Foto: Chepa Beltran/VW Pics via ZUMA Wire

El gobierno colombiano llegó tarde al estallido social

Al no escuchar el clamor de un país empobrecido y desatar la represión como única réplica a la protesta, el gobierno de Iván Duque le ha dado oxígeno a una movilización que ya completa 15 días en Colombia.
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Colombia cumple tres semanas de una protesta social difícil de encasillar, y aun más difícil de resolver. La detonó una reforma tributaria que impactaba de diversas maneras a la clase media e incluso proponía gravar los servicios funerarios. Una medida indolente justo cuando el país atravesaba el peor momento de la pandemia.

Aunque es claro que la emergencia sanitaria ha dejado un hueco fiscal que es necesario llenar, la falta de apoyo político y la crítica desde diversos sectores de la economía mostraban que no era el momento para que Iván Duque presentara la tercera –sí, tercera– reforma tributaria de su gobierno. Casi al tiempo que se radicaba el proyecto, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística anunciaba que más de tres millones de colombianos pasaron a ser pobres en el 2020. Es decir que, en Colombia, según el DANE, hay 21.2 millones de personas, el 42.5% de la población, que no tiene lo básico para vivir.

Como ocurrió en noviembre de 2019, la protesta del 28 de abril reunió diversas causas y actores alrededor de un rechazo generalizado al gobierno actual y muchas de sus políticas. Lo que separa a una protesta de la otra es un año de pandemia en el que se perdieron 2.4 millones de puestos de trabajo, se cerraron más de 500 mil negocios y el PIB colombiano registró la mayor caída de su historia.

La ironía es que justo cuando la mayoría de los gobiernos locales estaban endureciendo las medidas de confinamiento debido a la alta ocupación de las Unidades de Cuidados Intensivos, muchos colombianos se volcaron a las calles. “Si un pueblo sale a protestar en medio de una pandemia, es porque el gobierno es más peligroso que el virus”, decía la pancarta que se convirtió en una de las postales de este estallido social.

A la par con las protestas masivas y pacíficas, se presentaron saqueos, incendios de buses del transporte público y algunos enfrentamientos de la fuerza pública con los manifestantes. En Cali, la tercera ciudad del país, estos episodios violentos fueron especialmente graves. En su mensaje al final de la primera jornada de protesta, el presidente Duque rechazó “vehementemente los actos vandálicos criminales”, pero no reconoció la masiva protesta pacífica ni condenó los excesos policiales.

Su reacción no es nueva, como tampoco lo es la respuesta desproporcionada por parte del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) de la Policía Nacional. Sin embargo, el grado de violencia al que se ha llegado desde que comenzó la protesta sí es inédito, como lo muestran las cifras de muertos y desaparecidos hasta hoy. Según la ONG Temblores, al 11 de mayo se registraban 40 casos de víctimas mortales en los que el presunto agresor es un miembro de la fuerza pública. Según la Defensoría del Pueblo, 42 personas han muerto en el marco de las protestas, incluyendo un policía. También se reportan 168 personas desaparecidas.

Más allá de las escabrosas cifras, el abundante material de video y los testigos oculares han permitido vivir la tragedia casi en tiempo real, y han suscitado el rechazo de la comunidad internacional. Muchos de los excesos policiales han quedado documentados. Son los casos de Santiago Murillo, en la ciudad de Ibagué, cuyo error fue pasar por el lugar donde poco antes unos jóvenes se habían enfrentado con la Policía. O el de Nicolás García, a quien le dispararon en la cabeza mientras participaba en una velatón, en el norte de Cali. Una vez más, la necesidad de una reforma policial se puso sobre la mesa.

Dos días antes del asesinato de Murillo y García, el expresidente Álvaro Uribe Vélez había trinado en su cuenta de Twitter: Apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”. Por su parte, el presidente Duque también hablaba de “judicializar a los vándalos”; un discurso que, unido a los muertos de cada día, iba azuzando el fuego cada vez más.

Tras seis días de manifestaciones, el mandatario retiró el proyecto de reforma tributaria, y poco después renunció el ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla. Pero eso no fue suficiente para desactivar la protesta ni la indignación. “El desespero ciudadano se expresa en el ejercicio del legítimo derecho a la protesta, que exige comprensión: la empatía y el reconocimiento son el comienzo de la solución”, señalan los ex negociadores de paz, Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo.

Fue necesario que se derramara mucha sangre antes de que el gobierno comenzara a comprender esto. Y fue gracias a lo que se ha vivido en Cali ­–total anarquía o resistencia organizada, según desde donde se le mire– que Iván Duque se vio obligado a salir de su palacio para ver y oír la realidad de un país resquebrajado.

 

Cali, resistencia y caos

Que Cali se haya convertido en el epicentro de las protestas se explica en parte por sus cifras de pobreza y desempleo. Del 2019 al 2020 la proporción de la clase media pasó del 45.7% de la población al 35.2%. En contraposición, el porcentaje de población pobre y vulnerable representa el 62.5%. El desempleo alcanzó el 18.6% en el 2020, muy por encima del promedio nacional.

Sin embargo, hay algo más allá de esta coyuntura económica, en gran medida causada por la pandemia. Cali es un conjunto de contradicciones en el que se refleja todo un país. Es a la vez un importante centro industrial y un lugar donde operan diversos actores criminales vinculados con el narcotráfico; en ella confluyen afrodescendientes, indígenas y mestizos, pero existe una gran división que se traduce en racismo y desigualdad. Cali es desde hace años la ciudad más violenta de Colombia, pero también es conocida como “la capital mundial de la salsa”.

Sin saber cómo responder a una protesta inédita, las autoridades han oscilado entre la represión y el total abandono. Es así que Cali ha sido el escenario de mayor violencia contra los manifestantes, con 35 de las 47 muertes registradas a nivel nacional (según Temblores), pero también de saqueos y robos realizados a plena luz del día. De las 120 estaciones de gasolina de la ciudad, se estima que al menos 63 fueron asaltadas por completo. El principal sistema de transporte público de la ciudad dejó de funcionar durante 13 días, debido a los incendios y daños que podrían superar los 20 millones de dólares.

“Los políticos en Colombia están muy confundidos frente a la protesta social”, señala la politóloga y columnista Sandra Borda. Saltando de la estigmatización a la invitación al diálogo desde Bogotá, Iván Duque esperó casi 15 días para ir a Cali, a pesar de las peticiones desde todos los sectores y partidos políticos.

El panorama es aun más complejo si se considera que existe un Comité Nacional del Paro, cuyas exigencias no coinciden muchas veces con lo que pide la gente en las calles, con lo que necesitan los jóvenes que se enfrentan a la policía dispuestos a morir. Según el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), que acompañó desde el 30 de abril la protesta en Cali, aunque la movilización comenzó a partir de la convocatoria del 28 de abril, esta ha sido liderada “de manera autónoma, por ciudadanos de a pie, que por siglos han venido sufriendo el abandono estatal”.

Luego de un incidente en el que civiles armados les dispararon a miembros de la guardia indígena, Iván Duque viajó a Cali para encabezar un consejo de seguridad. Parecía que su respuesta se quedaría ahí, pero un día después volvió. Prometió educación superior gratuita para los estratos más pobres y la instalación de espacios de diálogo en todo el país para escuchar a los jóvenes “y encontrar soluciones claras a sus necesidades”.

Mientras el Comité Nacional del Paro convoca a nuevas movilizaciones a nivel nacional, la pregunta es si la reacción tardía del gobierno será vista por los jóvenes protagonistas de estas protestas como una esperanza, por más pequeña, de ser escuchados, o si verán en ella el anuncio de una nueva promesa incumplida.

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periodista colombiana, miembro de la Mesa Editorial CONNECTAS.


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