Cruz derecha
(Prácticas anónimas)
Todos los Viernes Santos comienzan a las ocho de la mañana. Es innegable que la representación de Iztapalapa es sorprendente: cincuenta personajes principales con una compañía de casi 2,500 participantes (aparte están los partícipes, que fácilmente superan el millón cuando son atraídos por el famoso Viernes de Crucifixión); pero no es la única. El despliegue humano y equino podría darle valor a la representación pero de ninguna forma sería signo del arrobamiento o de la unión entre los participantes. Al oriente de la ciudad, en la colonia Agrícola Oriental, los feligreses de una pequeña iglesia recreaban de forma modesta el Vía Crucis. La Agrícola Oriental es popular: abraza viviendas paupérrimas, de clase media y fábricas que se sirven de vehículos pesados para abastecer y abastecerse de productos. Para la dramatización de este año, unas ciento cincuenta personas acompañaron a un Cristo joven con sus apóstoles y algunas vírgenes. En total, el boato recorrió treinta y dos cuadras de la colonia.
En la esquina de dos calles principales, la procesión únicamente ocupaba dos de los cuatro extremos que tiene una intersección. Si se considerara el flujo vial como fundamento, cualquier auto habría podido dar la vuelta si ocupaba los dos extremos libres de la intersección. Cuando un automóvil sedán quiso servirse de los dos extremos libres para dar vuelta, la formación desplegó su razón de ser: un anciano con gorra y lentes muy futuristas le cerró el paso al automovilista. Estirando el pellejo, dejó al aire un brazo joven y alisado que ni por error habría sido molestado por el auto. Mientras el Cristo soportaba el sufrimiento de los azotes de un látigo de estopa, la escuadra de feligreses, al darse cuenta del atropello, comenzó a tomarse de la mano, abarcando toda la intersección y cercando rápidamente al auto. El Cristo y los verdugos romanos no perdieron la oportunidad de formar parte en este círculo ritual que comenzó a absorber la argumentación del conductor (“es un país libre y soberano”). Sin importar, el círculo se fue cerrando mientras un espontáneo contagiaba una alabanza. El círculo se contraía y el nacionalismo del conductor se agotaba. Los participantes avanzaban lentamente, cantando mientras chocaban los hombros y movían la cabeza en sincronía perfecta. En ese momento parecían altísimos (y eso que yo estaba en un segundo piso) y muy seguros de seguir su avance; pero repentinamente se detuvieron. Su evolución terminó casualmente cuando el conductor apagó el auto.
Por un descuido fatal, no me preocupé por memorizar la alabanza. El acto había terminado. El Cristo retomaba tranquilamente su protagonismo mientras empujaba con el hombro a uno de los romanos. Listos todos, el látigo de estopa dio secuencia al Vía Crucis y la procesión rodeó al auto. El conductor miraba fijo una mancha en su parabrisas, inventándose un desinterés poco varonil: no se atrevió a contestar las miradas retadoras de los hijos de las señoras del frente, y mucho menos sus agresivas dudas sobre su sexualidad. El anciano que cazó a la presa automotriz se apuró a recuperar su posición al frente de la procesión, caminando a paso veloz y dejando ver, con la agitación de su valenciana, una pantorrilla morena y lampiña que daba impulso al “Auxilio Vial”.
– Jorge Betanzos