En más de un sentido, el mundo debió prever lo que terminaría ocurriendo en Siria una vez comenzada la revolución contra el régimen de Bashar al Assad. A diferencia de todos los otros gobiernos de la región —incluso los más violentos y brutales— el de la familia al Assad se ha destacado por su infinita capacidad para la crueldad. En la segunda mitad del siglo XX, solo Sadam Husein, con la inenarrable persecución de los kurdos y los chiitas, puede compararse con Hafez al-Assad, el padre del actual presidente sirio. Assad se hizo de una bien ganada fama de tirano, sin capacidad alguna para la clemencia. La masacre de Hama, en la que al Assad simplemente borró del mapa a una ciudad entera que se le oponía (al menos 40 mil muertos en poco más de 20 días de ataque despiadado), es solo un ejemplo de muchos.
Lo que ocurre, a diferencia de otros sitios, es que la familia al Assad no solo defendía —y defiende— su propia supervivencia en el poder y en la vida. También protege el destino de su poderoso partido político, el Baath. Por último, y esto es crucial, pelea con uñas y dientes para evitar la destrucción de la minoría alawita, que representa apenas 12% de la población del país y de la que proviene la familia. Por eso, como su padre antes que él, Bashar al Assad ha respondido a los vientos de cambio con suma violencia. A eso habrá que sumar el respaldo de Rusia, Irán y, en menor medida, China para comprender por qué al Assad sigue prefiriendo jugarse la destrucción de su país —junto con 70 mil vidas, además de decenas o cientos de sitios de valor histórico incalculable— antes que ceder el poder. Al Assad calcula que literalmente le va la vida, a él, su familia y todos los otros alawitas sirios, que quedarían a merced de la mayoría suní, oprimida desde el poder por décadas.
La pregunta que enfrenta ahora el mundo es qué hacer con Siria. Para Barack Obama, el país se ha vuelto un enigma de imposible solución. Estados Unidos no tiene ninguna opción favorable cuando se trata de Siria. Aunque es complicado encontrar consensos en este tema, un buen número de expertos coinciden en que la única manera de realmente incidir en la guerra civil siria sería enviar tropas de infantería, “botas en tierra”, como le dicen acá. Eso parece no solo remoto sino peligroso para Obama y Estados Unidos en general. A lo largo de años, Siria se ha armado hasta los dientes, y una invasión estadunidense seguramente derivaría en la inclusión inmediata de otros actores indeseables, como Irán, Hezbolá o las fuerzas armadas israelíes, que podrían llevar el conflicto sirio a otro nivel muy diferente, a algo cercano a una conflagración regional o peor. En este caso, quizá valdría la pena recordar la doctrina que ideó Colin Powell para explicar que cualquier intervención es indeseable a menos de que el país que intervenga lo haga con fuerza suficientemente abrumadora como para garantizarse el éxito de la misión. Esa fuerza suficiente, en el caso de Estados Unidos implicaría hoy variables que el gobierno no está dispuesto a considerar. Y quizá hace bien: después de las guerras en Afganistán y, sobre todo, Irak, Estados Unidos no tiene ánimo ni recursos para involucrarse en otro conflicto de esa magnitud.
Pero eso no soluciona el problema central: ¿qué hacer con el régimen represor de Bashar al Assad? Michael Walzer, quizá el hombre que mejor ha pensado sobre la justicia y la guerra, escribía hace poco que el cálculo de una intervención estadunidense en Siria debía comenzar con una reflexión sobre los recursos necesarios para triunfar y, más importante todavía, las consecuencias de esa victoria (muy) hipotética. Walzer lo explica mejor: “Hobbes creía que la anarquía es peor que la tiranía”, dice Walzer. “Yo no creo que eso sea cierto todo el tiempo. Puede que no sea cierto en Siria. Pero sí creo que debe preocuparnos que sea cierto cuando pensamos en intervenir. Y más importante todavía, cuando pensamos en el tipo de compromiso que se requeriría para que la intervención tuviera éxito”.
Lo dicho: una tragedia como pocas.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.