Dos granadas de fragmentación se arrojaron en la plaza principal de Morelia, Michoacán, el 15 de septiembre de 2008. Las explosiones provocaron una docena de muertos y más de un centenar de heridos, pero pudieron ser muchos más: la plaza reunía en ese momento a más de treinta mil personas. Al día siguiente prácticamente todos los medios de comunicación afirmaban, con rotundidad, que con ese acto terrorista se había traspasado un límite, que habíamos tocado fondo en cuanto a violencia se refiere.
Evidentemente no fue así. Dieciséis años y cientos de miles de mexicanos asesinados después, podemos afirmar que aquella noche no marcó el fin sino el comienzo de una etapa caracterizada por la extrema violencia. Medio millón de personas asesinadas, más de doscientas mil desaparecidas. Torturados, balaceados, descuartizados, decapitados. Sin contar a los millones de mexicanos asaltados, secuestrados, extorsionados. El horror.
Esa enorme cantidad de muertos, con un fuerte impacto demográfico, no ha logrado que los mexicanos salgamos a la calle a protestar. La última gran marcha nacional ciudadana contra la inseguridad ocurrió hace veinte años, en junio de 2004. De entonces a la fecha han pasado muchas cosas. Dejaron los panistas el poder. Regresaron los priistas. Se fueron los priistas y llegaron los morenistas. Se terminó el periodo de transición democrática e ingresamos a un nuevo sistema de dominación autoritaria. Pasamos del neoliberalismo al populismo. Una pandemia mal atendida dejó más de ochocientos mil muertos.
Dos hechos de gran relieve han marcado estos años: la creciente violencia y la militarización de México. Podría pensarse que una cosa es causa de la otra. Que la militarización ocurrió como respuesta a la violencia. Pero no es así. La presencia de los militares no ha provocado la disminución de la violencia. Puede afirmarse que con el involucramiento de los militares en las tareas de seguridad, la violencia se ha incrementado. Los mexicanos padecemos ahora no solo la violencia de los criminales sino la de las fuerzas armadas. En las anteriores semanas, para no ir muy lejos, unos soldados balacearon en Chiapas un camión repleto de migrantes, dejando seis muertos. En Nuevo Laredo, elementos de la Guardia Nacional dispararon y dieron muerte a una niña de ocho años y a una enfermera. Los militares, aunque se disfracen de policías, siguen siendo militares.
Nos acostumbramos ya al olor de sangre cotidiano. Nos amanecemos todos los días con la noticia de una nueva masacre. Importa más a los mexicanos el destino de los habitantes de La casa de los famosos que la nueva fosa clandestina encontrada en Sonora. Los jóvenes universitarios se indignan y marchan por lo que sucede en Gaza, no en Culiacán. Pareciera que nos complacemos en la violencia. El sexenio de López Obrador fue el más sangriento en la historia del México moderno, pero su partido ganó sin problema las elecciones. Varias de las ciudades más violentas del mundo se encuentran en México, todas ellas gobernadas por Morena. En todas, la gente volvió a votar por el partido oficial.
Hacen falta marchas, protestas, exigencia de justicia. Pero sobre todo, nos hace falta entender las causas de la doble violencia de la que somos víctimas los mexicanos: la del crimen organizado y la emergencia de las fuerzas armadas. Pero, ¿en realidad somos nosotros las víctimas? Los criminales y los militares son también, disculpen la obviedad, mexicanos. No son una fuerza externa. Criminales y militares forman parte del tejido social. La violencia que protagonizan es el resultado de un profundo desarreglo social. Algo funcionaba y se descompuso. Antes los niños podían salir a jugar a la calle y ahora no. Antes se podía salir por la noche sin el riesgo de perder la vida. Antes se podía viajar por automóvil por las carreteras del país y ahora se encuentra uno retenes que bien pueden ser de militares o de criminales, o de ambos. ¿Qué pasó? ¿Qué hicimos con nuestro país?
Nos hace falta entender para poder actuar. Nos sacuden las muertes cotidianas. Pero cada vez menos, por la costumbre. Para el expresidente López Obrador se trataba de algo parecido a la asistencia escolar. Ante la noticia de una nueva masacre, solía responder diciendo que todos los días a las seis de la mañana se reunía con el gabinete de seguridad. Mejor hubiera sido que se quedara en su cama. Durante se sexenio ocurrieron 199,619 asesinatos. Su estrategia de seguridad fue un rotundo fracaso.
Poco después de que Felipe Calderón asumiera el poder presidencial, a solicitud expresa del entonces gobernador de Michoacán, Lázaro Cárdenas Batel (hoy jefe de gabinete del gobierno de Claudia Sheinbaum), se utilizó al Ejército para intentar detener los enfrentamientos entre los grupos delincuenciales. Fue como echarle gasolina al fuego. A la violencia de los cárteles se añadió la violencia del Ejército. Había un plan: el Ejército actuaría mientras en los estados se capacitaban nuevos elementos policiacos. El plan fracasó principalmente por dos motivos: el primero, muchos estados se negaron a capacitar a los policías; el segundo, el jefe de todos los policías –Genaro García Luna– resultó ser aliado de uno de los grupos de narcotraficantes.
En el otro extremo, pero valiéndose también de las Fuerzas Armadas como eje de su estrategia, Andrés Manuel López Obrador declaró que la guerra contra el narco había terminado: no más detenciones de cabecillas, no más involucramiento en los ajustes entre los cárteles, la nueva estrategia consistía en “atender las causas”: becas a los jóvenes para evitar que los cárteles los reclutaran, creación de oportunidades de trabajo, involucrar a las familias. Pero sobre todo, militarizó la seguridad pública al convertir a soldados en la nueva Guardia Nacional. El fracaso de este plan fue aún más estrepitoso que el implementado por Calderón. De nada sirvió el acercamiento personal del presidente con el cártel de mayor presencia en México, el de Sinaloa (sus constantes viajes a Badiraguato dan cuenta de esos acercamientos). Tampoco sirvió para apaciguarlos abrirles la puerta electoral a los grupos de narcotraficantes: hay fuertes indicios de que los gobernadores de Michoacán, Colima, Nayarit, Sinaloa, Sonora y Baja California llegaron a su cargo con la ayuda del crimen organizado.
Estrategias van, estrategias vienen, pero el problema de la violencia persiste. Más de 1,800 personas han sido asesinadas tan solo en los primeros días de este sexenio. Nadie entiende de qué se trata. Ni con Calderón, ni con Peña, ni con López Obrador, ni ahora con Sheinbaum, el gobierno se ha dignado a explicar su estrategia, más allá de generalidades (“fortalecimiento de la inteligencia”). Se podrá aducir que no se pueden revelar los planes por tratarse de asuntos de seguridad nacional. Pero los ciudadanos necesitamos saber qué se persigue (¿erradicar, controlar?), cuánto tiempo permanecerá la ocupación territorial (¿días, semanas, meses, años?), qué tipo de ayuda externa requeriremos para derrotar a los grupos criminales (¿se volverá a permitir el acceso a la DEA?), cómo sabremos si vamos ganando o perdiendo en esta lucha. Estamos actuando, además, bajo amenaza. Uno de los candidatos a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump, con fuertes probabilidades de triunfo, ha dicho que bombardeará con misiles los lugares donde se esconden las cabezas del narco. Del otro lado, del lado de los demócratas, ya vimos con el secuestro del Mayo Zambada lo que son capaces de hacer.
En este mar de incertidumbre, podemos apuntar las siguientes certezas: el problema de la violencia en México no va a desaparecer; las Fuerzas Armadas no pretenden acabar con la violencia sino administrarla (han sido los grandes ganadores en esta guerra sin sentido); no contamos con una fuerza policiaca efectiva; Estados Unidos utilizará la información de los cabecillas aprehendidos para negociar con México en mejores condiciones, no para que cese la violencia; los grupos criminales, jugando a favor de Morena, continuarán expandiéndose en el terreno electoral; no habrá municipio de México libre de la actuación siniestra de los criminales; el crimen buscará nuevas formas de crecer, no le bastará la extorsión y el tráfico de personas, se valdrá de la alta tecnología para delinquir; la clase política será indiferente a las masacres de ciudadanos –“daños colaterales”– mientras no comiencen a asesinar y secuestrar a los propios miembros de la clase poltica.
México es un país subdesarrollado y corrupto vecino de un país muy rico y que gusta de las drogas. Esto, que es uno de los elementos centrales que alimenta la violencia, no va a cambiar. De consumarse la reforma judicial, la situación será todavía peor. ¿Puede ser peor si el 98% de los hechos delictivos quedan impunes? Sí: que el 100% queden impunes, lo que nos llevaría a buscar soluciones tipo Bukele: que se acabe la violencia aunque se violen los derechos humanos. Hacia allá vamos.
El Ejército no produce orden. La paz dura mientras el Ejército se encuentra como fuerza de ocupación. El Ejército no sirve para que se cumpla la ley. El orden que impone el Ejército en un territorio ocupado es inestable y precario. Al retirarse el Ejercito renacen los problemas. El Ejército no puede ocupar permanentemente un lugar, a menos que… A menos que el futuro de México sea militar. Las Fuerzas Armadas ya se encargan de la seguridad, de las carreteras, los puertos, aeropuertos, las comunicaciones, resguardan los sitios productores de energía. El Ejército es ya un agente político importante. El secretario de la Defensa hace declaraciones cada vez más políticas. Poco falta para que cambien la ley y puedan ser los militares votados. O quizá ni falta haga: tienen la fuerza suficiente para hacerse cargo de la administración. Esa es la herencia envenenada que nos legó López Obrador.
Dejé al último el mayor problema de todos. El elefante en la habitación. Fernando Escalante (México: el peso del pasado, Cal y Arena, 2024) ha intentado explicar el origen de la violencia que padecemos. Ha advertido que, para tratar de comprenderla, usamos palabras tales como cártel, plazas, rutas, alianzas y rupturas. Al nombrar estas cosas pretendemos entenderlas. Pero la verdad es que no entendemos nada. Los ciudadanos no entendemos lo que pasa. Y así seguiremos si seguimos pensando en el crimen organizado como algo ajeno a la sociedad. La violencia, afirma Escalante, tiene su origen en la vida social. La economía de las drogas es una de sus claves, “pero no la única ni mucho menos”, sostiene Escalante. Las actividades criminales están imbricadas en la economía, la política, la sociedad, como lo mostró de forma reciente un extraordinario artículo de Adrián López sobre la violencia en Culiacán: “Culiacán: la mentira que nos trajo aquí”.
La violencia admite otras explicaciones además de la insuficiente explicación policiaca. Es un trabajo que antropólogos, sociólogos, demógrafos, economistas, filósofos, intelectuales y artistas deben a la sociedad. Por falta de explicaciones suficientes, pensamos que se trata solo de un asunto de fuerza, por eso consentimos la participación del Ejército, pero no es así.
Escribe Escalante Gonzalbo: “no es fácil identificar al enemigo, hay numerosos actores con múltiples intereses y con relaciones ambiguas con la población local”. Más de un millón y medio de personas, calcula Escalante, integran los distintos grupos del crimen organizado (cárteles, pandillas, bandas, policías, empresas privadas, autodefensas, militares). Los criminales no vinieron de fuera, surgieron de la misma sociedad que hoy la padece. Los criminales siempre han estado entre nosotros. “No es el crimen el que ha invadido o contaminado a la sociedad, sino la sociedad la que se ha incorporado al crimen”.
El panorama es sombrío. Nuestra tarea es reflexionar en el origen y desarrollo de la violencia. Sin los simplismos (“abrazos, no balazos”) de los políticos. Sin el interés de las Fuerzas Armadas. Se lo debemos a los más de medio millón de mexicanos que han sido víctimas de la violencia. Se lo debemos a las madres buscadoras que recorren toda la república cavando agujeros en busca de sus hijos. Se lo debemos al más de un millón de huérfanos y desaparecidos que ha dejado esta guerra absurda. ~