Savenay
Durante la Primera Guerra Mundial mi padre estuvo estacionado con el ejĆ©rcito norteamericano en Savenay, una pequeƱa ciudad del oeste de Francia. Hace pocos aƱos visitĆ© Savenay llevando conmigo algunas fotografĆas que mi padre habĆa sacado allĆ. Una de ellas mostraba a mi padre acompaƱado de dos chicas jĆ³venes en un camino rural. HabĆa una casita al fondo. Siguiendo el camino, no lejos de Savenay, encontrĆ© aquella casa, una pequeƱa cabaƱa de ladrillo, rodeada por un murete de piedra. CrucĆ© la verja y llamĆ© a la puerta. Una anciana asomĆ³ la cabeza por la ventana del piso superior y me preguntĆ³ quĆ© deseaba. Le mostrĆ© la fotografĆa y le preguntĆ© en mi mejor francĆ©s si la reconocĆa. DesapareciĆ³ dentro de la casa y despuĆ©s de una larga discusiĆ³n en el interior con otra mujer, me abriĆ³ la puerta. La anciana me preguntĆ³ de dĆ³nde habĆa salido aquella foto. Le dije que era de mi padre y que creĆa que la habĆa tomado desde el camino frente a aquella casa. SĆ, por supuesto, me dijo. La fotografĆa habĆa sido tomada desde el camino y ella y su hermana mayor (la otra mujer que estaba dentro de la casa) eran las dos chicas que aparecĆan en la imagen. La anciana me dijo que su hermana recordaba el dĆa en que se hizo la foto. Dos soldados pasaban por el camino y se habĆan acercado para pedir agua. Yo le dije que uno de aquellos soldados era mi padre (o mejor, que se convirtiĆ³ en mi padre muchos aƱos mĆ”s tarde). Desgraciadamente, dijo la anciana, su madre no habĆa permitido que les dieran agua a los soldados. Me dijo que su hermana lo habĆa sentido mucho. Le agradecĆ su amabilidad y me di la vuelta para marcharme. Un instante despuĆ©s la mujer me llamĆ³ y dijo: "Mi hermana quiere saber si no querrĆa usted un poco de agua."
Harold Tapper. Key Colony Beach, Florida
Suspendido debido a la lluvia
La Ćŗltima vez que fui al Estadio Tiger (conocido entonces como el Estadio Briggs) tenĆa ocho aƱos. Mi padre regresĆ³ de trabajar y dijo que me iba a llevar al partido. Ćl era un fanĆ”tico del bĆ©isbol y ya habĆamos ido juntos a muchos partidos, pero aquĆ©l iba a ser el primer partido nocturno al que yo asistirĆa.
Llegamos con la suficiente antelaciĆ³n como para aparcar en la Avenida Michigan sin tener que pagar. En la segunda manga empezĆ³ a llover, y al poco rato la lluvia se convirtiĆ³ en chaparrĆ³n. Transcurridos veinte minutos, anunciaron por los altavoces que el partido quedaba suspendido debido a la lluvia.
Anduvimos debajo de las gradas durante casi una hora esperando que amainase un poco. Cuando ya no vendĆan mĆ”s cerveza, mi padre dijo que tendrĆamos que echar una carrera hasta el coche.
TenĆamos un sedĆ”n negro de 1948 cuya puerta del lado del conductor estaba rota y sĆ³lo podĆa abrirse desde dentro. Llegamos a la puerta del lado del acompaƱante chapoteando y empapados de pies a cabeza. Mientras mi padre buscaba la cerradura medio a tientas, las llaves se le resbalaron de la mano y cayeron dentro de la alcantarilla. Cuando se agachĆ³ para rescatarlas de la corriente de agua, golpeĆ³ la manija de la puerta con su sombrero de fieltro marrĆ³n y Ć©ste saliĆ³ volando. Tuve que correr media manzana para atraparlo y luego regresĆ© a toda velocidad al coche.
Mi padre ya estaba sentado al volante. Yo me metĆ dentro de un salto, me dejĆ© caer en el asiento del acompaƱante y le entreguĆ© su sombrero, que a aquellas alturas parecĆa un trapo mojado. Lo observĆ© durante unos segundos y luego se lo puso. El sombrero soltĆ³ un chorro de agua que le salpicĆ³ los hombros y las piernas y despuĆ©s empapĆ³ el volante y el salpicadero del coche. Mi padre soltĆ³ un fuerte rugido. Yo me asustĆ© porque creĆ que aullaba de furia. Cuando me di cuenta de que estaba riĆ©ndose, me sumĆ© a Ć©l, y durante un rato nos quedamos allĆ dentro, riĆ©ndonos juntos de un modo casi histĆ©rico. Nunca le habĆa oĆdo reĆrse asĆ y nunca mĆ”s volvĆ a hacerlo. Era como una explosiĆ³n salvaje que procedĆa de lo mĆ”s profundo de su ser, una fuerza que siempre habĆa estado reprimida.
Muchos aƱos despuĆ©s, cuando le hablĆ© de esa noche y de cĆ³mo recordaba aquella risa suya, Ć©l insistiĆ³ en que aquello no habĆa sucedido jamĆ”s.
Stan Benkoski Sunnyvale, California
Buenas noches
Era una de esas maravillosas noches de verano en las que los niƱos ruegan a los padres que les dejen quedarse fuera un poquito mĆ”s y nosotros, recordando nuestra propia infancia, cedemos ante el ruego. Pero incluso esos momentos tan idĆlicos llegan a su fin y, entonces, mandamos a los pequeƱos a la cama.
EstĆ”bamos sentados en el pequeƱo patio que quedaba justo detrĆ”s de nuestro dormitorio, disfrutando del silencio y de una cĆ”lida tranquilidad. Fue entonces cuando oĆmos la mĆŗsica. Las notas inauditas, al principio inseguras, preparatorias, de una trompeta. DespuĆ©s, con mĆ”s aplomo, el sonido se convirtiĆ³ en una melodĆa dulce y sentimental, una interpretaciĆ³n apasionada, al tiempo que muy bien ejecutada.
Nuestra casa ocupaba una pequeƱa parcela situada a cierta distancia de la calle que, en realidad, no era mĆ”s que un sendero estrecho y corto. Al otro lado habĆa otros dos terrenos, todavĆa vacĆos, junto a uno mayor, propiedad de nuestro vecino, y a una gran extensiĆ³n de nogales. Levantamos la mirada hacia la casa de donde procedĆa la mĆŗsica, que estaba en la colina justo por encima de nosotros, y escuchamos extraƱados.
Era una casa antigua, de dos plantas, tal vez la primera construida en la zona, que estaba oculta entre los Ć”rboles. Nunca habĆamos entrado en ella pero nuestros hijos sĆ, igual que habĆan venido varias veces a nuestra casa los cinco niƱos que vivĆan allĆ. Sus edades estaban intercaladas entre las de nuestros tres hijos. El mayor, un chico de doce aƱos, era el de mĆ”s edad entre la comunidad infantil que vivĆa y jugaba en aquel vecindario, protegido y definido por el sendero y las cercanas colinas cubiertas de robles que se levantaban hacia el oeste. La Ćŗnica niƱa era la lĆder entre las demĆ”s del barrio, ademĆ”s de femenina y atrevida a la vez, y siempre estaba llena de ideas. Todos los hermanos eran muy educados, disciplinados y tenĆan muy buen carĆ”cter.
A los padres no les conocĆamos bien. El padre era representante de comercio y viajaba mucho; las pocas veces que coincidimos parecĆa un hombre callado y afable, aunque distante. La madre, cuyo suave acento sureƱo delataba sus orĆgenes familiares, era una mujer amable, siempre cortĆ©s, aunque reservada.
Cuando oĆmos aquellas primeras notas inseguras, pensamos que alguno de los chicos habĆa cogido el instrumento, pero, casi de inmediato, quedĆ³ claro que aquel intĆ©rprete era mayor y experimentado. Era una mĆŗsica del pasado, profunda y conmovedora, fruto de un talento y de una pasiĆ³n que jamĆ”s habĆamos sospechado. Hermosa aunque breve, la mĆŗsica se extinguiĆ³ pronto. Poco despuĆ©s apagamos las luces de nuestra casa y nos fuimos a la cama. Nos quedamos dormidos en medio del silencio de aquella apacible noche.
Pero aquel silencio se vio pronto interrumpido. Antes del amanecer nos despertĆ³ el sonido de unas sirenas muy cerca de nuestra casa y el destello de unas luces rojas y blancas que se reflejaban intermitentemente en el empapelado con dibujo de hojas de nuestras paredes. Sonidos apagados, mĆ”s sirenas. DespuĆ©s, otra vez, el silencio.
A la maƱana siguiente nos enteramos de lo que habĆa pasado. Los niƱos fueron los primeros. Nuestro vecino, el responsable de aquella inesperada serenata, habĆa sufrido un infarto durante la noche y habĆa fallecido.
Ellise Rossen Mt. Shasta, California
Danny Kowalski
En 1952 mi padre dejĆ³ su empleo en la Ford para trasladarnos a Idaho y abrir allĆ su propia empresa. Sin embargo, contrajo la polio y tuvo que estar seis meses en un pulmĆ³n de acero. DespuĆ©s de otros tres aƱos de tratamiento mĆ©dico, nos mudamos a la ciudad de Nueva York, donde mi padre consiguiĆ³, por fin, un trabajo como vendedor en la compaƱĆa automovilĆstica inglesa Jaguar.
Una de las ventajas del nuevo trabajo era que le daban un coche. Era un Jaguar Mark ix en dos tonalidades de gris, el Ćŗltimo de los modelos redondeados y elegantes. Era uno de esos coches que parecĆan salidos del garaje de una estrella de cine.
Yo estaba matriculado en el San Juan Evangelista, un colegio religioso del East Side, que tenĆa un patio de recreo asfaltado y estaba separado de la calle por una alta valla metĆ”lica.
Todas las maƱanas, antes de ir a trabajar, mi padre me llevaba al colegio en su Jaguar. Hijo de un herrero de Parson, Kansas, estaba orgulloso de su coche y creĆa que yo estarĆa igualmente orgulloso de que me llevase en Ć©l al colegio. A Ć©l le encantaba aquel tapizado de piel autĆ©ntica y las mesitas de nogal empotradas en los respaldos de los asientos delanteros, sobre las que podĆa acabar de hacer mis deberes.
Pero a mĆ el coche me daba vergĆ¼enza. DespuĆ©s de tantos aƱos de enfermedad y de deudas, era muy probable que no tuviĆ©semos mĆ”s dinero que cualquiera de los otros niƱos de la clase trabajadora de origen irlandĆ©s, italiano o polaco que iban al colegio. Pero tenĆamos un Jaguar, y, por lo tanto, bien podrĆamos haber sido de la familia Rockefeller.
El coche me distanciaba de los otros chicos, y especialmente de Danny Kowalski. Danny era lo que, en aquella Ć©poca, llamaban un delincuente juvenil. Era delgado y tenĆa un pelo rubio y abundante que se peinaba con gomina y fijador formando un tupĆ© como un tsunami. Llevaba unas botas puntiagudas y relucientes, que solĆamos llamar "trepadoras puertorriqueƱas de alambradas", el cuello de la chaqueta siempre levantado y el labio superior curvado en una estudiada mueca de desprecio. Se rumoreaba que tenĆa una navaja automĆ”tica, quizĆ” incluso una pistola de fabricaciĆ³n casera.
Todas las maƱanas Danny Kowalski me esperaba en el mismo lugar junto a la alambrada del colegio y me miraba bajar de mi Jaguar gris de dos tonalidades y entrar en el patio del colegio. Nunca dijo una sola palabra, sĆ³lo me observaba fijamente con una mirada despiadada y furiosa. Yo sabĆa que Ć©l odiaba aquel coche y que me odiaba a mĆ y que algĆŗn dĆa me iba a dar una paliza por ello.
Dos meses despuĆ©s muriĆ³ mi padre. Por supuesto que nos quedamos sin el coche y enseguida tuve que mudarme a vivir con mi abuela a Nueva Jersey. La seƱora Ritchfield, una anciana vecina nuestra, se ofreciĆ³ a acompaƱarme al colegio el dĆa siguiente al funeral.
Aquella maƱana, cuando nos acercĆ”bamos al colegio, vi a Danny junto a la valla metĆ”lica, en el mismo sitio de siempre, con el cuello de la chaqueta levantado, el pelo perfectamente peinado y las botas bien afiladas. Pero esa vez, al pasar a su lado en compaƱĆa de aquella frĆ”gil viejecita y sin ningĆŗn coche elitista inglĆ©s a la vista, sentĆ como si el muro que nos separaba se desplomase. Ahora era mĆ”s parecido a Danny, mĆ”s parecido a sus amigos. Por fin Ć©ramos iguales.
Aliviado, entrƩ en el patio del colegio. Y Ʃsa fue la maƱana en la que Danny Kowalski me dio una paliza.
Charlie Peters Santa MĆ³nica, California
Una lecciĆ³n no aprendida
Yo lo perdĆa todo. Mejor dicho, lo perdĆa o lo destrozaba. Joyas, muƱecas, juegos. Todo lo que llegaba a mis manos lo masticaba, lo destrozaba hasta hacerlo irreconocible o lo enviaba a una muerte prematura. ComĆa papel, y una vez me zampĆ© un libro entero. Al Pobre George, el niƱo curioso no le durĆ³ mucho la curiosidad a mi lado. Fue engullido. MamĆ” y papĆ” decĆan que yo representaba un "desastre inmediato" para los objetos. Y, debido a mi torpeza, durante las cenas siempre me sentaban junto a los invitados que sabĆan que no volverĆan a visitarnos.
Un dĆa, cuando estaba en segundo de primaria, volvĆ a casa despuĆ©s de clase y mi madre me mirĆ³ sorprendida, nada mĆ”s entrar por la puerta. "Carol", comenzĆ³ diciendo con tono tranquilo pero con una expresiĆ³n de incredulidad en el rostro, "¿dĆ³nde estĆ” tu vestido?" MirĆ© hacia abajo y vi mis zapatos con hebilla, mis leotardos blancos, desgarrados a la altura de las rodillas, y mi camisa de algodĆ³n de cuello vuelto blanca (aunque sucia). No me habĆa dado cuenta de que no llevaba toda mi ropa hasta que mi madre me lo hizo notar. Yo estaba tan sorprendida como ella, puesto que las dos recordĆ”bamos que llevaba puesto el uniforme por la maƱana. Mi madre y yo cruzamos la calle y fuimos hasta el colegio, buscamos en las aceras y por todo el patio y en las aulas, pero no encontramos ningĆŗn vestido de cuadros escoceses.
Al invierno siguiente mis padres me compraron un abrigo marrĆ³n de piel sintĆ©tica y un sombrero a juego. Me encantaban mi abrigo y mi sombrero nuevos y me sentĆa como una chica mayor porque no llevaba mitones a juego colgados de las mangas. Hubiesen preferido comprarme un abrigo con capucha porque me conocĆan de sobra, pero yo les roguĆ© que no lo hicieran y prometĆ que tendrĆa cuidado de no perder el sombrero. Lo que me gustaba de Ć©l eran los grandes pompones de piel que tenĆa en los extremos de los lazos.
Un dĆa, al regresar del trabajo, mi padre me llamĆ³ para que bajase de mi dormitorio. Se agachĆ³ a mi altura, me abrazĆ³ y me pidiĆ³ que me pusiese mi abrigo y mi sombrero nuevos para verme con ellos. SubĆ la escalera a toda velocidad, saltando los escalones de dos en dos, entusiasmada con la idea de hacer un pase de modelos para mi padre. Me puse el abrigo rĆ”pidamente pero no encontrĆ© el sombrero. MirĆ©, nerviosa, debajo de la cama y en el armario pero no lo encontrĆ© por ningĆŗn lado. Tal vez no se diera cuenta de que no lo llevaba puesto.
BajĆ© volando la escalera y di giros como si estuviese sobre una pasarela, posando y sonriendo, desfilando con mi abrigo nuevo para mi padre, que me miraba con atenciĆ³n y me decĆa lo guapa que estaba. Pero entonces me dijo que querĆa que tambiĆ©n me pusiese el sombrero. "No, papĆ”, sĆ³lo quiero enseƱarte el abrigo. ¡TĆŗ fĆjate cĆ³mo me queda!", dije mientras seguĆa contoneĆ”ndome por el vestĆbulo e intentaba evitar el tema del sombrero perdido. Yo sabĆa que aquel sombrero habĆa pasado a la historia. Ćl se reĆa y yo me creĆ adorable y querida porque estaba jugando y riĆ©ndose conmigo. VolviĆ³ a sacar el tema del sombrero un par de veces mĆ”s y entonces, sin dejar de reĆrse, me abofeteĆ³. Me dio una bofetada fuerte en toda la cara y yo no entendĆa por quĆ©. Al oĆr el sonido seco de la mano sobre mi cara, mi madre gritĆ³: "¡Mike! Pero, ¿quĆ© estĆ”s haciendo? ¿QuĆ© estĆ”s haciendo?" Mi madre estaba atĆ³nita y apenas podĆa hablar. La furia de mi padre nos habĆa herido a ambas. Yo seguĆa allĆ de pie, llevĆ”ndome la mano a mi ardiente mejilla y llorando. Entonces mi padre sacĆ³ mi sombrero nuevo del bolsillo de su abrigo. Lo habĆa encontrado tirado en la calle y, mirĆ”ndome por encima de sus gafas, me dijo: "Tal vez ahora aprendas a no ser tan descuidada y a no perder las cosas."
Ahora soy una mujer y sigo perdiendo cosas. Sigo siendo descuidada. Pero lo que mi padre me enseĆ±Ć³ aquel dĆa no fue una lecciĆ³n de responsabilidad. Lo que aprendĆ fue a no confiar en su risa. Porque hasta su risa podĆa hacer daƱo.
Carol Sherman-Jones Covington, Kentucky
TraducciĆ³n de Cecilia Ceriani