Los cartones que acompañan a muchos diarios en Occidente son un vehículo peculiar de crítica social y política. Su medio específico es el humor: la exageración en el trazo, el sarcasmo; en fin, la caricaturización de colectividades y personajes públicos, de sus modos de actuar, de gobernar, y de sus símbolos e ideologías. Está en la naturaleza de estos cartones herir susceptibilidades, autoestimas y prejuicios, a través de la risa, y en el sentido común y responsabilidad del “cartonista”no caer en la injuria, la procacidad, o en terrenos francamente ilegales en muchos países occidentales, como la incitación a la violencia. A su vez, las caricaturas exigen del lector humor, tolerancia a la crítica y la capacidad de participar en debates públicos sobre los temas que recogen.
Gracias al escándalo y la violencia que se han desatado a partir de la publicación de una serie de caricaturas sobre Mahoma en un diario danés, esos cartones han dado la vuelta al mundo. En Occidente, han generado un alud de comentarios que pueden encasillarse en dos grandes grupos: algunos piensan que esa caricaturas son, de hecho, una ofensa a los valores religiosos de los musulmanes y que la libertad de expresión debe respetar, sin excepción, esos valores, pertenezcan a quien pertenezcan. Otros, creen que la libertad de expresión debe tener como único límite el que marca la ley y que aún las creencias religiosas pueden –y deben– ser sometidas a la crítica. Yo estoy de acuerdo con los abogados de la libertad de expresión dentro de las fronteras legales. Si nos propusiéramos evadir todos los valores y las muchas susceptibilidades –y prejuicios– de cada grupo religioso, atravesaríamos rápidamente la tenue frontera que separa a la responsabilidad de la autocensura; la crítica y la tolerancia entrarían en estado de coma y los temas “vedados” se encadenarían hasta formar un rosario de silencios que sacaría del debate público cuestiones fundamentales para las sociedades modernas. Basta pensar lo que sucedería en países con mayoría católica: todo aquello relacionado con el control natal, la prevención del sida, la situación de la mujer, y el divorcio, se convertiría en un asunto intocable.
La otra cara del debate, la reacción de grupos fundamentalistas en el mundo islámico, tiene especial importancia a la luz del triunfo electoral de partidos radicales que no tienen nada de democráticos, y de la pregunta central que se han planteado muchos estudiosos de los países musulmanes: ¿son compatibles la democracia y el islam? La respuesta a los cartones daneses prueba, una vez más, que la separación de la política y la religión es imposible en un estado islámico; que no existe siquiera un terreno fértil para que las libertades que son derechos fundamentales en una democracia puedan enraizar y que sus ciudadanos pueden tomar la justicia en sus manos frente a un agravio real o imaginado, y recurrir a la violencia.
Para empezar, bajo la sombra de la sharia, la crítica a través del humor es impensable. El Ayatollah Jomeini, el arquitecto de la República Islámica iraní, país que ha tomado hábilmente el liderazgo de las protestas recientes frente a esta última ofensa cósmica del Gran Satán estadounidense y sus aliados daneses –y que financia con sus petrodólares a grupos como Hizballah en Líbano o al grupo palestino Hamás– pronunció el siguiente y significativo dictum:“Allah no creó al hombre para que se divirtiera. El propósito de la creación fue poner a la humanidad a prueba mediante las oraciones y el pecado…” En el islam no hay lugar para chistes, no hay humor”. Sin duda. Basta considerar la respuesta de los ayatollahs iraníes, herederos del adusto Jomeini, para comprobar que el humor es un bien inexistente en la República Islámica iraní y asociados. Han convocado a sus caricaturistas (en caso de que los haya) para que dibujen cartones sobre el Holocausto.
Pero en una democracia regida por la ley islámica, también la crítica “seria”, y el debate público y no violento, estarían condenados a muerte. Aun suponiendo que la violencia provocada por los cartones daneses tuviera que ver con su contenido, es muy difícil descartar de un plumazo como ofensivo o falso el mensaje de esas caricaturas. Buenas o malas, todas contienen una sola critica: muchos grupos han recurrido a la violencia y al terrorismo en nombre de Mahoma. ¿Y no es eso lo que han hecho los radicales islámicos en Nueva York, Madrid, Londres e Israel? ¿No es eso lo que predica Bin Laden y lo que practican Hizballah, Hamas y la Jihad islámica?
La violencia con que han respondido los quemaembajadas en todos los confines del mundo islámico –incluyendo tristemente a Turquía, la única democracia musulmana– ha convertido a los cartones daneses en una self-fulfilling prophecy: en la mejor validación de su crítica. En una democracia, los ciudadanos que ven o sienten violados sus derechos, recurren a la protección de la ley. En una democracia islámica, sacan la pistola. Ali Jameini, el hombre del poder en Teherán, que como muchos otros mullahs ha legitimado los ataques recientes contra ciudadanos, representaciones diplomáticas y productos daneses, resumió así su fe en la violencia:“Sólo un sincero extremista revolucionario puede matar porque ama al hombre, (y) lograr la paz a través de la violencia: liberar al hombre esclavizándolo…” Nada más hay que sumarle armas nucleares a esta “democracia” para ponerse a temblar.
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.