-Joncour, a pesar de su pobre currículum, un empleo ficticio para complacer un pedido del capo socialista? O a la inversa, ¿fueron los jerarcas de la compañía quienes la reclutaron, la instruyeron y le dieron luz verde para que convenciera a Dumas de la necesidad de su apoyo? Todavía no se sabe. Y el hombre de los zapatos a la medida de su deformidad, ese amante del suspense, aún no ha abierto la boca como muchos le piden.
Sin embargo, llama la atención que hasta hace poco, en los tantos platós de televisión que solía visitar, Roland Dumas no se cansara de pedir el levantamiento del secreto de defensa, esa losa pesada sobre una larga investigación que condujo a apenas algunas detenciones, pero que ha generado mucho relato de pasillo y de sobremesa. No hace tanto, justo en enero de este año, el anciano se atrevió a adelantar que le quedaba mucho por contar: “Je n’ai pas tout dit sur un certain nombre de sujets”, deslizó, y regresó a su retiro.
En marzo de 1998, el número 299 del semanario satírico Charlie Hebdo salía a la venta con una portada en la que aparecía una caricatura de Dumas. “Necesito un par de botines. –decía– Vendámosle fragatas a Kosovo”. Pero lo cierto es que, así como Kosovo no tiene salida al mar ni los esquimales necesitan neveras, el superministro de Mitterrand no conocía fronteras. Se dice que Picasso lo llamaba “Alexandre”, un modo de elevarlo, por su recorrido novelesco, al rango del binomio padre-hijo de aquellos fabuladores del siglo XIX con quienes el político no tenía parentesco alguno. Su único pedigrí fue haber sido hijo de un miembro de la resistencia fusilado en 1944 por la Gestapo. Lo demás se lo labró entre salones políticos, juicios notables, frecuentaciones de dudosa realeza y amores de todos los colores.
Propietario de obras de Magritte, de Braque y de Masson, abogado de Marc Chagall, Alberto Giacometti, Jacques Lacan y hasta del coronel Muamar el Gadafi, Roland Dumas fue el hombre discreto y sin escrúpulos que François Mitterrand, tan suspicaz con los diplomáticos de carrera, necesitaba para sus objetivos, sobre todo de cara al mundo árabe y países africanos.
Malquerido por no pocos barones del Partido Socialista Francés, Dumas fue el primero en apoyar la decisión de su amigo de establecer un sistema de escuchas telefónicas para vigilar a ciertos periodistas que consideraba demasiado críticos, otro de los escándalos del mitterrandismo. “A través de mí se quiere destruir el legado de Mitterrand”, protestó en Le Figaro en 1998. Pocos meses más tarde, la cubierta del diario Libération mostraba una caricatura del anciano sentado sobre un trono y con una mirada altanera; debajo podía leerse: “Dumas, la fin des arrogants”.
Tan obsesionado estaba con la idea del acoso que, en su libro L’Epreuve, les preuves, de 2003, Roland Dumas llegó a contabilizar los 119 artículos que hasta el momento le había dedicado Le Monde y los 81 de Libération, como parte de un supuesto complot que lo hacía heredero de Roger Salengro, aquel ministro de Léon Blum que en 1936 terminó suicidándose tras una campaña de prensa encarnizada contra su persona.
Al final, la corte de justicia absolvió al exministro de todo cargo, si bien llamaba la atención sobre su “comportamiento censurable”, al no haberse alejado de su amante cuando supo que sus manejos financieros, compras, noches de hotel y otros lujos podían provenir de procedimientos dudosos. ¿Quién se aleja de un amante, quién?
Para 2003, el político había sido obligado a dimitir como presidente del Consejo Constitucional, quinto personaje en importancia en la pirámide gubernamental, y última de las designaciones oficiales que le había concedido Mitterrand antes de abandonar el poder para entregarse a la muerte. Nada, que los gobiernos de izquierda también funcionan como mafias.
Mientras, Christine, la hija de un maestro comunista de provincia que lo había acompañado a cenas oficiales, viajes de Estado, a la Ópera de París y a los reservados de Roland Garros, fue condenada a 18 meses de prisión, de los que cumplió seis en la cárcel de Fleury-Mérogis. También tuvo que devolverle a la administración la suma que había recibido por las comisiones.
Pero aquella procureuse, como la habrían llamado en tiempos de Madame Feydeau y de Sarah Bernhardt, seguiría siendo noticia con la publicación de sus libros-bombas Opération Bravo, en el que sugiere que Dumas tenía contactos con Nicolaï Tchetverikov, el más alto directivo de la KGB en París; Corruption: une affaire d’États y Les amants maudits de la République. De todos, el más sonado fue La Putain de la République, una mezcla de relato de prisión, chisme político y confesión amorosa, cuyo título parte del mote que durante el juicio le endilgó a Christine Deviers-Joncour la jueza Eva Joly. Eran otros tiempos: hoy una autoridad de ese rango no se atrevería a apostrofar a un acusado de esa manera.
Narcisista, defensor de la poligamia, Roland Dumas también desprende ese aire superior de quien lo ha visto todo tras los cortinajes y conoce más de una trampa.
Porque este anciano que en su juventud deseó hacerse cantante de ópera, a quien muchos compararon con Talleyrand por su gusto por las mujeres y las intrigas, el amigo de Muamar el Gadafi y de Laurent Gbagbo, el lobista pro Bashar el-Assad que no escatimó en elogios hacia la Cuba fatigada de Fidel Castro, ese que apuntó que hasta había pensado en el suicidio mientras la justicia analizaba el caso de sus zapatos Berluti y de sus turbios manejos, no ha sido más que un hábil y eficaz histrión.
Al final, tras el paso de las tormentas y con la eclosión de nuevos rostros, tal parece que la telenovela Dumas ha acabado. Pero, insisto, este abogado florentino e intrigante un día volverá a ser noticia, incluso aunque haya muerto.
¿Dónde aparecerán entonces esos zapatos que tanto ruido hicieron? ¿En qué subasta online, en qué museo de lo sinuoso? Tal vez una mañana aparezcan junto al zapato que, cuentan, perdió María Antonieta al ser empujada a la guillotina, a los mocasines rojo profundo del papa Benedicto XVI o a aquellos otros de tacón pronunciado con los que Nicolás Sarkozy intentaba, en tiempos de gloria, emular la altura y prestancia de su mujer.
(La Habana, 1971) es narrador y ensayista. Autor de "El último día del estornino" (Viento Sur, España, 2011), Cuerpo a diario (Hypermedia, España, 2014), Notas al total (Bokeh, Países Bajos, 2015) y Hotel Singapur (Audere, E.U., 2021), entre otros.