Bacon: la estética de la trasgresión

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Inquietante y atroz, subversiva y contradictoria, la pintura de Francis Bacon (Dublín, 1909-Madrid, 1992) ocupa ya, y desde hace varias décadas, un lugar de honor en la turbulenta historia de la creatividad contemporánea. Por ello, y más allá del fácil recurso a la revisión antológica de su obra, el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) nos propone ahora otra vuelta de tuerca centrando la atención sobre uno de los asuntos clave en la obra de este irlandés/británico atormentado y rebelde: el análisis exploratorio de las variedades de lo sacro y lo profano en el arte de Bacon. Porque quien se declaraba como ateo militante: “de la nada venimos y a la nada vamos”, conseguiría el privilegio de trasladar a su obra una mirada sobre la existencia humana poseída de un esplendor metafísico casi desconocido en nuestra época.
     Comisariada por Michael Peppiatt, uno de los grandes expertos en la obra de Bacon, la muestra puede contemplarse hasta el próximo 21 de marzo en Valencia. Luego viajará al Museo Maillol en París. En ambos lugares, quien la visite tendrá la oportunidad de enfrentarse como espectador a 45 pinturas que no permiten la indiferencia, que nos fascinan con su belleza obscena y trasgresora. Para Peppiatt, es hora ya de atrevernos a observarlas de una manera menos convencional. Es momento de extraer perspectivas imprevistas y reveladoras, porque “desde que Bacon murió en 1992 ha salido a la luz gran cantidad de datos sobre su vida y su obra y las interpretaciones sobre su arte se han ido haciendo, en consecuencia, más libres y más diversas”. Además, “la admiración por la imaginería de Bacon, en otro tiempo terreno exclusivo de una élite, también se ha extendido enormemente y ha llegado a un público incluso más amplio de lo que predecían sus primeros admiradores y seguidores”. Unas y otras circunstancias permiten nuevas exploraciones, nuevas pautas para recorrer e iluminar los enigmas que persisten en el corazón de esas imágenes suyas tan impactantes.
     Si, como ha escrito el filósofo José Antonio Marina, una de las señas de identidad del arte moderno es su capacidad para convertirse en suministrador de emociones fuertes, habrá que convenir que la obra pictórica de Francis Bacon ocupa una posición de liderazgo por su capacidad de mostrarnos sin dogmatismos estéticos la obscenidad de la violencia. Pocos creadores como él consiguieron, en el siglo XX, la nada trivial tarea de impactar al espectador con la mística de lo ordinario.
     Antonio Saura, que tenía a Francis Bacon en su particular y exclusivo Olimpo, dijo de él que estaba a la altura de los grandes creadores polimorfos de la modernidad como Picasso, Giacometti o Paul Klee. Porque sólo ellos, pese a los bruscos cambios que marcan sus trayectorias, muestran un poderoso potencial imaginativo, constituyen universos personales y poseen una obra identificable a pesar de su variedad: “La riqueza de su obra es consecuencia de una serie de metamorfosis verosímiles, fruto de la asimilación de múltiples influencias, de la ramificación de su interés tanto frente al pasado como frente al presente, y evidentemente de la lucidez de su pensamiento plástico, de su vitalidad y capacidad creadora”.
     La exposición centra sus objetivos en explorar el sentido de lo sagrado y lo profano en la obra de uno de los más grandes artistas que produjo el pasado siglo.

Trata de que comprendamos por qué un artista tan ateo y nihilista como Bacon mostró, a través de su larga carrera, un interés obsesivo por símbolos de la fe cristiana como la crucifixión y la figura del papa. Al mismo tiempo, Bacon se interesó por trasladar a sus pinturas los actos más profanos del hombre: una pareja practicando el sexo en la hierba o en la cama, gritando en un espacio vacío y sin aire. Cuadro a cuadro, imagen a imagen, Bacon nos hace confundir las nociones de lo sagrado y lo profano establecidas tradicionalmente. Consigue la trasgresión de estos códigos, se niega taxatIVAMente a distinguir entre ellos. Inventa sus propias categorías movedizas. Entonces, una crucifixión alardea de la carne de carnicería o de un animal enjaulado, mientras que dos cuerpos musculosos se unen lujuriosamente y son transferidos con la santa ternura de una Piedad. Esa es la riqueza y el atractivo del planteamiento estético de Bacon: su poder trasmutador, su capacidad para interpenetrar las dimensiones sagrada y profana de la existencia. Porque lo que de verdad nos fascina en las obras de Bacon es, para decirlo con las palabras clarividentes de ese otro pintor admirable que fue Saura, “su forma de concebir el cuadro como lugar de conflictos, de combate y aventura, sede de la contradicción, de la razón y de la sinrazón entremezcladas”.
     Por último, y para complementar este nuevo y necesario revival de un artista tan clásico en la nómina de la modernidad como inmensamente perturbador, me permitiré recomendarles el visionado de una extraordinaria y polémica aproximación fílmica al personaje y su mundo: El amor es el demonio. Estudio para un retrato de Francis Bacon. Una película británica dirigida por John Maybury en 1998 que, según sentenció la crítica de entonces, constituye una “dura, áspera, pero también cabal, rigurosa biografía de Bacon prodigiosamente interpretada por Derek Jacobi”.
     Sírvanse ustedes mismos y, si les es posible, disfruten de la doble oferta de un viaje sin retorno por una obra que ejemplifica la atracción por la violencia y lo sublime que, también en nuestros días, ha venido caracterizando la contradictoria condición humana y a sus más conspicuos intérpretes. Un itinerario del que nuestro artista fue, a un tiempo, original y eficaz actor principal, notario, cronista y testigo. Bacon fue el último de los grandes expresionistas. Es la suya una pintura que deja huella, fruto inequívoco del aislamiento y crueldad que definen al hombre contemporáneo. Es la suya también una estética que expresa, de manera magistral, el horror y la violencia que habita tanto en nosotros, individuos anónimos, como en esta sociedad infectada por el virus mortal de la desesperanza.
     Lo dicho: Bacon, una vez más, nos aguarda para instruirnos e iluminarnos con su mirada siempre desestabilizadora, inesperada e incómoda, sobre la realidad de nuestro entorno y sobre lo que se esconde en el interior de cada uno de nosotros. Desde aquí les sugerimos que se dejen llevar, ya sin prejuicios, por la insólita y cruel belleza de su pintura. Perturben la paz de la autocomplacencia y, al menos por un rato, sigan el sagrado ritual de mirarse en estos espejos deformantes que nos brinda la grandeza de Bacon. Construyan, con ellos, su propio autorretrato espiritual. ~

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