En la Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides, el historiador griego que vivió en el siglo V a.C., narra un potente diálogo entre los poderosos atenienses y los habitantes de Melios, una ciudad independiente de la Hélade que ocupaba una pequeña isla del mar Egeo. El intercambio entre los embajadores atenienses y los melios es considerado un pasaje histórico clave para la teoría de las relaciones internacionales. El “Diálogo de los melios” constituye una auténtica pieza analítica del poder al retratar de modo fiel cómo este se ejerce, concentra y emplea en el ámbito que concierne a la supervivencia de una ciudad-Estado en sus relaciones con otras. Porque es eso, ni más ni menos, lo que está en juego: la supervivencia.
En la interlocución, los atenienses empiezan exigiendo el reconocimiento de que Melios tiene una deuda con ellos, al haber tenido en el pasado vínculos con Esparta. A su vez, desde la óptica ateniense, los melios no están en condiciones de exigir una interlocución horizontal porque, en el campo de las relaciones entre ciudades-Estado, lo justo vale cuando hay igualdad de fuerzas, ya que los poderosos hacen todo lo que sus fuerzas les permiten, mientras que los débiles solo hacen lo que pueden. Se concluye de lo anterior, que los preceptos morales, que de modo recurrente los melios intentan formular en el intercambio, no son válidos en el campo de las relaciones entre estados, puesto que los términos de negociación solo deben atenerse a lo fáctico, en este caso, al poder. La sinceridad ateniense en el empleo del recurso de poder es tal que afirman que para ellos es mejor la rendición de Melios que la declaración de guerra, puesto que una ciudad devastada no está en condición alguna de ofrecer tributos al invasor.
La relectura de este pasaje de Historia de la guerra del Peloponeso nos ilustra, una vez más, por qué hay que regresar siempre a los llamados clásicos. Parece inevitable pensar un paralelo entre el “Diálogo de los Melios” y la mediática reunión en el Salón Oval de la Casa Blanca entre el presidente Trump y el presidente ucraniano Volodímir Zelenski. Esta llamativa muestra de la nueva alta política internacional, solo trae de vuelta la vieja doctrina realista, ya descrita en el siglo V a.C. por Tucídides, posteriormente recogida por autores como Nicolás Maquiavelo y Thomas Hobbes, y luego, formalmente desarrollada en el campo de las relaciones internacionales como disciplina contemporánea de estudio por autores como Hans Morgenthau.
Morgenthau definió en Escritos sobre política internacional (1948) seis principios del realismo político: (i) los preceptos de la política internacional derivan de la naturaleza humana; (ii) el interés se define siempre en términos de poder; (iii) el poder y los intereses son dinámicos; (iv) los principios morales universales no pueden ser aplicados a las relaciones entre los Estados sin ser ponderados a través de circunstancias concretas de tiempo y lugar; (v) no existe un imperativo categórico universal en las relaciones internacionales; y (vi) las relaciones entre estados son un ámbito con autonomía moral e intelectual respecto de otras disciplinas.
Ucrania demanda garantías de seguridad a Estados Unidos ante la invasión rusa, pero la lógica trumpista es la misma que aplicaron los atenienses en el diálogo narrado por Tucídides: Ucrania no está en unas condiciones favorables en la balanza de poder, por ende, debe someterse a lo que imponga Rusia o a lo que imponga la potencia norteamericana. Sin antes, por cierto, exigir que Ucrania ponga a su disposición materias primas derivadas de sus valiosos recursos naturales ubicados en las llamadas “tierras raras”, término que alude a los diecisiete elementos semejantes desde el punto de vista químico usados en la industria tecnológica. Así, Trump, empleando la vieja pero imperecedera doctrina realista, quizás en su versión más descarnada, está forzando un cambio de paradigma en las reglas de un sistema internacional basado en el multilateralismo, que presume de ser un esquema duradero y estable de alianzas y reglas mayormente predecibles.
“America First”, en el campo de las relaciones internacionales, no es otra cosa que poner a Estados Unidos y sus intereses en el centro del orden mundial, sin escatimar en todo tipo de medios para acometer dicha misión. ¿Acaso la imposición de tarifas a los intercambios comerciales con socios de Estados Unidos no son una herramienta más de presión y negociación? Sin embargo, la férrea aplicación de esta lógica realista posee algunas peculiaridades. Si bien Trump prioriza los intereses inmediatos de su país con una estrategia de fuerza y transacción, no es del todo claro que su enfoque fortalezca la posición global del gigante estadounidense, al menos en el largo plazo. La política arancelaria y el trato utilitario a los aliados comienza a erosionar la confianza en la estabilidad del liderazgo internacional estadounidense, ofreciendo una oportunidad única para que actores que rivalizan en la disputa geopolítica con la primera potencia mundial, como China y Rusia, expandan sus zonas de influencia territorial en el orbe.
Así, la pregunta sigue abierta: ¿hasta qué punto este ejercicio crudo del poder es una estrategia sostenible para la primacía de Estados Unidos? ¿Acaso terminará socavando su propia hegemonía? Estas interrogantes no parecen contener la pulsión de Trump, quien como los atenienses en Melios, parece actuar sin las pretensiones morales ni los pretextos idealistas que en ocasiones rigieron y en muchas otras edulcoraron la diplomacia estadounidense durante gran parte del siglo XX.
Su mensaje es claro: el poder no necesita justificación, solo se ejerce.