Foto: Natalia Fedosenko/TASS via ZUMA Press

Alexiévich, la revolución y los fármacos

Los partidarios y los opositores de Aleksandr Lukashenko saben que lo que acontece en estos días en Bielorrusia es una revolución. Y unos y otros saben que las revoluciones no siempre triunfan.
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Hace unos días escribí a Svetlana Alexiévich un mensaje de apoyo. Se lo escribí en Telegram, una aplicación de mensajería instantánea que comenzó a utilizar en los días de las protestas que sacuden Minsk desde el verano y, especialmente, tras las sospechas de fraude electoral en las elecciones del 9 de agosto pasado.

 

Alexiévich, premio Nobel de literatura en 2015, es miembro del Comité de coordinación que busca, tal vez ya debamos decir «buscaba», trazar los cauces por los que emprender una transición en Bielorrusia, tras una eventual marcha de Aleksandr Lukashenko. A lo largo de esta última semana todos los miembros de ese Comité fueron expulsados del país o detenidos por medio de contundentes dispositivos policiales. A ella aún la protege su nombre, el nombre de pila de su fama, y los diplomáticos europeos en Minsk que acuden a su casa a hacerle compañía para prevenir que se la lleven por la fuerza. Pero quienes conocemos su talante liberal, su manifiesta incapacidad para bajar la cabeza y callar, somos conscientes de que el muro de su celebridad podrá dejar de protegerla el día en que el régimen de Minsk se vea perdido. O, más bien, la noche.

Por eso le escribí desde la tierra firme de mi mesa a las arenas movedizas en las que se encuentra ella, como hace uno en tales circunstancias: alabando el arrojo, pero aconsejando cautela. Acababa de ver a Lukashenko en un canal bielorruso, empuñando un fusil automático y acompañado de su hijo armado hasta los dientes. Las imágenes los mostraban sobrevolando en helicóptero el Palacio de la Independencia y caminando después frente a la mole de mármol blanco, con el aire de quienes van a una guerra concebida para ser emitida por televisión, un reality show bélico. Todo parecía impostado en ellas, salvo, por razones obvias, el helicóptero.

Fuera de Bielorrusia, ese país que llamamos con desdén y un punto de alivio “la última dictadura de Europa”, en esa secuencia muchos vieron al gigante que es Lukashenko (188 cm) como a una suerte de dictatorzuelo africano. Yo que crecí un poco más al este del Este que es Minsk, vi ahí enseguida un artefacto poscomunista. Con el ridículo que ello entraña, sí, pero también con su potencial destructivo.

Lukashenko, el hombre que gobierna Bielorrusia desde 1994, no es lo peor del poscomunismo, ni siquiera lo más letal (¡para eso está el novichok!), pero sí es hoy su cara más desfachatada. Y no parece que los bielorrusos quieran soportar más el régimen autoritario, corrupto y corruptor que les ha impuesto. Sobre todo, cuando llevan años viendo prosperar a las llamadas repúblicas del Báltico, tres países que han sabido sobrevivir a la experiencia soviética e integrarse plenamente en las instituciones y la política económica europeas.

Es siempre complejo situar el momento exacto en el que la gente se ha hartado de una dictadura. ¿Cuánto tiempo pasa desde el día en que reconocen vivir en una, hasta que se deciden a dejar de hacerlo, a intentarlo al menos? Digo de una dictadura de verdad. De las que controlan el edificio social de arriba abajo. Dictaduras técnicamente perfectas y sin aparente fecha de caducidad como la bielorrusa, porque carecen de ideología y se sostienen exclusivamente gracias a un ejercicio muy bien calculado de la fuerza y a un clientelismo que garantiza un relativo bienestar económico. ¿Cómo sacudirse de una dictadura así? ¿Qué está ocurriendo en Minsk? ¿Cómo llamarle a lo que vemos a diario en sus calles creciendo sin parar estas últimas semanas?

La respuesta a esa pregunta me la dio precisamente Svetlana Alexiévich en su respuesta a mi mensaje: “Te agradezco tus palabras de aliento. Ahora sé que las revoluciones no son sólo hermosas, porque también son terribles”.

Una revolución.

En Bielorrusia lo saben. Lo saben en la calle y lo saben en Palacio. Y saben unos y otros que las revoluciones no siempre triunfan, que hay mucha montaña que acaba pariendo ratón. ¿Se acuerda alguien de aquel Juan Guaidó que parecía tener a Venezuela lista para democrático delivery? Ahí está la tiranía del momentum, del clímax, que es cosa de la física y la política. Y de la noche tras noche en la escaleta del programa de noticias y el día a día del tablero geopolítico, torre allí, peón allá, brava y después lánguida reina acullá.

Con todo, que en medio de la pandemia, en este año de la peste en el que AstraZeneca y su vacuna en ciernes cotizan más en el interés del público que cualquier otro evento, es un fenómeno extraordinario que un pequeño país postcomunista engastado como una joyita de pocos quilates en un rincón de Europa se esté abriendo hueco unas semanas en la fiesta de las noticias.

Resulta aún más interesante, en términos pedagógicos, porque Bielorrusia muestra un retrato cabal de un mundo que parecía distante, el mundo soviético. Es un tableau vivant, un diorama como de Museo de Historia Natural, pero de uno que se ocupe de la historia política. Pero es, a la vez, un ejemplo de revuelta popular sin populismo. Y esa frescura es la vitamina pura de una manera de ver la democracia, ¡y sobre todo anhelarla!, que brilla en tiempos de cancel culture, populismos de izquierda y derecha, nacionalismos xenófobos y desprecio por la democracia representativa.

No menos interesante resulta Bielorrusia en cuanto a su rol en los equilibrios del poder en Europa, donde Rusia no se ha privado en las últimas décadas de atizar el caos y la subversión. La cercanía de Bielorrusia a Rusia, geográfica y también, aunque de manera irregular, política, será un elemento clave en el saldo de las protestas, cualquiera que acabe siendo. Y la posibilidad de que el Kremlin deje caer a Lukashenko con el consiguiente establecimiento en Minsk de un gobierno proeuropeo parece muy remota. Putin, que nunca ha ocultado su disgusto por el saldo de las reformas de Gorbachov en los 80 del siglo pasado, no quiere un Lukashescu, como se le ha venido llamando a Lukashenko en alusión al final del dictador rumano, en una antigua provincia del imperio.

Es curioso que fuera precisamente en Bielorrusia donde se consagró la disolución de la URSS. Ese acto que Vladimir Putin ha llamado “la mayor catástrofe geopolítica del siglo” tuvo lugar en un pabellón de caza ubicado en los confines del antiguo imperio soviético, a escasos kilómetros de la frontera con Polonia y en medio de un bosque milenario, Bélaya Vezha o Bialowieza, habitado por urogallos y los últimos bisontes europeos. Allí, bajo la coqueta linterna que remata un pabellón de caza, el 8 de diciembre de 1991 se consumó la implosión del sistema político soviético. La Revolución rusa, una de las grandes revoluciones del s. XX, acabó formalmente en Bielorrusia. ¿Querrá la historia, el futuro relato de la historia, que Rusia le responda ahora con simétrica cancelación, aún antes de que la revolución bielorrusa triunfe?

Hace unos días, Vladimir Putin recibió a Aleksandr Lukashenko en Sochi. Le ha dado dinero, mucho dinero, y le ha dado vacunas contra la peste que asola el mundo. Es difícil imaginar dos palancas contrarrevolucionarias más eficaces en el paisaje de la pandemia y la crisis económica que esta trae a Bielorrusia, como a buena parte del planeta.

Un fármaco y otro fármaco.

Habrá que ver si los bielorrusos están vacunados contra la simetría y el destino.

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Jorge Ferrer es traductor y escritor. Ha traducido a Svetlana Aleksiévich, Iván Bunin y Vasili Grossman. Su último libro, Días de coronavirus. Un itinerario, ha aparecido hace unas semanas en Editorial Hypermedia.


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