Si puede, imagine el lector lo siguiente.
Hace dos semanas, a la mitad de la noche, un hombre entró a una casa a robar. En una de las recámaras encontró a una niña de diez años, dormida, con la enorme melena pelirroja esparcida sobre la almohada. Cuchillo en mano, la amenazó y se la llevó. Tardó unos minutos en encontrar una propiedad abandonada en el barrio y, una vez ahí, violó a la niña repetidamente y la obligó a posar desnuda para fotografiarla. Pasaron 12 horas así. Al día siguiente, la niña apareció descalza y vistiendo ropa distinta a la que llevaba puesta cuando el hombre la secuestró en plena madrugada. El criminal la había abandonado cerca de un hospital, golpeada y rasguñada. La niña logró caminar hasta una cafetería, donde la recogió la policía.
La policía tardó algunos días en identificar al sospechoso. Al darse a conocer su rostro en televisión, decidió escapar. Sabiéndose perseguido, emprendió el rumbo hacia la frontera. Hace apenas unas horas, autoridades del país vecino informaron que, en efecto, el hombre había emigrado. Video captado en uno de los cruces lo muestra, se dice, con la cabeza rapada, ingresando a un país que no es el suyo. Se sabe que la policía de la ciudad donde cometió el crimen suplicó ayuda a su contraparte del otro lado de la frontera. No es esta la primera vez que un fugitivo prefiere jugársela en el territorio contiguo. Para las autoridades del país al que escapó el violador, tampoco es nada nuevo: están acostumbrados a recibir a estos migrantes criminales.
Esa es la historia. Ahora le pregunto al lector: ¿de qué países estamos hablando? ¿A qué país pertenece el repugnante criminal que describo y a cuál país escapó?
La narrativa convencional nos haría pensar que estamos hablando de un mexicano, proveniente del ensangrentado y caótico paisaje de nuestro país. Después de todo, la idea que se nos ha vendido una y otra vez es que México es una suerte de caos incontrolable, generador múltiple de crimen e impunidad, mientras que Estados Unidos es todo lo contrario: un oasis de justicia, que tiene que aguantar la andanada de criminales del sur que vienen a perturbar la calma de esta brillante sociedad impoluta.
Eso, como muchas otras variables del debate migratorio, es una mentira.
El caso que recién describo ocurrió en Northridge, una ciudad al norte de Los Ángeles. El criminal en cuestión es un tal Tobias Dustin Summers quien, en efecto, huyó a México, aparentemente por Tecate. La policía bajacaliforniana lo busca por todos lados, tratando de hacer lo que la policía californiana no pudo: detener a un criminal, pedófilo y violador capaz de actos como los que ya narré —lo siento— para el lector.
Lo cierto es que, de acuerdo con las más conservadoras cifras oficiales, entre mil y mil 500 fugitivos estadunidenses de diversos grados de peligrosidad han escapado hacia México. Eso, que parece un mito de Hollywood, es toda una realidad: si de migración criminal se trata, México tiene tanto de que quejarse como Estados Unidos, toda proporción guardada (aunque no sé qué proporción haya que guardar, porque Summers no será un capo de la droga pero es un auténtico peligro, un criminal hecho y derecho).
Mucho se ha dicho en los últimos días sobre la seguridad fronteriza. Los senadores estadunidenses que evalúan la reforma migratoria insisten en que no habrá tal sino hasta que se garantice el blindaje de su frontera. Me parece bien: muchas veces he insistido en que, sobre todo después del 11 de septiembre, tenemos que comprender que la seguridad fronteriza es una variable indispensable del debate migratorio. Pero que no nos vengan a decir que en esto, como en tantas cosas, la balanza se inclina solo del lado mexicano. Y si no, que le pregunten a Summers o a su joven, trágica víctima.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.