Cuando decidió hacer público su estatus migratorio, José Antonio Vargas seguramente no imaginó que uno de los retos sería que la gente siguiera sin reconocerlo como indocumentado. “Yo estoy hablando de ellos, de los ilegales”, le decía recientemente una mujer de Alabama, a quien estaba entrevistando. José Antonio le contestó, “pero también estás hablando de mí”. “No, pero tú no eres como ellos, tú hablas bien inglés”.
José Antonio decidió salir del clóset de la “ilegalidad” en julio de este año, inspirado por las historias de cientos de jóvenes en Estados Unidos que han organizado caminatas, marchas y acciones de desobediencia civil como parte de una campaña a favor de los derechos de los migrantes y en particular apoyando la ley DREAM Act. Esta ley legalizaría el estatus de millones de jóvenes indocumentados que llegaron a Estados Unidos antes de la mayoría de edad y han cursado sus estudios de preparatoria en el país. Entre otras cosas, el DREAM Act les permitiría tener acceso a colegiaturas reducidas y financiamiento para asistir a la universidad, al igual que a otros ciudadanos americanos.
A tono con el desafío que representa el que estos jóvenes reconozcan abiertamente que residen en el país sin papeles, José Antonio aprovechó su visibilidad y reputación como periodista y publicó su historia en la portada de la revista del New York Times.“No siempre somos los que crees que somos”, escribió, refiriéndose a la diversidad que hay entre la población de indocumentados.
Filipino, aunque con un nombre que cualquiera identificaría de inmediato con un latino; periodista exitoso con experiencia en los diarios más destacados del país, pero con una identidad falsificada a lo largo de sus casi veinte años en Estados Unidos; elocuente y casi sin rastro de acento foráneo, su historia afronta los estereotipos que hay en torno a los indocumentados: que todos son mexicanos, que cruzaron la frontera ilegalmente, que trabajan en los campos, que le quitan los trabajos a los estadounidenses, que no se quieren integrar al país.
Leo una y otra vez su texto, y hace unos días lo escuché de nuevo contar cómo llegó a Estados Unidos a los 12 años de la mano de un supuesto tío (que en realidad era un pollero); el consejo que le dio su madre de decir que iba a Disneylandia si alguien preguntaba la razón del viaje; el momento en que se dio cuenta que era distinto a sus compañeros de escuela porque no tenía los papeles “adecuados”, y que tendría que vivir mintiendo, con un miedo constante, con una distancia inconmensurable de su madre y de un hermano de 14 años a quien no conoce. Su historia habla de una fractura profunda, la de sentirse y ser de un lugar sin poder serlo:
Yo crecí aquí. Esta es mi casa. Pero aunque yo me considere americano y considere a Estados Unidos mi país, mi país no me considera uno de los suyos.
Como la suya, hay millones de historias de jóvenes en una situación similar porque sus padres los llevaron o los mandaron a Estados Unidos con la esperanza de que tuvieran mejores oportunidades. Unidos por esta misma circunstancia, han formado una gran red para promover el DREAM Act, tanto a nivel federal como estatal. Se estima que 2.1 millones de jóvenes se beneficiarían con la ley. Este es uno de los aspectos menos controvertidos de la reforma migratoria porque se concentra en una población que no tomó la decisión de migrar al país ni cometió un acto “ilegal” voluntariamente, están completamente integrados, hablan inglés, se han beneficiado de la educación pública, y representan el futuro del país. Pero ni la racionalidad de los argumentos económicos –que el país ya invirtió en esta población educada en escuelas públicas, o los impuestos que pagarían si pudieran trabajar legalmente– ni la visibilidad de las vidas humanas afectadas han logrado persuadir al Congreso para que apruebe una ley que se presentó por primera vez hace diez años.
Cuenta José Antonio que cuando publicó su historia le preocupaba que los “DREAMers” no se sintieran identificados con él, y que no lo reconocieran como parte del movimiento. Otra vez ese extraño dilema de querer ser reconocido, como indocumentado, como americano. Si no eres indocumentado, es imposible entender lo que significa crecer y vivir con el vacío de sentirte parte de una comunidad sin pertenecer del todo por la falta de un papel; el temor permanente de que en cualquier momento te puedan separar de tu familia y de tu casa y deportarte a un país del que ni siquiera te acuerdas; esa impotencia frente a un sistema político y legal que no se adapta a la realidad por más ilógico y costoso que sea el statu quo. Las movilizaciones y acciones públicas de los jóvenes indocumentados han permitido que se rompa ese silencio, ese temor, ese sentimiento de estar siempre escondido, siempre huyendo. Han sido también una forma de crear una identidad, no sólo alrededor de los miedos, la discriminación y los retos en común, sino por lo que pueden lograr al unirse como “undocumented, unafraid and unapologetic” (“sin documentos, sin miedo, sin pedir perdón”) –uno de los lemas del movimiento. Nada explica mejor la fuerza que está detrás de esta unión y esta identidad que las palabras de Tania Mattos, líder del consejo de jóvenes líderes del estado de Nueva York (NYSYLC): “si eres indocumentado, eres mi hermano, mi hermana.”
Tras la derrota de la iniciativa de ley en diciembre de 2010, una nueva versión del DREAM Act se presentó en mayo de 2011. Aunque en comparación con las versiones anteriores, esta última tiene el mayor número de copatrocinadores (58 en la Cámara de Representantes y 34 en el Senado), las posibilidades de que se apruebe antes de las elecciones de 2012 son bajas. Mientras tanto, estados como Illinois y California ya aprobaron sus versiones del DREAM Act que permiten a estudiantes indocumentados obtener becas financiadas por el gobierno estatal. Como en cualquier otro aspecto del debate migratorio, es de esperarse la reacción de los grupos anti-inmigrantes y su impacto en los cálculos políticos de los congresistas, pero los DREAMers hacen bien en enfocarse no sólo en refutar este tipo argumentos sino en combatir el silencio y la indiferencia de quienes podrían apoyarlos. Hacerlo por medio de sus propias historias es un acto de valor admirable; también es un signo de una profunda frustración y de la urgencia de cambios en el discurso, en las leyes y en las percepciones sobre los migrantes. No son un ente ajeno y lejano; son vecinos, son amigos, son compañeros de salón, son colegas de trabajo, son padres, son abuelos, son hijos, son hermanos.
*Fotos tomadas por la autora en la marcha por una reforma migratoria; Washington D.C., 21 de marzo de 2010.
es profesora de estudios globales en The New School en Nueva York. Su trabajo se enfoca en las políticas migratorias de México y Estados Unidos.