Ilustración: Rachel Levit

Canta dinero a la diosa

Aunque la riqueza puede evidenciar el esfuerzo honesto y la virtud, a menudo se la relaciona con la corrupción, la avaricia y la depredación. Este ensayo se adentra en sus resonancias simbólicas –de la Antigüedad a Jane Austen– para explicar la omnipotencia que parece tener en nuestros días.
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Ocho breves ensayos componen Fragments (somewhat charred) de George Steiner. Cada texto incluye un aforismo atribuido a un filósofo griego imaginario, y su interpretación. Publicamos el quinto ensayo, precedido por estas palabras de Steiner: “Estos fragmentos aforísticos aparecieron en uno de los pergaminos quemados hallados hace poco en lo que al parecer fue la biblioteca privada de una villa en Herculano. La evidencia lingüística y su tenor de discusión indican que proviene del siglo II a. C. Algunos académicos han sugerido a Epicarnio de Agra como su autor. Pero casi nada se sabe de este moralista y orador elocuente (si es que eso fue). Por otra parte, la condición del papiro hace que en varias partes la tarea de descifrarlo sea pura conjetura.”

Las convenciones de los amanuenses no se extendían al uso de comillas, en otras palabras, a escribir “dinero”. Es más, en este punto, nuestro pergamino ha sufrido daños. Descifrarlo constituye un problema. ¿Le falta algún fragmento a esta enigmática exhortación? ¿A qué divinidad se refiere? ¿La lectura del imperativo “canta” es del todo confiable? Asumiendo que nuestro texto sigue vigente, su paráfrasis admitiría dos versiones: “canta dinero a la diosa” o “celebra el dinero en presencia de la Divina Dama cuando le hagas alguna petición”. Ninguna de las dos resulta del todo clara o convincente.

Hace poco los eruditos comenzaron a descifrar las complejas interconexiones que existen entre el establecimiento del sistema monetario, las reglas de parentesco y la semiótica del simbolismo en el antiguo Medio Oriente, en las culturas minoica y lidia, y en el preclásico jónico. La de Plutón sigue siendo una presencia ambigua porque a este patrono de la riqueza se le confunde siempre –incluso Dante se equivocó– con Plutón, soberano de los infiernos. De ahí el incierto uso que se da a la palabra “plutocracia”. En algunos mitos Plutón es ciego para que la distribución de la riqueza sea equitativa y gratuita. Así aparece en la comedia epónima de Aristófanes. Lo encontramos en el Fausto de Goethe y en Baudelaire. Hijo de Deméter, quizás al principio representó la abundancia de las cosechas. “Mammón” significa “tesoro oculto”. El nombre recalca la forma en que Lucas fustiga la avaricia y el amor por la riqueza. En El paraíso perdido de Milton, Mammón tiene un arranque de siniestra energía cuando explota las riquezas minerales del Infierno. Extrae oro y joyas de las mismísimas entrañas del abismo. Pero, hasta donde sé, hay un único rastro de la controvertida existencia de una diosa del dinero: se trata de la inscripción votiva, parcialmente legible, hallada entre las ruinas de un santuario menor, al parecer local, en lo que hoy es el sur de Albania.

El mandamiento (?) de Epicarnio sigue siendo un enigma.

La sola noción de riqueza está saturada de ambigüedades. El aspecto económico de la santidad es el mismo que el del mendigo. Los camellos entran al cielo donde se vence a los ricos. El lucro resulta siempre “indecente”. Mucho antes que Freud, Swift certificó las afinidades entre dinero y excremento. El avaro es una criatura a la vez repugnante e irrisoria que aúlla por la pérdida o el hurto de su cofrecillo de dinero (véase Molière). A Midas se le maldice por su avidez. La Dama de la Pobreza es quien complace a Dios. Pero las teologías, el ascetismo religioso o los votos monásticos no son lo único que anatematiza la riqueza. La ética de los estoicos, de Diógenes, el radical estilo bucólico de Rousseau también lo hacen. Ningún filósofo que se precie de serlo debería tener riquezas; Wittgenstein regaló su herencia. El verdadero poeta, el artista, los radicales del pensamiento, el Spinoza que pule sus lentes, tienen la intención de desdeñar los beneficios materiales. Los sofistas traicionan la verdadera filosofía al aceptar dinero por enseñar. Cuando está basado en intereses financieros, el matrimonio está en el límite de la prostitución. En los misterios de la Edad Media, en las máscaras y en las alegorías del barroco, en las novelas de Balzac, en los cuentos de Dickens, el dinero, la especulación económica, la avaricia adquieren un aspecto demoníaco o espectral. De manera generalizada ese escondrijo de monedas, ese puñado de dólares, incitan al asesinato. Las analogías entre la violación y el desgarramiento de la tierra para despojarla de sus tesoros son tan antiguas como la sátira romana. Cada una de estas resonancias simbólicas y de estos entramados se expresan claramente en Timón de Atenas (de entre las obras de Shakespeare, la favorita de Marx). Aquí la riqueza y la locura que produce el dinero vicia la existencia bajo un sol que se “genera”, se abastece y se corrompe por la riqueza y la locura que produce el dinero. A los contrabandistas se les vierte oro fundido por la garganta. Al judío se le vincula con la impuesta usura asesina, la moneda de Judas, el indicio de alguna intimidad particular con la acumulación y el goce del dinero en efectivo. Este es el estandarte amarillo-dorado de su tribu en los pogromos medievales, en Shylock, en el escarnio, la expropiación y el asesinato en masa de los nazis. Muy al contrario de lo que dice el refrán latino, el dinero sí despide un olor. Casi siempre, a muerte.

Del otro lado de la balanza la riqueza evidencia virtud, esfuerzo honesto. Sazonada con caridad, la riqueza que se emplea sin ostentar es, sobre todo en las sociedades protestantes y abiertas, el índice mismo del reconocimiento, incluso si es un mérito sancionado por la divinidad. La multiplicación de valores financieros mediante el trabajo honesto y la habilidad para invertir es prácticamente obligatoria. La riqueza no debe envidiarse ni condenarse. Es algo que se lucha por alcanzar en la escalera sin fin de la democracia y la libre empresa. La transmisión de ganancias, de los ahorros de una generación a otra, es el legítimo fin de la crianza de los padres. ¿La propiedad acaso no es sagrada? En las comedias y la literatura clásicas, los finales felices –tan sutilmente incisivos en Jane Austen– son fiscales. La libreta de ahorros subscribe lo erótico. El amor ha entrado a la casa del bienestar. El rentista vive feliz para siempre. Alguna vez personificación de los misterios de lo imprevisible, ingobernable animadora de la “rueda de la fortuna”, Fortuna se ha convertido en “fortuna”, en el sentido del contador y del banquero. La ruina financiera, la deshonra y el suicido del especulador en bancarrota son insensibles recordatorios del pecado original.

En el capitalismo tardío –resulta más gráfico decir capitalisme sauvage el dinero es todopoderoso. Es, propiamente, el “Todopoderoso”. “Soy el primer hombre en la historia de la humanidad cuyos empleados son multimillonarios”, afirmó el director de Microsoft. En efecto, los multimillonarios se vuelven cada vez más comunes entre los jefes del hampa de la Rusia poscomunista, los magnates del petróleo del Medio Oriente, los malabaristas de fondos de inversión y los banqueros planetarios. Pero también entre los patrones de la pornografía infantil o los capos de la droga en América Central y en Malasia. ¿Qué son mil millones para los emporios de Dubái, los casinos de Macao, o las arenas de placer en las islas privadas del Caribe? ¿Qué son mil millones para quienes dilapidan treinta millones de libras en una boda o cien millones de dólares en una pintura? ¿Para quienes adquieren una botella de vino de Burdeos que cuesta mil euros? Cuando una empresa fracasa, miles de personas quedan en el desempleo o endeudadas; sus directivos huyen llevándose millones en bonos y en fulgurantes apretones de mano. Y, sin embargo, a ninguno de estos rufianes se les escupe, ¡ya no digamos se les fusila!

Quizá –los estudios sistemáticos del dinero no anteceden al siglo XVI italiano– la infección de cada una de las células, del cuerpo privado tanto como del cuerpo político por aquello que se llama el “nexo con el efectivo”, constituya un nuevo desarrollo. Ese virus mutante ahora gobierna casi toda de nuestras vidas. Time is money, dice el refrán norteamericano. También es dinero el espacio psíquico porque se ha convertido en una tierra baldía debido a la decadencia de las religiones conocidas. Los pobres venden sus órganos vitales a los ricos. Una infinidad de niños es víctima del lucrativo tráfico sexual. Las mentes más elevadas danzan como animales de circo cuando los medios agitan el dinero que se les va a pagar. La corrupción es el aliento de la política, del mercado. ¿Acaso existe algo que no esté en venta? El embate por obtener ganancias depreda lo que resta de nuestros bosques, devasta los océanos, contamina el aire. En el capitalismo urbano de la megalópolis, pero también en la miseria de las barriadas, el alarido del dinero nunca ha sido tan descarado como ahora. Raquíticos niños escudriñan la basura tóxica en busca de desechos que se puedan vender; conglomerados multinacionales explotan el mar abierto en busca de petróleo y de metales preciosos; las cosechas se valoran cuando son lucrativas y su fruto es el “dinero”. Los encantos fiscales del contrato prenupcial toman las riendas de la noche de bodas. Los anuncios de pantimedias interrumpen los documentales sobre Auschwitz que se pasan en la televisión. Hasta ahora solo la muerte ha logrado evadir el soborno.

¿El soborno podría ser la pista para el ruego de Epicarnio? ¿A la diosa sin nombre se le debe aplacar y seducir con dinero? Esta propuesta resulta mucho más cercana de lo que nos gustaría admitir. Nuestras plegarias, rituales litúrgicos, santuarios, templos, las abadías que erigimos y dotamos con tanta opulencia son peticiones para obtener un favor divino. Los ministros que salpican el paisaje cristiano –muchas veces a corta distancia unos de otros–, la ostentación de los benefactores eclesiásticos, los diezmos que recogen sacerdotes y rabinos, ¿qué son sino intentos por comprar la benevolencia de los dioses, la protección mafiosa de lo sobrenatural? ¿Qué son sino intentos por canjear tesoros esenciales por dividendos trascendentes? Vender indulgencias al pecador causó escándalo. Y sin embargo: ¿cuál si no es la función de los exvotos penitentes: animales, mazorcas, la fruta de la primera cosecha, monedas en el arca de los diezmos?

La canción del dinero que entonó el aforista de Agra se vuelve desvergonzada y ensordecedora en las letras del rap. Puede estar enmudecida pero no es menos audible en los himnos de la iglesia. Somos “señores de la danza”, pero bailamos en torno al becerro de oro, tal y como aquellos lejanos intermediarios de la salvación. ~

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Traducción de Laura Emilia Pacheco.
© 2012, George Steiner.

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