Balas de fogueo

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Cuando uno considera, y asiente cuando un camarada llama en público al líder durmiente de la revolución cubana Fidel Castro “humanista” o “intelectual”, ha de realizar una serie de complejas operaciones mentales para, por una parte, justificar esos términos de cara a sus lectores u oyentes y, por otra, recorrer el camino necesario para construir una particular representación del mundo en la que estos quepan. Representación en la que, evidentemente, el dictador de una pequeña isla del Caribe, que en su momento se alineara con la Unión Soviética y que ha pasado buena parte de sus casi cincuenta años de ejercicio del poder justificando la sistemática violación de derechos humanos debido a la lucha contra el “imperialismo yanqui”, es ante todo un intelectual y un humanista.

En la representación del mundo que la escritora Belén Gopegui viene construyéndose desde hace años, no sólo Fidel Castro es un intelectual, sino que, por ejemplo, en esa pequeña isla “existe más libertad de expresión que en España”. A decir de Gopegui, Cuba es “sencillamente un horizonte, un país sin desempleo, sin mendicidad, sin mafias, con un número de profesionales, hombres y mujeres, altísimo, un país sin explotación infantil, sin desaparecidos, con un nivel de cultura y educación que en muchos casos supera la media europea”. Esta Cuba de Gopegui, de la que dice conocer La Habana y Matanza y en la que ha pasado unos 40 días en total, en donde por supuesto no vive a pesar de lo cual declara sin sonrojo que “sí, viviría voluntariamente en un estado donde se estuviera luchando por avanzar hacia el socialismo en medio de todas las dificultades que supone en sí ese tránsito, y más en un contexto económico, social y cultural absolutamente beligerante”, y en el que haya líderes como “Fidel Castro que sigan dando respuestas para que la humanidad no cese en su pregunta de cómo mejorar”.

En el mundo de Gopegui, la cultura española “está prácticamente en manos de un sector que quizá alguna vez fue de izquierdas pero que en este momento no lo es en absoluto. No son de izquierdas, son intelectuales y artistas de derechas, conservadores, perfectamente integrados en el orden establecido pero que, en su papel de grupo al servicio de la clase dominante, se apropian del valor de un discurso que les da buena imagen y de vez en cuando hacen algún gesto simbólico apoyando reformas también simbólicas, que nunca tocan lo esencial, la producción de la riqueza”.

El último ladrillo de esa peculiar construcción de la realidad emprendida por Gopegui es un pequeño librito, fruto de una conferencia en la Universidad de California San Diego (sí, California, Estados Unidos, ese monstruo imperialista) y que ahora publica la Editorial Complutense (de la Universidad Complutense de Madrid, España, ese país donde existe una libertad de expresión inferior a la cubana), titulado Un pistoletazo en medio de un concierto. Acerca de escribir política en una novela. En él, amparada en la voz de Diego, “un joven revolucionario de nuestros días”, Belén Gopegui da rienda suelta a su empeño constructor para afirmar, entre otras lindezas, que el concepto de verosimilitud en literatura se encuentra secuestrado por unos pocos. Quienes detentan el “poder”, evidentemente. Y en su concepción de la literatura, la de Diego y entendemos que la de Gopegui, la idea de verosimilitud “no debería ser propiedad de unos pocos; debería ser pública, debería ser de todos” (¿?). También afirma, por ejemplo, que la política ha estado prohibida en la novela del siglo XX. No hay lector que no pueda oponer a esta afirmación varias decenas o centenares de novelas, pero, como tiene por costumbre, es la misma Belén Gopegui quien se desautoriza más tarde, en la reproducción de una ronda de preguntas posterior a su conferencia incluidas en el librito, donde destaca El astillero, novela de Juan Carlos Onetti (sí, Juan Carlos Onetti, el escritor uruguayo considerado miembro del boom latinoamericano y parte fundamental del canon literario en español del siglo XX), que si bien supone, a su entender, un “abordaje indirecto” al tema político, cumple un papel necesario porque, tratando de “la imposibilidad de la ciudadanía para los ciudadanos comunes y corrientes, para los que no pueden, con las actuales reglas del juego, llegar a ser dueños de sí mismos” (¿?), tiene una cualidad que le permite “durar mejor en la imaginación dentro de este sistema mientras lo corroen muy lentamente”.

¿En qué quedamos? ¿Ha habido o no ha habido novela política en el siglo XX? ¿Está prohibida o no la política en la novela?

Esto, claro, sin siquiera mencionar que Gopegui, vive, habla, escribe, publica, presenta libros, da charlas y un largo etcétera de verbos en presente, en España, país donde, Gopegui dixit, “en general mis novelas suscitan buenas apreciaciones por parte de la crítica, y tienen un público no masivo como el de algunas obras poco valoradas por la crítica, pero sí más amplio que el de otras novelas que la crítica aprecia y que se mueven en círculos pequeños”. Esa crítica, que forma parte de ese mundo de la cultura española que, como citaba antes, está compuesto por “intelectuales y artistas de derechas, conservadores, perfectamente integrados en el orden establecido pero que, en su papel de grupo al servicio de la clase dominante”, lo que, curiosamente, no mella su capacidad a la hora de apreciar la obra de la revolucionaria Gopegui.

En fin.

– Diego Salazar

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(Lima, 1981) es editor y periodista.


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