“Me gustaría que nos hicieras un favor”. Esas fueron las fatídicas palabras que Donald J. Trump pronunció la mañana del 25 de julio de 2019 y que terminaron desencadenando el proceso que lo convirtió en el tercer presidente de la historia en ser sometido a un juicio político, uniéndose a Andrew Johnson y Bill Clinton como miembro de ese selecto e ignominioso club. Su interlocutor era Vladímir Zelenski, el novato presidente ucraniano que acababa de mencionarle los misiles antitanque Javelin que su ejército necesitaba urgentemente para seguir combatiendo a las fuerzas separatistas financiadas por Rusia. Pero Trump estaba más preocupado por la elección de 2020 que por ayudar a un aliado en peligro, así que condicionó ese paquete de ayuda militar, y una reunión personal con Zelenski, a que este ordenara y anunciara públicamente una investigación en contra de Joe Biden, el candidato demócrata que más probabilidades tiene de derrotarlo en la elección presidencial del próximo año, y su hijo Hunter.
Así, el presidente número 45 de Estados Unidos, el supuesto “líder del mundo libre”, decidió abusar de su poder y privilegiar sus mezquinos intereses personales por encima de los de su país, chantajeando a una nación aliada, y enzarzada en una cruenta guerra contra la Rusia de Vladimir Putin. “¿Quieres ayuda militar? Ayúdame a desprestigiar al más peligroso de mis rivales políticos.” Quid pro quo. Para desgracia de Trump, Estados Unidos no es una República bananera y la conversación estaba siendo registrada y monitoreada por varios servidores públicos que reconocieron instantáneamente la gravedad de la bajeza que el presidente acababa de cometer. Un puñado de ellos, incluyendo a un agente de la CIA apostado en la Casa Blanca, reportaron el hecho a sus superiores.
Cuando los “Padres Fundadores” redactaban la Constitución, uno de los problemas que más los atormentaba era cómo prevenir que el nuevo país cayera en manos de un hombre con temperamento autocrático, como el rey inglés al que acababan de derrotar. Alexander Hamilton siempre impulsó la idea de un ejecutivo fuerte, pero con contrapesos, y fue precisamente él quien propuso la figura del impeachment, ese proceso de destitución al que acaba de ser sometido Trump. En un texto publicado en 1792, Hamilton advirtió sobre el peligro mortal que representaría para la República el hipotético ascenso al poder de un demagogo escalofriantemente parecido al actual presidente de Estados Unidos: “despótico en su trato cotidiano”. “Sin principios”. “Desmedidamente ambicioso y de temperamento temerario”. Alguien “empeñado en avergonzar al gobierno a la menor oportunidad”, y en “hundir al país en la confusión”. Pero “capaz de montar el caballo de la popularidad”, y de “cabalgar la tormenta dirigiendo su remolino.”
Hamilton se opuso firmemente a que fuera la Suprema Corte quien juzgara al presidente y argumentó que lo mejor sería que la Cámara de Representantes funcionara como la encargada de llevarlo a juicio y el Senado fungiera como el jurado responsable de juzgarlo y dictarle sentencia. Lo que Hamilton buscaba era evitar que el partidismo contaminara el proceso y que la afinidad política o el equilibrio de poder entre partidos tuvieran más que ver con el resultado que la inocencia o culpabilidad del acusado. Lo que el gran estadista no pudo prever fue que en 1913 la Decimoséptima Enmienda de la Constitución convertiría al Senado en una cámara electa por votación popular, viciando el procedimiento con el celo partidista que tanto temía. Y eso fue precisamente lo que sucedió el pasado miércoles 18 de diciembre cuando todos los representantes republicanos votaron en contra del juicio contra Trump, mientras que los demócratas (con un par de excepciones) votaron a favor.
Sin embargo, el caso contra Trump no podría ser más sólido. Varios testigos, incluyendo a funcionarios nombrados por el mismo presidente e incluso amigos personales suyos, han confirmado la naturaleza transaccional de la llamada, el famoso quid pro quo, y han revelado que la presión ejercida en contra del gobierno ucraniano no se limitó a esa conversación telefónica. Además, la Cámara de Representantes no sólo aprobó enjuiciar al presidente por abuso de poder, sino también por obstruir la investigación en su contra. Pero el Partido Republicano ha decidido cerrar los ojos ante toda esa irrefutable evidencia y prefirió transformarse en una secta al servicio de un solo hombre, traicionando a la Constitución y a esa República a la que hipócritamente honran en el nombre del partido. Algunos representantes republicanos cayeron tan bajo el miércoles pasado, que se atrevieron a comparar a Trump, ese hombre corrupto, racista y cruel, con el mismísimo Jesucristo. Es indudable que todos los protagonistas de este drama serán juzgados por la historia y sospecho que el veredicto será implacable con algunos.
Pero si Trump es el villano indiscutible de esta trascendental puesta en escena, entonces es innegable que Nancy Pelosi es la heroína. La presidenta de la Cámara de Representantes se ha comportado a la altura de la delicada misión que el destino puso en sus manos, instilando en el procedimiento la solemnidad, responsabilidad histórica y astucia política que las circunstancias demandan. A pesar de los innumerables escándalos que han rodeado a Trump desde el primer día de su administración, Pelosi se había mantenido escéptica respecto a la pertinencia de detonar un juicio en su contra. Pero la llamada con Zelenski cambió todo. Nadie, ni el presidente mismo, puede estar por encima de la ley. Y los Padres Fundadores diseñaron la figura del impeachment precisamente para proteger a la democracia norteamericana de un hombre como Trump.
Tomando en cuenta que los republicanos controlan el Senado y que los demócratas jamás obtendrán los votos necesarios para remover al presidente de su cargo, hay quienes prefieren concentrarse en consideraciones coyunturales a la hora de analizar el juicio contra Trump: ¿ayudará o perjudicará al Partido Demócrata rumbo a la elección de 2020? ¿Debilitará o fortalecerá al inquilino de la Casa Blanca? Quizá Pelosi tenga muchos defectos, pero la miopía histórica no es uno de ellos, y por eso comprendió que el impeachment contra Trump era un deber constitucional y no una carta más en un mazo de estrategias políticas. Y como la estadista consumada que es, decidió hacer lo correcto sin detenerse en cálculos electorales.
Trump no está políticamente muerto, a pesar de este golpe a su ego y esta mancha indeleble en su legado, pues en esta era aciaga los demagogos populistas tienen más vidas que un villano de película de terror. El tiempo dirá qué efecto tuvo sobre el electorado este amargo capítulo en la historia de Estados Unidos. Personalmente pienso que si Joe Biden gana la nominación, los votantes preferirán su decencia y moderación y convertirán a Trump en un presidente de un solo período. Por lo pronto, Nancy Pelosi y los representantes demócratas que votaron a favor del impeachment pueden dormir con la conciencia tranquila y ver de frente a los ciudadanos de la democracia moderna más antigua del mundo, pues se comportaron honorable y responsablemente en una era de canallas.
es escritor y analista político.