Barbara F. Walter, politóloga especializada en guerras civiles contemporáneas, sostiene que los conflictos internos del siglo XXI no inician con tanques en las calles, sino con discursos divisivos, exclusión política y la erosión lenta de las instituciones. En su obra How civil wars start –and how to stop them (2022), advierte que los países que oscilan entre la democracia plena y el autoritarismo –las llamadas anocracias– son especialmente vulnerables cuando el poder se personaliza, el enemigo se redefine y la legalidad es desplazada por la fidelidad. Las guerras civiles modernas, enfatiza Walter, no implican necesariamente enfrentamientos armados entre ejércitos regulares, sino enfrentamientos simbólicos, legales y paramilitares que fragmentan a la sociedad desde dentro. Con esa lente, las palabras de Donald Trump del 15 de junio adquieren una dimensión que trasciende lo retórico: pueden leerse como un síntoma de autocratización en marcha.
En el marco del desfile por el 250º aniversario del Ejército, el presidente Donald Trump pronunció un discurso que, más allá de su tono celebratorio, marcó un punto de inflexión en la relación entre el poder civil y militar en Estados Unidos. Trump no sólo se proclamó comandante en jefe, sino líder de una causa que exige devoción personal, no subordinación institucional. Esta escena no debe ser tomada como un exceso retórico, sino como un gesto deliberado dentro de una estrategia más amplia: la construcción de un liderazgo fuera del marco constitucional.
Trump, reelecto el pasado 20 de enero, no oculta su deseo de permanecer en el poder más allá del segundo mandato que la Constitución permite. Y para sostener ese proyecto, necesita una amenaza. No una amenaza externa que una al país, sino una amenaza interna que lo divida. En su narrativa, los enemigos no están en el extranjero: están dentro, en las universidades, en los medios, en las cortes, en las calles de California. Así, el presidente no se presenta como un administrador del sistema, sino como el único líder capaz de defender a la nación de quienes buscan destruirla desde dentro.
El discurso del 14 de junio fue la consolidación de esa estrategia. Frente a una audiencia cuidadosamente seleccionada de soldados y oficiales leales, Trump construyó un vínculo emocional y político directo. “Ganó la elección el hombre que más los ama”, dijo, transformando el acto electoral en una demostración de afecto mutuo. En lugar de apelar al deber constitucional, invocó la gratitud: yo les he dado más presupuesto, ustedes están aquí por mí, no habrían venido por mi antecesor. El mensaje fue claro: la lealtad no se exige como función institucional, se espera como devolución afectiva.
Este desplazamiento es clave. En Estados Unidos, las fuerzas armadas juran lealtad a la Constitución, no al presidente. Esa separación es uno de los pilares de la democracia liberal. Trump no ignora ese principio: busca subvertirlo. El Ejército representa un poder simbólico y logístico crucial en cualquier escenario de crisis. En sus sueños de permanencia, es una variable que debe asegurarse. Y eso no se logra con órdenes, sino con un trabajo discursivo de seducción: convertir a los soldados en seguidores, a la institución en movimiento.
Antes de avanzar, es necesario detenerse en una aclaración crucial. Cuando se habla de “guerra civil” en el contexto del siglo XXI, no se hace referencia a batallas tradicionales entre ejércitos estatales como en 1860. Las guerras civiles modernas, como advierte Barbara F. Walter, suelen ser fragmentadas, prolongadas y no siempre declaradas. No inician con uniformes enfrentados en campos de batalla, sino con discursos que normalizan el odio, con milicias informales, con actores armados no estatales y con una institucionalidad que se descompone desde adentro. Son guerras híbridas, simbólicas y políticas que avanzan sin necesidad de cañones, y cuyo inicio muchas veces pasa inadvertido hasta que las consecuencias son irreversibles.
La operación no es abstracta. Mientras en Washington se desarrollaba el desfile militar, en Los Ángeles más de dos mil elementos de la Guardia Nacional eran desplegados en respuesta a protestas contra redadas migratorias. Para Trump, esas movilizaciones no eran expresiones democráticas sino actos de guerra. No ciudadanos protestando, sino invasores avanzando. El conflicto necesario para activar la excepción fue provisto por la calle, y el relato del presidente hizo el resto: una nación sitiada requiere un salvador con poderes extraordinarios.
Walter, experta en guerras civiles, ha señalado que la autocratización no inicia con un golpe, sino con un cambio discursivo. La división entre “nosotros” y “ellos” se transforma en línea de fuego. El adversario político se redefine como enemigo interno. Y el orden constitucional comienza a parecer una debilidad frente a amenazas que el propio líder ha magnificado. En ese marco, la demanda de continuidad ya no se presenta como una violación legal, sino como una necesidad patriótica.
El discurso del 14 de junio no es una excentricidad. Es el intento de cerrar el último anillo de poder: sumar a las fuerzas armadas a una causa política personalista. Si ese anillo se cierra, el orden republicano corre el riesgo de no resistir. Porque una democracia puede enfrentar liderazgos duros, pero rara vez sobrevive cuando el Ejército deja de ser un actor institucional y se convierte en garante de un sólo hombre.
El peligro no está en las palabras de Trump, sino en su eficacia. No basta con indignarse ante su retórica. Es necesario comprender lo que busca: instalar la idea de que la legalidad es secundaria frente a la gratitud, que la oposición es traición, y que la continuidad no es capricho, sino destino. Ante eso, la defensa de la democracia no pasa sólo por las instituciones, sino por la conciencia ciudadana.
No se trata de si Trump es de derecha o de izquierda. Los populismos no se distinguen por su lugar ideológico, sino por su relación con el poder: lo entienden como propiedad, no como representación. Un gobierno democrático es responsable frente a los electores; un liderazgo autocrático sólo se siente responsable ante sí mismo. Esa es la batalla que se libra hoy, y que exige de la ciudadanía algo más que opinión: exige vigilancia, convicción y acción.
No hay que esperar a que la ruptura sea irreversible. El momento de defender la legalidad es cuando empieza a ser desplazada por la fidelidad personal. El momento de defender al adversario es cuando el poder lo llama enemigo. El momento de hablar es cuando el silencio empieza a parecerse a la comodidad. Porque, como lo demuestra la historia, las democracias no siempre caen con ruido. A veces, se apagan en medio de los aplausos. ~