Foto: Eyepix/NurPhoto via ZUMA Press

El INE que nos pertenece

El pasado domingo, 1.4 millones de personas sirvieron como funcionarios de casilla. En sus ataques al INE, Morena olvidó ese vínculo ciudadano que emerge en cada elección y le da legitimidad a los resultados.
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“¿A qué hora vendrá Raquel?”, soltó en voz alta el primer secretario de la casilla que me tocó presidir el domingo pasado. Entusiasmado por marcar en la lista nominal a quienes ya habían votado, notó, como suele suceder en muchos barrios de la ciudad de México, que habían acudido a la casilla casi todos los integrantes de una numerosa familia. Faltaba Raquel. La pregunta, envuelta en una inocente metáfora que hacía de nuestra lista nominal un pequeño Panini electoral, nos dio combustible social para carburar las más de 16 horas en las que seis perfectos desconocidos pasamos juntos el domingo 6 de junio.

Convocados aleatoriamente en uno de los mayores despliegues territoriales que hace el INE –para conformar 163 mil casillas fueron seleccionadas millón y medio de personas–, quienes acudimos al llamado cumplimos con dos objetivos fundamentales. Uno, dotar de legitimidad los resultados de la votación al final de la jornada y, dos, construir las condiciones de confianza para, parafraseando a Pierre Rosanvallon, ampliar esa legitimidad a una dimensión moral de integridad y otra sustancial afincada en la idea del bien común. Estábamos ahí como un servicio a nuestra comunidad para, con nuestro tiempo y presencia, construir los cimientos de una relación efímera, pero lo suficientemente sólida para honrar la promesa de que los votos serán bien contados.

No es poca cosa. Y aunque el INE no puede por sí mismo erradicar la desconfianza que taladra el tejido social del México contemporáneo, ofrece, al menos, eso que el mismo Rosanvallon llama la organización de la desconfianza en torno a controles ciudadanos e institucionales que dan transparencia a los procesos electorales. Decenas de pequeños procedimientos secuenciales, que pueden de inicio parecer abrumadores y exasperantes, pero que tienen como único y principal propósito procrear un microcosmos electoral que, en un solo día, nace, crece, se reproduce y muere plasmado en un acta que consigna numéricamente la voluntad colectiva de una suma de pequeñas comunidades electorales.

De todas las contradicciones que uno encuentra en el paisaje social y cultural de nuestro país, la electoral es una de las más inquietantes. Mientras nosotros reíamos en un barrio coyoacanense al sur de la capital, en Tijuana, Metepec, Puebla y otras ciudades, “sujetos armados” amedrentaron, robaron e incluso asesinaron a funcionarios de casilla. Porque sí, porque se puede, de la misma manera que veintiocho candidatas y candidatos fueron asesinados durante las campañas. Una muestra del esfuerzo colectivo por dotar de sentido un paisaje en donde zonas inertes y necrosadas por la violencia, la marginación y la ausencia de todo estado de derecho conviven con distritos que premian o castigan a sus gobernantes en las urnas.

El alcance y dimensión de la cobertura territorial del INE es abrumador. Su gente entra a capacitar y visitar personas en lugares en los que gobierna el crimen organizado o en privadas residenciales con más filtros de seguridad que Alcatraz. A golpe de timbre, las y los capacitadores asistentes electorales del INE, como nuestros Luis, Jesús y Björk (sí, honrando a la cantante islandesa), construyeron una red de legitimidad y confianza de ciudadanos para ciudadanos.

De los múltiples análisis de los resultados electorales, adelanto uno que me parece fundamental de cara al 2024. El presidente López Obrador y Morena, su partido, equivocaron el tiro cuando decidieron hacer del INE su némesis electoral. Atrapados en un callejón sin salida argumentativo –“que el gobierno organice las elecciones”–, arrastrados por sus propias fobias políticas, decidieron, literalmente, amenazar de muerte a la autoridad electoral, cantándole su inminente ejecución legislativa. Utilizaron buena parte de su capital político para amedrentar a la que probablemente sea la mejor institución pública que ha tenido este país. Una cuyo vínculo ciudadano emerge en cada elección cada vez que una persona, como las cuatrocientas sesenta y cuatro que votaron en mi casilla (63% de participación), dan gracias a sus vecinos por dedicar un domingo a inyectarle, a pesar de un contexto de pandemia y violencia política, legitimidad y confianza a las elecciones.

Es difícil no suponer que un sector del electorado rechazó estas bravatas electoreras propias de tiempos más autoritarios, en donde pintar a una autoridad como parcial y protagónica buscaba amedrentar a quienes han tomado decisiones que incomodan, desde su autonomía, al poder. No se estaban metiendo con el árbitro: se estaban metiendo con las y los ciudadanos que hacemos que las elecciones pasen. Al final de la jornada, Raquel no llegó a votar, pero Andrea, Mariana, Luis, Fermín, Alberto y yo pudimos confirmar que la confianza y legitimidad de las elecciones las construimos juntos.

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es investigador del CEIICH-UNAM y especialista en comunicación política.


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