A lo largo de la historia moderna de la política en Estados Unidos, la enorme mayoría de los candidatos presidenciales ha tenido que enfrentar una prueba de fuego, lo que los estadunidenses llaman el make or break moment: la encrucijada que supondrá el hundimiento o la salida a flote de las aspiraciones políticas del aspirante en cuestión. Todo político teme a la llegada de ese potencial punto de inflexión. Y no es para menos.
La lista es larga. Para John Kerry, por ejemplo, el momento de la verdad fue el escándalo alrededor de su servicio en Vietnam. En el momento preciso en que optó por dejar pasar la calumnia y no responder con suficiente fuerza a las injustas acusaciones de los veteranos de guerra que lo habían tachado de cobarde y mentiroso, Kerry perdió la presidencia. Para Michael Dukakis, candidato demócrata a la presidencia en 1988, el punto de inflexión fue una respuesta desafortunada durante un debate. El 13 de octubre, el periodista Bernard Shaw le preguntó a un nervioso Dukakis si estaría a favor de la pena de muerte en caso de que su mujer fuera violada y asesinada. Sin pensarlo dos veces (o quizá pensándolo de más), el entonces gobernador de Massachussets respondió con una frialdad inusitada: “No, no buscaría la pena de muerte”. La fama de inconmovible de Dukakis se vio reforzada por la reacción del candidato. De ahí en más, la campaña fue un mero trámite y George Bush padre se llevó la victoria con claridad en las elecciones de noviembre. Algo similar le ocurrió a Al Gore. Su pedantería durante el primer encuentro con George W. Bush, en el que no paró de suspirar como un sabelotodo insufrible, reforzó en el electorado la idea de que Gore era un tieso afectado. Esa imagen de inmodestia seguramente le costó votos cruciales en el sur estadunidense en la elección que, al final, perdió. Lo mismo, por cierto, podría decirse de Andrés Manuel López Obrador en los meses previos a la elección de 2006: si el entonces aspirante del PRD hubiera respondido de inmediato a los comerciales en su contra y hubiera acudido al primer debate (esos que ahora busca tan afanosamente), seguramente estaría despachando ahora mismo en Los Pinos. La lección es evidente: la supervivencia de una campaña presidencial depende de la capacidad de reacción del candidato ante su particular parteaguas.
Barack Obama enfrenta, ahora, la batalla decisiva en su intento por hacerse de la nominación demócrata. Durante meses, Hillary Clinton (y John McCain, que debe estar más feliz que nunca) había estado esperando un desliz de Obama; un resbalón retórico, la evidencia de un talón de Aquiles, lo que fuera. Y, finalmente, Obama tropezó. Hace un par de semanas el senador de Illinois se presentó en San Francisco con el fin de recaudar fondos para su campaña. Ahí, se dio el lujo de ser cándido y aseguró que los estadunidenses que viven en pequeñas ciudades se “aferran” a su fe, a la desconfianza del extraño y a las armas porque están “amargados”. Más allá de si lo dicho es verdad o no (hay varios libros, como el genial What’s the matter with Kansas, de Thomas Franks, que defienden con lucidez la misma postura), lo cierto es que Obama no podría haber escogido peores palabras.
El discurso de Obama no sólo es peligroso por incendiario, es riesgoso porque subraya todas las características vulnerables del candidato. Desde el principio de la campaña, Obama ha corrido el riesgo de ser catalogado como un demócrata liberal más; un elitista de Harvard que poco conoce (y menos quiere conocer) del Estados Unidos rural y marginado. Lo que es peor: Obama puede terminar por cargar con una de las peores etiquetas imaginables en la política estadounidense: la del político alejado de la religión. En suma, un campo minado, y no sólo para lo que resta de la lucha entre los demócratas sino para la elección de noviembre. Desde ahora está claro que el discurso de San Francisco será la piedra angular de la estrategia de John McCain si es que Obama resulta su rival en las presidenciales.
Si el senador de Illinois no consigue desactivar el escándalo a tiempo y con fuerza, el tropiezo ya conocido como amargogate puede convertirse en el tan temido punto de inflexión de la campaña por la candidatura demócrata. Desde ya, Hillary Clinton está insistiendo en retratar a Obama como un burgués soberbio sin contacto alguno con el ciudadano común y corriente. Ya será tarea de Obama evitar que semejante estereotipo —es difícil imaginar uno peor— arraigue en el imaginario del electorado de los estados restantes en las primarias de su partido y, meses más tarde, en el del país entero.
Los votantes de Pennsylvania, donde Obama enfrentará una elección crucial el próximo martes, serán los primeros en dar su veredicto.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.