¿Era Sócrates un adversario de la democracia? La pregunta ha recorrido más de dos milenios. Karl Popper la formuló en La sociedad abierta y sus enemigos (Buenos Aires, Editorial Paidós, pp. 294-302) y, para fortuna de la civilización occidental, la contestó negativamente. En el epígrafe del capítulo X, Popper cita a Platón: “Él nos restaurará a nuestra naturaleza original y nos curará, bendiciéndonos y haciéndonos felices”. Se refiere al filósofo rey, ideal platónico inverso al demagogo pero que, para Popper, termina por coincidir con él porque impone la misma concentración de poder, exhibe el mismo rechazo a la crítica, conduce a la misma disolución de la democracia.
El propósito de Popper es salvar a Sócrates de Platón, es decir, salvarlo de la imagen de Sócrates que construye Platón para apuntalar su teoría política. No es un empeño fácil. ¿No habían sido los restauradores de la democracia ateniense (Anito y sus compañeros) quienes condenaron a Sócrates por haber sido maestro de algunos de los célebres tiranos (Critias y Cármides, tíos de Platón) que tras la derrota de los atenienses en Siracusa tomaron el poder en Atenas y disolvieron la democracia? ¿No había sido la seductora demagogia de Alcibíades (discípulo amado de Sócrates) quien había alentado aquella desastrosa expedición en el año 415 a. C.?
Popper recuerda sin embargo que Sócrates tuvo un papel airoso en esos años. Nunca se opuso a la democracia sino a su degeneración demagógica, encarnada en aquellos aristócratas inescrupulosos que, habiendo sido sus discípulos, torcieron el sentido de su enseñanza para buscar el éxito usando al pueblo como instrumento de su ambición. Y Sócrates, desde luego, se negó a apoyar a los tiranos. Popper no lo menciona, pero según Plutarco Sócrates desaconsejó abiertamente la operación de Siracusa.
Pero la mayor lección democrática de Sócrates fue ajustarse a las leyes de Atenas y defender su causa, que era la causa de la inteligencia. Pudiendo huir, optó por defenderse con su arma única y específica: la razón, la deliberación. Prefirió padecer la injusticia a cometerla. “Jamás había intentado socavar la democracia –dice Popper–, en realidad, había tratado de darle la fe que le faltaba”. Esa fe no era otra que la búsqueda desinteresada de la verdad y el permanente ejercicio de la crítica, no como potestad de un líder iluminado u omnisciente ni de un demagogo sagaz, sino de la polis entera. Popper escribió esta obra “de guerra, de combate” en su exilio en Nueva Zelanda, en el momento más oscuro de la Segunda Guerra Mundial. Al defender la crítica abierta de Sócrates frente al sistema cerrado de Platón, Popper vindicaba la raíz de la civilización occidental, cuya vocación mejor es la de Sócrates. Esa vocación cabe toda en la inolvidable imagen de Sócrates –modesto, sincero, sereno- enfrentando a sus jueces con humor:
Soy como el tábano que Dios ha puesto sobre esta ciudad –decía Sócrates en su Apología– y todo el día y en todo lugar siempre estoy yo, aguijoneándolos, despertándolos, persuadiéndolos, reprochándolos. No encontraréis fácilmente alguien como yo, y por eso os aconsejo absolverme […] Si me lleváis precipitadamente a la muerte, entonces habréis de permanecer dormidos durante el resto de vuestra vida a menos de que Dios se apiade y os envíe otro tábano.
¿Qué mejor prueba de respeto a la democracia que morir por la libertad, el saber, la razón, la verdad y la crítica? El Sócrates de Platón es Platón. El Sócrates de Popper es un pedagogo de la democracia. El Sócrates de Popper es Sócrates. Y su actitud, en esta nueva hora oscura del mundo, es nuestra única esperanza.
Fragmento del libro El pueblo soy yo, que próximamente publicará Debate.
Publicado previamente en el periódico Reforma
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.