Venezuela y la Armada de la última esperanza

La nación que lo ha probado todo para sacarse a Maduro de la yugular espera que la presión de la armada estadounidense en el Caribe induzca a un cambio de gobierno.
AÑADIR A FAVORITOS
Please login to bookmark Close

El 10 de diciembre de 2025, la dictadura chavista tuvo un pésimo día. No había llevado tantos golpes desde el 28 de julio de 2024, cuando Nicolás Maduro tuvo que robarse la elección presidencial, al ver que 70% de los venezolanos que dejó votar apoyaron al único candidato de oposición que dejó competir. 

Este 10 de diciembre, se celebró la entrega del Nobel de la Paz a María Corina Machado, mientras ella escapaba de Venezuela, humillando al estado policial al que se le escondió por año y medio. Al mismo tiempo, un escuadrón de marines tomaba en el Caribe uno de los tanqueros que burlan las sanciones para llevar crudo venezolano a Cuba. 

Mientras el mundo volvía a hablar de su fraude electoral, Maduro se encontró con que le será ahora muy difícil pagarle al aliado que vigila a los militares venezolanos para que no se rebelen. La toma del tanquero ha sido la agresión más directa al régimen desde que EEUU empezó a desplegar destructores, un submarino, el mayor portaaviones del mundo y decenas de aviones de combate mientras declaraba terrorista al Cartel de los Soles, la mafia militar venezolana cuyo jefe, según el gobierno de Trump, es Maduro. 

Desde septiembre, buques y aviones de guerra estadounidenses rozan el espacio venezolano, pero sólo disparan a civiles: las tripulaciones de esas lanchas que supuestamente llevan droga, y que en algunos casos zarparon de Venezuela. Donald Trump no ha prometido desalojar a Maduro del poder. Pero pocos le creen que semejante despliegue sea solo para desintegrar traficantes con misiles sin fórmula de juicio. 

La conversación internacional sobre estos eventos está contaminada por la propaganda trumpista y chavista, como cabía esperar, pero también con varios sesgos periodísticos. En EEUU, se tiende a reducir la historia a una guerra inventada por Trump para distraer a los estadounidenses de sus propios desmanes; en Canadá y Europa occidental, a una agresión imperial contra una nación soberana que flota en petróleo. Muchos ven Venezuela como un nuevo Irak o Afganistán, cuando no tiene nada en común con ellos. Pocos recuerdan considerar a los verdaderos protagonistas de esta historia: los venezolanos en Venezuela. O hablan por ellos, que no pueden hablar, justamente porque viven bajo una dictadura capaz de condenar a alguien a veinte años de cárcel por un tuit. 

Un viejo matrimonio de conveniencia

La relación Venezuela-EEUU sobresale en América Latina por su carácter pacífico y su balance positivo, aunque para la vieja izquierda y el nacionalismo militar, que engendraron al chavismo, es una desgracia histórica.

La Revolución Americana influyó en las motivaciones para romper con España y construir una república federal de propietarios en los primeros años de la lucha venezolana por la independencia. EEUU reconoció pronto a la República de Venezuela luego de que se separó de Colombia, y estableció relaciones económicas y políticas desde los gobiernos del general José Antonio Páez, a quien otorgó apoyo para recuperar el poder y refugio hasta su muerte. En 1902, EEUU respaldó a Venezuela frente a la presión de Gran Bretaña y Alemania, que cañonearon puertos venezolanos para presionar por el pago de una deuda. Y luego surgió, desde el subsuelo, el negro, viscoso pegamento que mantiene ligados a Venezuela y EEUU.

“Los americanos” nos enseñaron a aprovechar un recurso muchísimo más rentable que el oro de Guayana o el café, el cacao o la carne de la siempre precaria agricultura del país. EEUU necesitaba petróleo, sobre todo durante las guerras mundiales, y Venezuela lo tenía en abundancia y en la orilla opuesta del Caribe. 

El país que fue siempre miserable, antes y después de la independencia, pudo al fin pagarse una institucionalidad y terminar de convertirse en un Estado nación, con un ejército profesional, carreteras, un banco central, universidades, aeropuertos, electricidad, escuelas, hospitales. 

Democracia on the rocks

El ingreso petrolero comenzó beneficiando solo a la élite de la dictadura que controlaba Venezuela cuando el negocio comenzó en los años 20, pero desde los años 40 el Estado fue ganando participación y control, hasta que pudo comprar la industria entera, y conducirla con éxito, a mediados de los 70. 

El país rural y enfermo se convirtió en urbano y menos enfermo. El salto civilizatorio fue gigantesco, y EEUU estaba en todas partes: sus inversionistas fundaron supermercados, manufactureras, escuelas de negocios; sus arquitectos e ingenieros diseñaron autopistas y suburbios de estilo californiano; sus gobiernos tanto republicanos como demócratas se hicieron firmes aliados de los gobiernos militares y civiles de Venezuela. Los venezolanos nos obsesionamos con la cultura popular estadounidense, su ropa, su lengua, sus modelos estéticos, y creíamos más en el “sueño americano” que los mismos gringos. Los intelectuales venezolanos criticaban a menudo esa sumisión cultural en medios de comunicación, editoriales, películas e instituciones culturales que funcionaban gracias al petróleo que vendíamos a EEUU. 

El petroestado que sacó a buena parte de los venezolanos del paludismo y el hambre también se dejó tentar por el populismo rentista y el despilfarro clientelar. En los 80 se quebró la burbuja de autocomplacencia de esa democracia de dos millones de barriles diarios y viajes de la clase media a Disney World. En los 90, Hugo Chávez, Diosdado Cabello, Nicolás Maduro y una fauna de militares con delirios mesiánicos y viejos comunistas fracasaron al tratar de tomar el poder con la fuerza, pero terminaron obteniéndolo con los votos, jurando refundación y venganza. Dijeron que las élites habían vendido el país al imperialismo yanqui. Solo Chávez y sus patriotas podían completar la independencia que a Bolívar le arrebataron los traidores. Ya el enemigo no era España, sino EEUU.

Enemigos que se aman

El chavismo abrazó sin complejos la contradicción de hacer de su revolución una orgía de consumo financiada, más que todo, por la venta de petróleo a EEUU. Ese país era un extraño enemigo: pagaba el crudo mucho mejor que los amigos. Funcionarios y clientes del Estado chavista hicieron fortunas gracias a ese vínculo que tanto denostaron, recitando escleróticos clichés antiimperialistas para convocar “solidaridad”, como se llama a la complicidad en la industria política del altermundismo.

Pero Chávez notó que su hegemonía estaría limitada por los vínculos económicos y políticos con EEUU. Primero suspendió la colaboración con la DEA, una medida que adquiere más significado a la luz de lo que hoy sabemos sobre la penetración del narco en el Estado venezolano. Luego los contratos de defensa, para que Rusia, Cuba e Irán se convirtieran en los principales proveedores de equipo y adiestramiento. China empezó a desplazar a EEUU como cliente e inversionista.

El crudo, sin embargo, nunca dejó de fluir del todo hacia las refinerías de Texas. Todavía hoy, la administración Trump permite a la estadounidense Chevron seguir operando, bajo ciertas condiciones, en un país al que ha sancionado. Es Chevron la que extrae, y exporta, un tercio del petróleo que hoy se explota en Venezuela, y Maduro ha insistido en que Chevron siga allí, y en convivir con Trump.

Podrá sonar descabellado hoy, pero eso parecía posible entre enero y julio de 2025, cuando Trump envió un negociador que sacó reos estadounidenses de Venezuela y estableció vuelos de deportación de venezolanos a Caracas, que no se han interrumpido durante esta “tensión en el Caribe”. 

Un gran contraste con este Trump que, como tanta gente espera hoy, tal vez decida atacar objetivos militares en Venezuela. 

Una tragicomedia con demasiadas víctimas

No sabemos en realidad qué quiere hacer Trump. Lo que sí sabemos es que, luego de Chávez y Maduro, es el tercer presidente en destejer la relación histórica.

Antes de regresar a la Casa Blanca, el magnate cambió la actitud que había tenido hacia Venezuela, cuando advirtió que el inmenso influjo migratorio venezolano sobre EEUU –impulsado por Maduro, la xenofobia en América Latina y los beneficios migratorios de la administración Biden– le servía para su narrativa de que su país se desmorona y él debe restaurarlo a su forma original. Entonces hizo lo que ningún presidente estadounidense había hecho: satanizar a los nuevos migrantes venezolanos, aun cuando quienes los precedieron lo admiraban. Instrumentalizó el asesinato de una estudiante de enfermería por parte de un venezolano sin papeles y sobredimensionó la presencia en EEUU de la banda venezolana Tren de Aragua para enviar a más de 200 venezolanos a Guantánamo y a la megacárcel de Bukele, con la falsa acusación de que eran miembros de esa mafia. Luego canceló la protección temporal a más de medio millón de migrantes, que habían pagado un costo inmensurable para llegar allá a pie desde Venezuela. Decenas de miles han dejado EEUU, voluntaria o forzosamente. 

Es una tragedia con tanta ironía y tanta payasada que casi da risa. El país al que generaciones de venezolanos admiraron y anhelaron ahora los considera una plaga. Y Machado, la única persona con liderazgo político real entre los venezolanos hoy, que promete recomponer a las familias rotas por la migración forzada, insiste en vender a Trump como el único que puede ayudarnos a derrotar a una dictadura que ha ahogado en sangre todo lo que hemos intentado contra ella. ¿Cómo? Pues haciendo lo que EEUU ha hecho en otros países de la región pero jamás en Venezuela: usar su poder militar para intimidar a la élite chavista, acostumbrada a ganar siempre, y desatar una reacción en cadena de pánico y traición que sea letal para la dictadura. 

Es un chiste cruel. Una premisa inaceptable. Pero para esta Venezuela devastada tras el cuarto de siglo chavista, rogar que el hermano que la traicionó vuelva de pronto a liberarla de sus secuestradores es lo único que se parece a la esperanza. 


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: