Hay una derrota de la que se habla poco en la batalla del gobierno mexicano contra las organizaciones criminales ligadas al narcotráfico: la lucha por la percepción pública de los grandes capos de la droga en México. Para nadie es un secreto que los narcotraficantes son figuras aspiracionales en algunas regiones de México. La impunidad del negocio ilícito y la evidente ostentación de sus protagonistas los han convertido en falsos héroes de contracultura. El resultado ha sido la compleja narcocultura, que interpreta la carrera criminal como una venganza legítima frente a una vida de limitaciones y un gobierno indolente y corrupto; el siguiente capítulo de aquel refrán tan mexicano: “La vida no vale nada”.
La fascinación con la vita narca se manifiesta de muchas formas. Algunas son inofensivas, como el reciente frenesí por adquirir las horrendas camisas que luce (es un decir) Joaquín Guzmán en sus encuentros con Sean Penn o aquellas playeras Polo (igualmente espantosas) que usaba La Barbie. Los narcocorridos pertenecen a la misma categoría, aunque me temo que la popularidad de la farándula puede servir para reforzar la inclinación vocacional en muchos jóvenes, consecuencia verdaderamente espeluznante de la idolatría del narcotráfico. Lo cierto, en cualquier caso, es que los cárteles de la droga desde hace tiempo han ganado, al menos en parte del país, la batalla de la percepción.
Como lo expliqué la semana pasada aquí mismo, nadie ha tenido más triunfos en ese afán propagandístico que Joaquín Guzmán (imaginemos el impacto de la pseudo-entrevista de Sean Penn si El Chapo no hubiera sido detenido de nuevo). Hasta su re-recaptura, El Chapo había sido un extraordinario administrador de su propio mito. En Sinaloa abundan historias sobre su generosidad y bonhomía, su intención de ayudar a los necesitados al estilo Robin Hood o proteger a los suyos como forajido del viejo oeste. En esa parte del imaginario colectivo, El Chapo es a la vez magnánimo e implacable, un hombre de familia y un empresario exitoso: Jesús Malverde reencarnado. Además, era invulnerable, con sus dos espectaculares fugas como evidencia. Para colmo, el jefe del cártel de Sinaloa parecía entender el valor narrativo del silencio. Hasta su incongruente decisión de abandonar el silencio para Kate del Castillo, no había personaje criminal más discreto. Guzmán nunca necesitó de aspavientos ni desplantes histriónicos como Pablo Escobar. El Chapo sacaba lustre a su mito entre las sombras.
Esa leyenda se volvió, con el paso de los años, una eficaz herramienta de reclutamiento y, de manera crucial, una burla constante para el gobierno mexicano, el actual y los anteriores. La afrenta llegó a su punto culminante a mediados del año pasado en el túnel del Altiplano. Aquella noche, mientras escapaba a toda velocidad en su moto sobre rieles, Guzmán seguramente saboreaba la vergüenza mundial que le haría pasar al gobierno que lo había capturado meses antes. Debe haber salido del túnel sintiéndose invencible, su figura más grande que nunca.
Tras la aprehensión en Los Mochis, el gobierno mexicano se ha propuesto no solo regresar al Chapo a su debido tamaño sino deteriorar para siempre su perfil heroico. Pensemos por un momento en la naturaleza de la información que el gobierno ha filtrado a diversos medios de comunicación. Sabemos, por ejemplo, que El Chapo trató de seducir sin mucho éxito a Kate del Castillo, actriz a la que adoraba por su papel en una telenovela (que El Chapo veía, por cierto, en unos gastados dvd’s) . Cualquiera que lea los mensajes (filtrados) entre la actriz y el capo concluirá que, digamos, a Guzmán lo engatusaron, le vieron la cara como chamaco enamorado. La candidez del Chapo, que hasta sugiere un encuentro entre Kate del Castillo y su madre, da incluso un poco de pena. El gobierno también se ha encargado de que sepamos que Guzmán se pintaba el pelo y el bigote, se inyectaba testosterona y sufría de disfunción eréctil. No solo eso: El Chapo intentó curar su afección con un implante en el pene. Sume ahora aquel momento —que no pudo ser casualidad— en que el efectivo de la Marina obliga al capo a voltear hacia las cámaras tomándolo por el cuello. El rostro de Guzmán no miente. Sabe que está siendo humillado.
El resultado es una sutil pero evidente campaña de desprestigio perfectamente planeada, el primer intento serio por desmontar la cultura de adulación criminal y demostrar que la vida del narco, antes que glamorosa y atractiva, es vulgar; tarde o temprano destinada a la humillación del fugitivo, a salto de mata, entre coladeras o tejados, en la cárcel.
El temible gigante del narcotráfico convertido en impotente suplicante. La verdadera venganza del gobierno de México.
(Publicado previamente en el periódico El Universal)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.