Cuando era joven y escuchaba las (escasas) conversaciones entre mi padre y sus amigos sobre sus años de juventud en el periodo de entreguerras, solía añorar esos años pensando en lo genial que debió de ser crecer entonces, entre 1918 y 1938, cuando tres poderosas ideologías, liberalismo, comunismo (con sus múltiples sombras internas) y fascismo, se enfrentaban sin piedad en Europa y el mundo.
No solo es que lo que ofrecían estas ideologías fuera muy diferente y poderoso sino que había mucho en juego. Elegir una u otra ideología (o en el caso comunista, uno u otro subgrupo) te conducía casi siempre directamente hacia la ilegalidad, la cárcel o, para muchos, la muerte. La intensidad de una ideología no se mide solo en el espacio de las ideas, sino también en el espacio de los riesgos que la gente está dispuesta a correr para defenderla.
El entusiasmo y envidia casi oníricos que sentíamos hacia esos años se moderaban por supuesto al saber que los jóvenes como mi padre vivieron a la sombra de una gran guerra. Pero quizá sentir que tu propia vida estaba al borde del precipicio le añadía emoción. Tal vez la creencia de que si derrotabas al fascismo evitarías que arrastrase al mundo a la destrucción y el exterminio le daba una diversión extra a una vida compuesta a partes iguales de ideología y acción.
Comparaba en mi cabeza la emoción de ese periodo con lo que considero una era intelectualmente estéril de confrontación entre los dos bloques inmóviles del capitalismo estadounidense y el comunismo soviético. Por un lado, estaba EEUU con su simulacro de ideología que podría explicarse mejor como utilitarismo-pragmatismo (difícilmente algo que pueda emocionarte), defendida por gente con aburridos trajes, gafas extrañas y casa en urbanizaciones de las afueras. Por el otro lado teníamos el edificio del socialismo de Estado derrumbándose, que no había producido ni una idea nueva desde 1925, defendido por sombríos burócratas con sombreros fedora y zapatos y calcetines gris claro.
Solo el Tercer Mundo ofrecía alguna esperanza, novedad o emoción. Era, creo, la única parte del mundo –Cuba bajo Castro, Egipto bajo Nasser, Indonesia bajo Soekarno, Ghana bajo Nkrumah– que tenía vigor y juventud. (Ahora sabemos que sus proyectos acabaron casi siempre mal; pero no parecía así a finales de los sesenta y principios de los setenta.)
Este impasse entre dos ideologías decrépitas terminó con la victoria del capitalismo liberal. Y eso inauguró el periodo ideológicamente más tedioso de todos. La etapa entre 1990 y 2010, con su pensée unique y lenguaje eufemístico, replicó casi los peores aspectos de Sovietiana: un lenguaje predecible de falsa unidad de todo y todos bajo el mandato benevolente de la burguesía liberal. Como en los regímenes soviéticos, todas las contradicciones estaban supuestamente resueltas, de una vez por todas. No había nuevas preguntas y las del pasado ya tenían respuesta. Todo el mundo se daba prisa por convertirse en otra Dinamarca donde nunca pasara nada interesante.
Pero ese anquilosado mundo intelectual explotó con la crisis de 2008, el surgimiento del islam político y el crecimiento de China. Explotó porque era 1) incapaz de afrontar cuestiones reales y contradicciones y solo ofrecía tópicos precocinados y eufemísticos, y 2) dio por hecho equivocadamente que la gente prefiere no tener que hacer elecciones ideológicas. En otras palabras, no solo es poco probable que el mundo acabe convertido en Dinamarca (Oriente Medio ha sufrido turbulencias durante los últimos 4.000 años y es probable que permanezca así en los siguientes), sino que el mundo no quiere vivir en una sociedad vaciada de elecciones, divisiones y batallas ideológicas fundamentales.
Ahora han vuelto los tiempos emocionantes. Especialmente para la gente joven, porque la riqueza de elecciones ideológicas que tiene enfrente es inmensa: liberalismo, nuevo socialismo, nacionalismo, islam político, capitalismo político chino, y probablemente hay más. Durante la juventud de mi padre había tres cereales ideológicos fuertes, diferentes y muy potentes que podías comprar en tu supermercado de ideas de barrio. Durante la Guerra Fría, la oferta se redujo a dos marcas bastante sosas.
Entonces llegó el momento (original) de Fukuyama y solo teníamos una marca de cereales insípidos. No había nada más en las estanterías ideológicas, era un poco como las estanterías de los supermercados reales de Moscú en 1975. Pero hoy florecen numerosos cereales, algunos con un sabor potente, otros demasiado picantes, algunos demasiado dulces. La capacidad de elección es enorme y solo depende de ti. Lo que está en juego, afortunadamente, no es tan grande como durante los años de entreguerras en Europa y el mundo. No estamos deseando morir por una ideología. Pero han vuelto la emoción intelectual y la agitación. Mis estudiantes tienen suerte. Está bien ser joven durante tiempos interesantes, a pesar de la tan citada maldición china.
Traducción de Ricardo Dudda.
Publicado originalmente en el blog del autor: glineq.blogspot.com
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).