El miércoles pasado pregunté a los tuiteros que me siguen si le deseaban una Presidencia exitosa a Enrique Peña Nieto. En las respuestas esperaba una de esas avalanchas de discordia que tienden a prevalecer en las redes sociales cuando se habla de política. Me llevé una sorpresa. Contra lo que pensaba, la mayoría respondió deseándole un gobierno exitoso al nuevo presidente. “Si ‘presidencia exitosa’ significa crecimiento económico, educativo, estabilidad social y sin corrupción, sí se la deseo”, respondió Eugenio Lojero. “Yo no voté por él pero sería una verdadera estupidez querer que no triunfe”, me dijo Alberto Portela: “su fracaso sería el fracaso de México”. Víctor Fernando Silva respondió algo parecido: “Sí: deseo una administración exitosa por el bien de México. La animadversión es aparte”. Jorge Barranco no se anduvo por las ramas: “Si, claro. Aunque sea un priista corrupto, nos interesa que el país avance”. Al final, menos de 10 por ciento de los mensajes que recibí anhelaban el fracaso de Peña Nieto. En otro matiz interesante, la mayoría de aquellos que dijeron esperar un mal sexenio, explicaban su antipatía en términos puramente pragmáticos. Dan Corres confesó querer el tropiezo del nuevo presidente porque “eso aseguraría que el PRI no regresará al poder dentro de 6 años”. La reacción de los tuiteros me asombró y hasta me emocionó. Tras una década de enconos personalísimos, no es poca cosa que una mayoría quiera un buen destino para el nuevo presidente.
Yo también le deseo un gobierno exitoso a Enrique Peña Nieto. Si quiere conseguirlo, necesitará temple para defender su proyecto de nación y humildad para controlar las tentaciones del poder. Cuando lo entrevisté siendo aún candidato del PRI, Peña dijo tener muy claras las “responsabilidades del Estado mexicano”. Una y otra vez ha subrayado que su gobierno será recordado como el sexenio de la competencia. Ha prometido reformas sustanciales, sugiriendo que no cederá a la presión vociferante de las minorías ni caerá en la trampa del irreductible sector jurásico de su partido. En alguna otra ocasión lo escuché afirmar que tampoco gobernará pensando en la popularidad, como hiciera ese eterno presidente-candidato que fue Vicente Fox. A juzgar por lo que ha dicho, el presidente electo promete un gobierno concentrado en el ejercicio pragmático de la política; resultados antes que intereses. Una Presidencia “sin amigos”, ha advertido. Habrá que verlo. La idea de un priista impermeable a clientelismos, estructuras corporativas y rémoras de diversa índole y capacidad de succión parece algo parecido a una Utopía.
Además de la presencia de ánimo y la fortaleza para defender un proyecto reformista de país, el nuevo presidente de México tendrá que aprender a embridar el ego…el suyo y el de sus colaboradores. Enrique Peña Nieto tiene 46 años, dos años más que Felipe Calderón al asumir el poder. Ya no se cuece al primer hervor. Pero la Presidencia no es solo el hombre. Y Peña Nieto está rodeado de gente joven y ambiciosa, que tendrá su primer roce con el poder, al menos con este calibre de poder. No me sorprende que, en los meses de la transición, varias voces se hayan quejado de los desplantes del grupo de treintañeros y cuarentones tempranos que rodean al nuevo presidente. Talento no les falta. Preparación académica mucho menos. Pero el cementerio de la política está lleno de doctores en ciencia política y economía que han cedido a la tan mexicana tentación del charolazo. Los jóvenes que ocuparán Los Pinos en las próximas semanas deberán tener muy claras las lecciones casi shakespeareanas de aquel otro grupo de wunderkinder que, por allá de principios de los 90, quisieron transformar el país pisoteando los muy sensibles callos de la clase política mexicana. La vehemencia y la claridad de propósito son una cosa; la pedantería y la soberbia son otra completamente.
Si Enrique Peña Nieto logra ejercer el poder con sentido de misión, no se arredra ante las presiones previsibles ni cede al canto de las sirenas de la popularidad; si consigue que su notable equipo de trabajo se dedique a lo suyo y se olvide de poses y desplantes; si de verdad demuestra que tiene muy, pero muy claras las responsabilidades del Estado, los siguientes seis años serán buenos para él y para México. Si resbala aunque sea un poco, si pierde el rumbo aunque sea por un instante, la historia —ya lo he dicho antes— lo juzgará con dureza.
Por lo pronto, presidente: suerte.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.