Al fin ya te sabes el camino
Sé que alguien los mandó porque llegaron sin rodeos y preguntaron por mí. Iba a lavarme para ir a la escuela, pero ya ni tiempo me dieron de entrar al baño.
Me puse los converse como pude y una blusa de Laura que alcancé a pellizcar de una silla. Al menos no se echa de ver que es una blusa de mujer.
Mi mamá no llora, es como si lo hubiera previsto. Ella es del tipo de personas que llora por casi todo. Pero cuando debe llorar no puede hacerlo, creo que el dolor cuando es auténtico la paraliza.
No me golpean, ni me ponen las esposas, no maldicen. Tampoco tengo pinta de malandro, sólo me sujetan de la cintura del pantalón. Me queda bastante guango y casi me llevan de puntillas. Uno de ellos es hispano, pero no habla en español el hijoeputa.
Me suben en la patrulla y arrancan dejando en el aire un olor a llanta.
Seguro alguien me puso porque en el barrio nadie sabe que no tengo documentos. Seguro fue Basilio, el bato con el que me agarré a vergazos a la salida de la fiesta.
Cambio de vehículo unas tres veces y, cuando me doy cuenta, voy con un montón de pobres diablos que van a ser tirados en Tijuana, o en Laredo, o en Juárez, a saber.
Por mí me podían haber mandado al Salvador o a Guatemala. Ninguno de los dos es mi país, aunque ambos podrían serlo. Mi madre es Salvadoreña y dice que mi papá era un mexicano que conoció en Chiapas y no alcanzó a saber cómo se llamaba. Eso es lo único que sé y ella nunca tiene ganas de acordarse.
–Luego nos vemos –me dijo uno de los agentes –al fin ya te sabes el camino.
Yo creo que se burlaba.
De México va a ser más fácil regresar. El bus avanza a duras penas en una carretera que cruza sembradío tras sembradío. Ni siquiera me di cuenta a qué hora cruzamos la frontera. Sé que la cruzamos por el olor que se levanta del suelo, como de algo que no termina de descomponerse, es posible también que ese olor venga con nosotros.
Nuestras caras están impregnadas de una mezcla de temor y anhelo. Temor a que nos dejen varados en medio de la nada y el anhelo de que se termine esta incertidumbre perra.
No sé cuánto voy a aguantar las ganas de ir al baño. Nos miramos unos a otros y el que no tiene hambre, tiene sed o ganas de orinar; o, como yo: las tres cosas a la vez. A duras penas me levanto y le pregunto al conductor si podemos detenernos para ir al baño.
–Permítame señor –me dice el chofer; y es como si, de golpe, hubiera dejado de ser el muchacho que era hace apenas unas horas.
Regreso a mi lugar.
Llegamos a una estación y el conductor nos avisa que tenemos 10 minutos para ir al baño.
Orinar cuesta 3 pesos y defecar 5.
–Ocupa más papel. –Dice la mujer ante mi cara de azoro y recibe la cora que le entrego.
Me da un pedazo grande de papel, que uso para limpiarme el sudor. Bebo agua del lavabo aunque me han dicho que en México no es bueno beber agua de la tubería. Pero ahora eso ya no importa.
Tampoco tiene importancia la peste que sale de mi cuerpo, ni esta mugre que tiene años conmigo. ¿Y qué hay del dolor que tengo aquí metido? Eso sí que tiene importancia, pero es como si no la tuviera: no puedo hacer ya nada.
Miro caer el chorro de orina en el mingitorio y luego veo cómo el líquido ambarino se va tiñendo, primero de un tono ocre y, luego, de un tono rojizo. En cuanto miro la sangre en la orina, despierta el agudo dolor en la parte baja de la espalda.
–¿Cuánto falta para llegar al DF? –le pregunto a un viejo que ha entrado al baño a beber un trago de una botella de algo entre tequila y aguardiente.
El tipo no necesita hablar, parece que los temblores que lo atacan no lo dejan articular palabra, sólo alza las cejas y yo entiendo. Me quedo mirando la botella y el viejo me la entrega sin decir nada. Bebo y por un instante consigo olvidarme del color rojo de la orina. Con el estómago vacío, la bebida me anestesia enseguida: es lo que buscaba.
Cuando despierto, miro el ajetreo por la ventana del vehículo, una mujer con un bolso enorme viene sentada a mi lado. Es probable que ella me haya despertado con un codazo. ¿Dónde subió esta doña?
El sol entra por la ventanilla, me acomodo en el asiento y recuerdo la gorra que llevo puesta, acomodo la visera, e intento dormir otro poco sin conseguirlo. Me da pena preguntar si esto ya es la ciudad de México, pero casi es seguro que lo sea, se parece tanto a Los Ángeles.
Cuando logro espabilarme, miro una sucesión de luces: es un túnel. Estoy a punto de llegar a la dirección que llevaba anotada en el papel.
Sólo es real aquello que hemos olvidado. Recuerdo que había un parque y miro un terreno que alguna vez lo fue, aunque ese recuerdo puede no ser mío. Cuadros de tierra negra apisonada en los que alguna vez creció la yerba. En mi vida había visto tantos perros.
Encuentro la casa, estoy a punto de tocar cuando miro un alambre. Algo me dice que debo jalarlo y la puerta cede.
Una niña juega en el patio, en cuanto me ve, entra aprisa en la vivienda. La mujer que sale a recibirme me mira con asombro.
–Pásele, papá, nos hubiera avisado que iba a llegar hoy, para ir a recogerlo –su rostro es idéntico al de mi madre, pero ella sí puede llorar y llora sin pudor mientras me ayuda a entrar en la vivienda.
(Imagen)