Querido lector interesado en la política: espero que me haya hecho caso la semana pasada cuando le sugerí que siguiera el debate presidencial en Estados Unidos. Si aceptó mi consejo, seguramente disfrutó de uno de los momentos más inesperados de la historia moderna de la política estadunidense. Como en una pelea entre un campeón mundial y un retador sin cartel, el desenlace del debate del miércoles parecía cantado. Mitt Romney, un hombre aparentemente incapaz de la simpatía y la empatía, estaba obligado a ser agresivo y amable, quizá la combinación más difícil de alcanzar en la vida pública. Además, Romney debía atacar a un hombre que, más allá de sus tropiezos profesionales, ha sido siempre muy querido. En términos meramente políticos, “agredir” a Barack Obama nunca ha sido fácil ni redituable. En pocas palabras, lo de Romney pintaba para ser un paseo por la cuerda floja. El más mínimo titubeo, el primer chiste fallido y adiós: la campaña por la presidencia habría llegado a su fin. El grado de dificultad de la tarea hace todavía más extraordinario el arrollador triunfo de Mitt Romney en Denver. Romney no solo encontró la fórmula exacta para mezclar la agresividad y la amabilidad; lo hizo con energía, velocidad, precisión y hasta simpatía. Dio una clase de disposición y preparación. Días después, algunos expertos catalogaban lo de Romney como el despliegue más notable de talento en un debate presidencial desde la mítica tunda de Reagan sobre Carter en 1980. Creo que no exageraban.
Pero el debate del miércoles no habría resultado histórico si junto con la extraordinaria presentación de Romney no hubiéramos visto el colapso de Barack Obama. Como ya hemos explicado muchas veces en este espacio, el puntero en una carrera electoral tiene dos encomiendas básicas durante un debate: evitar errores y reforzar la narrativa que lo ha llevado al éxito. Obama quiso conseguir lo primero borrándose del escenario. ¿Quién le habrá recomendado no voltear a ver a Romney, el retador engallado que nunca dejó de mirarlo a los ojos? En realidad, el presidente de EU se veía entre regañado y asustado. O peor aún: desguarnecido. Porque a su displicencia, Obama sumó una indefensión argumentativa inadmisible. Además, le dio por abandonar la narrativa que le había dado una ventaja considerable en las encuestas a un mes de la elección. Se olvidó de insistir en la imagen de Romney que tan bien le había funcionado, el del “buitre capitalista”, el del patricio insensible que califica como “dependientes” a 47 por ciento del electorado estadunidense. Peor aún: cuando Romney mintió durante el debate o ajustó sus propias posiciones en un descarado intento por acercarse al centro político, Obama prefirió quedarse callado, mirando hacia abajo. Todo fue tan atípico, tan auténticamente extraño que, si esto de verdad fuera una pelea de box, sospecharía de algún arreglo bajo la mesa.
Ahora, Obama enfrenta una disyuntiva tan complicada como la de Romney hace unos días: debe presentar un nuevo talante, mucho más brioso y dispuesto a la confrontación. Pero tendrá que hacerlo con cuidado. Si exagera y se le nota sobreactuado o pretencioso, correrá el riesgo de perder su mayor activo: su simpatía. Lo único peor que un presidente auténticamente débil es un presidente que finge fortaleza. La obligación a cambiar de estrategia de un debate a otro ya ha sido el Waterloo de otros políticos en EU. El caso más grave fue el de Al Gore, quien, después de un primer debate lleno de gestos y suspiros pedantes contra George W. Bush, no logró fingir humildad en el segundo encuentro. El remedio resultó peor que la enfermedad. Barack Obama deberá resistir la tentación de cambiar de manera demasiado drástica. En su momento de mayor dificultad, tendrá que ser más mesurado que nunca. Ahora es él quien tendrá que superar la cuerda floja.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.