El episodio, que no cesa de sorprendernos, ocurrió en 415 a. C. ¿Cómo pudo la Asamblea popular, forjada por casi un siglo de experiencia y perfeccionada por el incomparable liderazgo –ético, estético, político– de Pericles, haber tomado la insensata decisión de invadir Sicilia? En su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides narra famosamente los hechos y apunta la causa principal: “El pretexto era ayudar a los de su raza y a sus aliados, pero en realidad su deseo era sojuzgarla por completo”. Una especie de hybris colectiva se apoderó de los electores. Así fue como se precipitó el principio del fin de la democracia ateniense. Los pueblos, desgraciadamente, se equivocan.
Dos figuras legendarias encarnaron el momento: el experimentado y sombrío Nicias, el impetuoso y desbordado Alcibíades. Tucídides recrea sus discursos. Nicias pide a la Asamblea recapacitar: había enemigos suficientes en el entorno cercano como para buscar otros en ultramar. Era inconveniente “apetecer otro imperio” sin consolidar el propio, más aún cuando Atenas apenas lograba reponerse de los estragos de la guerra y la peste, que tres lustros atrás había segado a buena parte de la población, incluido al propio Pericles. Nicias se presentaba explícitamente como la voz de la razón frente al joven caudillo que “aconseja la expedición para captarse admiración … no consintáis que arriesgue su ciudad para acrecentar su propio brillo; considerad que tales individuos perjudican al interés público … que el asunto es grave y no para ser resuelto por jóvenes y a la ligera”. Apelando a “los mayores”, le pedía “refrenar las pasiones … convencidos de cuán pocas cosas salen bien por el arrebato, muchas en cambio por la previsión”.
Alcibíades, “el más ardiente defensor de la expedición –dice Tucídides–, era muy considerado por sus conciudadanos, dejábase arrastrar por sus caprichos desproporcionados … una de las causas posteriores … que acarrearon la ruina de Atenas”. Su discurso es el contrapunto de Nicias: confiado, entusiasta, ambicioso, no sólo vislumbra la pronta sujeción de los siracusanos sino la de los peloponesios todos, incluida la archienemiga Esparta. Había que rechazar “el intento disociador entre jóvenes y viejos” y marchar juntos para refrendar la gloria de Atenas que “entregada a la inacción se devorará a sí misma, como suele ocurrir, y decaerá su brillo cultural. En cambio, luchando sin tregua acrecentará su experiencia y se habituará a defenderse, no con palabras, sino con hechos…”.
Nicias, que sucumbió en la malhadada aventura, estaba en lo cierto. Alcibíades, que la sobrevivió para aliarse con Esparta (y luego combatirla de nuevo), representaría, en su identidad cambiante (“camaleónica”, la llama Plutarco), la fluctuación de un orden que en el siglo IV no reverdecería los laureles de Pericles. Y el azar, aliado de la imprevisión, jugó su parte. Así narra Tucídides el cautiverio final de los atenienses:
Los prisioneros de las canteras recibieron de los siracusanos al principio un trato despiadado. Encerrados en gran número dentro de una estrecha oquedad al aire libre, sufrían en la primera época soles y calores; después llegaron las noches, a la inversa, otoñales y frías, que por la brusca transición originaban enfermedades. Como además todo lo hacían en el mismo lugar por la angostura, y por añadidura se amontonaban allí mismo unos sobre otros los cadáveres de los que fallecían por las heridas y cambio de temperatura u otras causas, había un hedor insoportable. Sufrían hambre y sed, pues durante ocho meses tuviéronlos racionados a una cótila de agua y dos cótilas de trigo… Unos setenta días vivieron así amontonados; después, con excepción de los atenienses y algunos sicilianos e italiotas… los demás fueron vendidos. El total de prisioneros resulta difícil de calcular, pero no bajó de los siete mil.
¿En quién recaía la culpa? ¿En Alcibíades o en los atenienses? Nada amigo de los demagogos, Tucídides da su inesperado y sutil veredicto: “Rendidos, por fin, a la evidencia, los atenienses se indignaban contra los oradores partidarios de la expedición, como si no la hubieran votado ellos mismos, e irritábanse contra los oraculistas, adivinos y cuantos con sus vaticinios los habían esperanzado de conquistar Sicilia”.
Atenas se repuso parcialmente de aquel desastre, digno de sus grandes trágicos. Pero aquella admirable relojería política no volvió a ser la misma. Los griegos lo sabían y nosotros, 2,400 años más tarde, lo comprobamos: las democracias son mortales.
Publicado previamente en el periódico Reforma
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.