Una vez al año y en diversos países se celebra el Día de la Madre. Si bien la historia da cuenta de que desde la antigua Grecia existían celebraciones en torno a este rol, en México conmemoramos y enaltecemos la maternidad desde 1922, cuando Rafael Alducin, director del periódico Excélsior, propuso al entonces secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, un día para festejar a las madres. La iniciativa, apoyada también por la Arquidiócesis de México, surgió como una estrategia para contener el creciente discurso de las mujeres que asistieron al Primer Congreso Feminista en Yucatán (1916). Las participantes exigieron tener acceso a la educación y constituirse como sujetos políticos, ciudadanas que podrían votar y participar en cargos públicos; se trataba de una ruptura histórica del constructo social de la madre católica y con valores conservadores, una mujer cuyos intereses se circunscriben al espacio doméstico.
A más de 100 años de la institucionalización del festejo del 10 de mayo en nuestro país, y si bien las mujeres podemos votar desde hace 70 años, poco ha cambiado en México el ideal de la maternidad, que aún se presenta como la aspiración protagónica de las mujeres para lograr una vida plena, como una característica “natural” y parte de nuestra esencia. Las mujeres, trabajemos fuera del hogar o no, estamos atadas al espacio doméstico y a los cuidados, que no se consideran trabajo a pesar de ser fundamentales en el funcionamiento de la economía mundial. Se trata de una labor invisible y no remunerada, una explotación que no cesa sobre nuestros cuerpos. Si bien una gran cantidad de mujeres nos hemos incorporado al mercado laboral reconocido, la presión por cuidar y criar, por cumplir el ideal de la buena madre, multiplica las responsabilidades y las tareas porque no existe una responsabilidad compartida. Según datos de Encuesta Nacional para el uso del tiempo (ENUT), las mujeres dedicamos más del doble de horas al trabajo de cuidados no remunerados, lo que implica que, entre otras cosas, es muy difícil lograr una autonomía económica. Aunque este problema es de vieja data, se hizo más patente durante la crisis sanitaria del covid-19.
Las mujeres aprendemos desde muy pequeñas cómo ser buenas madres: bondadosas, femeninas, responsables de la consolidación de nuestros hijos como individuos. No se permite la queja, e histórica y estructuralmente se espera que estemos subordinadas al poder y protección de un hombre para tener acceso al capital. Incluso, poco conocemos de la sexualidad y del placer, aunque estemos en una posición distinta a la de nuestras ancestras.
La expectativa empieza a arraigar en nosotras al momento de nacer y se refuerza a través de los juguetes y los roles en los juegos en los que participamos, pero, de manera más grave, en nuestro núcleo familiar como un método muy eficaz de disciplinamiento.Quienes dedican casi todo su tiempo a los cuidados son nuestras madres, abuelas, tías y hermanas mayores, o bien mujeres contratadas para cuidar, limpiar, coser, cocinar. Muchas veces somos también elementos decorativos, y el poder que tenemos reside en qué tan eficientes somos para desempeñar las tareas de los cuidados. Tales narrativas y expectativas van cambiando muy lentamente, y no de la misma forma para todas. Las mujeres urbanas son las que han ganado más poder y son capaces, incluso, de replicar el patriarcado en las mujeres de la periferia o en las mujeres campesinas y obreras.
La lucha feminista ha conseguido avances en cuanto al rol que se espera que las mujeres desempeñemos. Lo primero ha sido nombrar las carencias y las fallas en la estructura: nos hemos organizado para generar política pública y exigir derechos. Pero no bastan la acción individual, el activismo, la organización política y los logros legislativos. El papel del Estado, en forma de leyes aprobadas –después de una intensa labor de los movimientos feministas– y de políticas públicas que las hagan efectivas, es determinante para que las mujeres gocemos plenamente de nuestros derechos.
Esto sin la pura y simple mercantilización de los cuidados, que implica extraer del espacio doméstico dichos cuidados y monetizarlos. Lugares como las guarderías infantiles significan una alta empleabilidad para mujeres, pero en condiciones laborales precarias. No hay una subversión de la estructura: las mujeres seguimos cuidando como una condición inherente a nuestra naturaleza, a pesar de que sea un trabajo pagado. Como dice Silvia Federici en Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas (2012): “la expansión del sector servicios no ha significado el final del trabajo doméstico no remunerado, propio de los hogares, ni tampoco ha abolido las divisiones sexuales laborales”.
El Día de la Madre funciona como un método para reforzar el ideal tradicional, con el beneficio adicional de la derrama económica. Sin embargo, vale la pena problematizar ese ideal en contextos diversos y situaciones adversas como el de las madres de las grupos de búsqueda: ¿qué celebran y quién las celebra? Los miles de niñas y niños que la violencia ha dejado sin madre: ¿a dónde les lleva este día? ¿Cómo viven la maternidad y los cuidados las mujeres en situación de migración o las mujeres refugiadas? ¿Quién cuida de ellas? El Estado debería garantizar las políticas públicas adecuadas y el respeto de los acuerdos internacionales para la protección de las infancias y de las mujeres en esta situación de migración, dado que viajan en condiciones muy precarias.
Otro ejemplo es el de las mujeres privadas de la libertad que están cumpliendo sentencias en los centros de readaptación social, y a quienes se debe proveer con espacios adecuados para maternar. O bien los otros cuerpos gestantes –hombres trans, por ejemplo– que todavía se alejan más del constructo social aceptado de la maternidad, por no hablar de las mujeres que laboran en el mercado de la prostitución, enfrentadas a serias violencias estructurales y a una doble o triple discriminación por la estigmatización y la exclusión social. Por supuesto, cuentan igualmente las familias homoparentales que también maternan y cuidan.
Los perfiles mencionados anteriormente tienen derechos sociales que deben ser reconocidos. Más allá de celebrar la maternidad, lo que necesitamos es construir espacios seguros para todas, reorganizando el trabajo de los cuidados. ONU Mujeres propone el reconocimiento, la redistribución, y la reducción del trabajo de los cuidados como un primer paso para saltar los obstáculos que nos limitan para el disfrute de los derechos en igualdad de oportunidades, obstáculos que se agravan en algunos territorios en América Latina, sometidos por la violencia y la pobreza. Las mujeres queremos construir nuestro propio modelo de maternidad, y que esta se establezca a partir de una decisión personal, no por destino y mandato. En resumen, cambiar el status quo: queremos decidir cuándo y con quién maternamos, y en qué momentos o si amamantamos o no. Es preciso promover modelos de cuidados como los comedores comunitarios que se despliegan en las zonas urbanas más vulnerables, o la organización entre mujeres de comunidades rurales para ir por agua o cuidar a los hijos que todavía no están en edad escolar. Repensar la economía desde el vínculo que existe entre lo productivo y lo reproductivo daría elementos para enfrentar el dilema entre el trabajo remunerado y el convertirnos en madres.
Finalmente, debemos hacernos conscientes de que maternamos también a esposos, novios y colegas de trabajo, una carga adicional de la que no se habla porque, tácitamente, se acepta que maternares inherente a ser mujer, cualquiera sea el contexto del que estemos hablando. Es hora de hablar de maternidades en plural y de modelos alternativos para ejercer tan importante función. ~
es profesora universitaria en el Tecnológico de Monterrey.