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El culto a la farándula es el culto a la ilusión de una vida auténtica. Si la gente se desvive por ver el rostro triunfal de los príncipes de España es porque al mirar esa celebridad sonriente y apasionada –llena de salud, decisión, éxito– es posible aliviar la carga de su propia existencia y, mejor aún, ignorar las complicaciones de “ser alguien”. Siempre es más sencillo mirar los vuelcos de la fortuna en la tele que correr el riesgo de salir a la calle, conquistarla, equivocarse.
2. Es curioso que las celebridades, como los criminales, tengan siempre que ocultarse y huir de los paparazzi, sus policías morales. Pero, ¿cuál ha sido su delito? Robarnos la codiciada perla de nuestro tiempo libre.
3. En un mundo sin dioses, las celebridades –también llamadas “estrellas” por su esplendor inalcanzable– se han convertido en el yacimiento de los deseos ajenos, la falsa realidad donde el obrero extenuado o la vendedora de autos van a buscar –después de una jornada de trabajo embrutecedor– las aventuras que no podrán vivir jamás, y no por falta de atributos, sino por falta de esperanza.
4. Es sabido que el joven Andy Warhol, fascinado por el glamour de Truman Capote, se dedicó a espiarlo durante semanas para copiar sus gestos. Quería ser él mismo una celebridad como las estrellas de Hollywood que veía en las revistas cuando era niño. Y lo consiguió, porque Warhol fue el artista –y el payaso– de sí mismo.
5. No es extraño que, después de cinco horas de televisión por cable, las disposiciones humanas tiendan a caer unas detrás de otras, como frutos podridos, en el pozo de lo exangüe y la pasividad. ¡Pero qué difícil es –exclama el espectador– sustraerse a esa multitud de hipnosis centelleantes! Y entonces vuelve a mirar cómo los ricos disfrutan su riqueza, cómo los famosos multiplican su fama, cómo las rubias peinan su rubia cabellera. Y al final, en la comodidad inmóvil de su sillón de terlenca, el espectador se siente vagamente triste. ¿Por qué? Por la desproporción que advierte entre la ficción de aquellas pasiones sin límite y su habitación simplemente angosta.
6. A veces, cuando escucho los gritos histéricos de las fans, me pregunto: “¿De dónde viene toda esa desesperación?” Debe llegar desde el fondo de su mortal aburrimiento. Piden a gritos –como un hombre que ha extraviado las llaves para salir de su propia casa– que alguien como Ricky Martin o Luis Miguel las rescate de sí mismas.
7. Al convertirse en objetos de consumo, las estrellas de cine deben renunciar a su propia identidad. Son la representación pura, el simulacro permanente, y por eso cuando desean ser ellas mismas deben andar de incógnito, que es su máscara de los domingos.
8. La única forma de trascender la celebridad, siempre efímera, esclavizante y tonta, es el genio, la insolencia y el rechazo radical a cualquier constreñimiento estético o moral. Pienso en Dalí, Lennon y el genio inventor de los paparazzi: Fellini.
9. En una sociedad que tiende a ser cada vez más reaccionaria, para ser famoso y gozar de la fidelidad del público es necesario ser honorable. Por eso, la celebridad suele amargar tanto a los escritores que, como Bukowski o Lowry, fueron poco o nada edificantes y nunca aparecieron en el cuadro de honor de la escuela.
10. La celebridad es tan incómoda como caminar con zapatos demasiado estrechos. Obliga al escritor a convivir con periodistas que no leen, a respingar la nariz y a cuidar su vocabulario en las entrevistas, cuando su único deseo es irse a escribir. Y punto.
11. Las mejores escenas del diario póstumo de Bukowski (El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco) son aquellas en las que el “bardo de Los Ángeles” aparece huyendo de sus groupies e imitadores como si dijera: “Veo que he creado muchos poetas, pero no mucha poesía… ”
12. Bajo el imperio del espectáculo, los escritores representan también un papel en la tele: el de los sabihondos que han leído todo lo que nunca leeremos, hombres eruditos, inofensivos y carismáticos que tienen una respuesta para todas nuestras dudas (“hoy todo el mundo pide consejos: nadie sabe qué hacer con su vida”), además de dar siempre su opinión sobre los derechos humanos en el altar de las frases hechas.
13. Tal vez el escritor maldito también se construía un personaje, sólo que su gesto esperaba el reconocimiento –la lectura– de la posteridad. Hoy que ya nadie cree en el futuro, ese consuelo está prácticamente extinto y por eso el escritor joven aspira cada vez con mayor vehemencia al aplauso fugaz de la celebridad, cuyo primer atributo es el olvido.
14. Yo creo –como me dijo una vez Roberto Bolaño– que los escritores actuales “no son ya señoritos dispuestos a fulminar la respetabilidad social ni mucho menos un hatajo de inadaptados, sino gente salida de la clase media dispuesta a escalar el Everest de la respetabilidad, deseosa de respetabilidad… Para llegar a ella tienen que transpirar mucho. Firmar libros, sonreír, viajar a lugares desconocidos, sonreír, hacer de payaso en los programas del corazón, sonreír mucho, sobre todo no morder la mano que les da de comer, asistir a ferias de libros y contestar con buen talante las preguntas más cretinas, sonreír en las peores situaciones, poner cara de inteligentes, dar siempre las gracias…”
15. Me gustaría escribir una novela cuyo héroe fuera un viejo orejón de setenta años dispuesto a recuperar, antes de la muerte, su tiempo perdido. ¿Cómo? Secuestrando por las noches a los cantantes de moda… ~