Ilustración: María Titos

Desaparecer de la página

Miguel Sáenz, Marta Rebón y Javier Calvo, tres traductores que están detrás de varios de los mejores libros que se han publicado en castellano en las últimas décadas, cuentan algunos secretos de su oficio: desde la relación con los autores y las editoriales a la utilidad de versiones previas, pasando por la labor de los críticos o el proceso de documentación.
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No he escrito El fantasma en el libro para reivindicar mi profesión. O por lo menos no es la razón principal, aunque, por culpa de la naturaleza misma de nuestro trabajo, casi es imposible escribir sobre él sin reivindicarlo en cierta forma.

Muchos de mis colegas piensan que nuestra profesión necesita ser reivindicada, y estoy de acuerdo en muchos sentidos. Es obvio que hay que pedir mejores condiciones laborales para desempeñar nuestra profesión, que nunca fueron ninguna maravilla y siguen decayendo. Algo de eso se ve en el libro.

De los traductores suele decirse que somos invisibles, y a menudo en tono de queja. Hay colegas a quienes esto les incomoda. Les parece un menoscabo a su tarea. Para muchos de mis compañeros de profesión, ya hace tiempo que la inclusión del nombre del traductor en la portada de las obras literarias traducidas es un caballo de batalla.

Yo pienso que la invisibilidad es intrínseca a nuestra labor; no puede ser de otra forma. Aspiramos a desaparecer. Nuestra escritura es la única que intenta que nadie se fije en ella, que quiere ser literalmente invisible, algo en lo que la mente no se detenga en absoluto. Nuestro ideal es que nuestra traducción se lea “como si no fuera una traducción”. Queremos no estar ahí. Incrustarnos tan adentro de la página que no se note que estamos. Somos camaleones paradójicos. Para desaparecer de la página, tenemos que llenarla.

También me gusta pensar que somos fantasmas. Simples improntas psíquicas. Nuestro trabajo permanece en la página ya no como un vestigio, sino como un eco. El reverso de un texto, su negativo fotográfico. El blanco de la página que llena el espacio entre las palabras. El contorno de un trampantojo. Este fue el título en el que pensé de inmediato cuando imaginé este libro: “El fantasma en el libro”.

Y en el caso de los traductores literarios, la invisibilidad puede ser una casa muy cómoda. Nos permite compartir la parte más atractiva de la vida del escritor. El trabajo en pijama, con una taza de café al lado. Diseñar tu propio horario, salir a pasear cuando te bloqueas. Nada de salir de promoción, dar charlas ni entrevistas. Cuando se publique el libro que hemos traducido, el 99% de las veces nadie reparará en nosotros, nadie mencionará nuestro trabajo. Pregúntenle a algún apasionado de la literatura por los nombres de tres traductores actuales. Prácticamente ninguno sabrá contestar.

También suele decirse que la traducción es una gran desconocida. Es verdad y no es verdad. Vivimos, más que en ningún otro momento de la historia de la humanidad, en un mundo de traducciones, literalmente rodeados de ellas. En el trabajo, en el cine, en internet, en la publicidad, por la calle. Hemos aprendido a no verlas, pero nuestra relación con ellas es muy íntima. Por otra parte, tampoco creo que el ciudadano medio sepa menos sobre traducción que sobre fontanería o programación informática.

La traducción genera poco interés entre la población general porque es un trabajo árido y poco atractivo (salvo para quienes lo hemos elegido, supongo). También funciona de forma ligeramente distinta a como la gente piensa. Por ejemplo, como mis amigos saben que soy traductor, a menudo vienen a preguntarme cómo se traduce esta palabra o aquella expresión. Yo siempre les doy la misma respuesta decepcionante: la traducción no funciona así. No hay ninguna palabra que se traduzca siempre por otra. No hay reglas, solamente casos. Nunca hay que extrapolar.

Cuando la gente me pregunta en qué consiste mi trabajo, suelo mentirles para simplificar mi respuesta. Les digo que traducir un libro es escribirlo otra vez pero en un idioma distinto. Es una mentira descarada. Es imposible escribir el mismo libro en dos idiomas. Ahí está el problema. Si se pudiera escribir el mismo libro en dos idiomas, la traducción no existiría. Los libros se pasarían por un conversor de idioma y se acabó.

Traducir un libro, o cualquier tipo de texto, viene a ser como reconstruir una casa de Lego con las piezas de otro juego de construcción. Peor todavía. De un juego de construcción extraterrestre, fabricado en un planeta donde no tienen ni idea de cómo son los juegos de construcción de la tierra. Llamemos a ese juego de construcción alienígena “Exo”. Así pues, coges los planos de tu casa de Lego y te pones a intentar armarla con las piezas del Exo, que tienen tamaños y formas completamente extraños y no coinciden con las de nuestro Lego. Te desesperas, porque no encuentras las piezas adecuadas para suplir a las que aparecen en el plano. Son demasiado distintas y encajan unas en otras de formas insospechadas. Al final aprendes a manejar el juego de construcción extraterrestre, pero eso también da igual. Por mucho que lo domines, el problema es que el Exo no se parece en nada al Lego, con lo cual no puedes construir la casa que querías.

Y sin embargo, tienes que intentarlo. Ese es el quid de la cuestión. Tienes que seguir intentándolo hasta conseguir la casa de Exo que más se parezca a la casa de Lego. Cuando la terminas, la miras con el ceño fruncido. Si la examinas de cerca, la casa de Exo no se parece demasiado a la de Lego. Vista de cerca, se ven todas las diferencias, las imprecisiones, los detalles fuera de sitio. Es al alejarte cuando empieza a funcionar la cosa.

Si te alejas lo bastante de la casa que has levantado, esta empieza a parecerse más a tus planos. Si no te fijas en los detalles, si sigues caminando hacia atrás, el resultado te empieza a convencer. Ahora se ven los contornos generales, las grandes líneas, el concepto, las ideas básicas de la edificación de Lego. Reconstruidas como buenamente has podido con las piezas de un sistema de otro planeta. Eso, en pocas líneas, es la traducción.

Hay otra metáfora sobre la traducción, a la vez trágica y triunfal, que resuena tan poderosamente en mi cabeza que no puedo resistirme a ponerla aquí. Se trata del soneto “Envío”, que escribió hace un siglo el genial traductor colombiano Guillermo Valencia. En él, Valencia alude juguetonamente a su propia traducción de “Oda a una urna griega” de John Keats y construye un poema que refleja como casi nadie ha reflejado la grandeza y la miseria de nuestro oficio:

La grácil urna que cincel ignoto

legó al futuro, con primor labrada,

el noble Keats dejó transfigurada

por su mano genial en un exvoto.

Vino hasta mí y en mi poder se ha roto

el ánfora gentil: despedazada,

yace a mis pies. Mi atónita mirada

nublan las amarguras del devoto.

¿Qué hacer? Cuanto mi bárbara torpeza

hizo trizas, con mano diligente

busco, acomodo y ligo, pieza a pieza.

Restaurada la urna floreciente,

la calco en vil arcilla, con presteza,

y te la envío cariñosamente.

En última instancia, todos los traductores nos cargamos a diario el ánfora del pobre Keats y la recomponemos con nuestros viles materiales. Todos estamos siempre intentando hacer castillos con piezas de Lego que no encajan. Sin embargo, hay muchos tipos de traductores. Hay traductores literarios que tenemos la suerte de gozar de más visibilidad y prestigio. Hay traductores científicos, que suelen ser, predeciblemente, científicos. Hay intérpretes médicos, que trabajan en los hospitales y cuya tarea salva vidas. Hay traductores simultáneos, que muy a menudo trabajan en organismos internacionales, lo cual da una medida de la importancia de su labor. Son la élite de los traductores. Hay traductores técnicos, capaces de descifrar problemas de ingeniería avanzada o de física cuántica. Hay incluso traductores automáticos, que no son personas. Son programas de software, pasos intermedios hacia la Inteligencia Artificial que un día (dicen) reemplazará a los traductores.

Por extraño que parezca, teniendo en cuenta que está en todos lados, se escribe muy poco sobre la traducción. En parte se debe a que no es nada fácil. Es un tema terriblemente escurridizo. Pregunten a cualquiera por qué le ha gustado o le ha desagradado una traducción en concreto: la mayoría de las veces no sabrá qué decir o recurrirá a argumentos del tipo “me ha sonado bien”. De hecho, parece que casi nadie encuentra ni el lenguaje adecuado para hablar de la traducción ni los criterios necesarios para valorarla. Cuando las reseñas de obras literarias prestan atención al traductor, suelen hacerlo en forma de lugares comunes (“traducción brillante”), generalidades difíciles de comprobar (“fluida”) o abstracciones (“preciosa traducción”). Lo cual está muy bien para el ego del traductor, si no fuera porque cuando se vuelven las tornas y al crítico de turno no le gusta tu traducción, tampoco se esfuerza demasiado en argumentarlo.

Muchos traductores señalan esta dificultad para evaluar las traducciones, sobre todo por parte de los críticos. Como es obvio, la traducción se presenta como texto final, ocultando tanto el proceso que ha llevado a ella como el original. Esto genera que, a la hora de la verdad, a veces el comentarista esté elogiando en realidad aspectos del libro original. Otras veces lo que se elogia es la supuesta “fluidez” del texto traducido, que además de ser un concepto subjetivo no tiene que ver con que el traductor haya hecho bien su trabajo.

“Las opiniones de los so-called críticos –dice el veterano traductor Mariano Antolín Rato–, en el medio que sea, se basan en cómo suena el texto traducido.” El traductor Ramón Buenaventura añade que “cuando se menciona la traducción en las reseñas, las opiniones suelen referirse más al texto español que a su relación con el original. Por otra parte, tal como están las cosas, es difícil imaginar que un crítico vaya a leerse el libro dos veces, una en el original y otra traducido, para valorar el trabajo del traductor”.

Es muy difícil evaluar una traducción, salvo quizás para alguien que lleve muchos años haciéndolo, o bien para los traductores experimentados, y encima requiere saber idiomas y conocer bien el texto original. No existe una traducción “correcta” ni “incorrecta”, dado que traducir no es solucionar un problema matemático. Ni siquiera hay una forma correcta o adecuada de traducir, o por lo menos una en que se hayan puesto de acuerdo dos personas distintas. Al contrario: existen tantos criterios como traductores, y encima no hay dos textos iguales ni que se puedan someter a las mismas reglas. En el ámbito de la traducción literaria, el viejo cliché de que cada autor es un mundo es literalmente cierto. Estamos tratando con idiolectos, registros individuales, que a su vez son traducidos por otras personas que también tienen sus irregularidades y desviaciones. El influyente crítico inglés I. A. Richards sugirió una vez que “la traducción quizás sea el tipo más complejo de acontecimiento de la evolución del cosmos”. Octavio Paz llegó a afirmar que “no hay ni puede haber una ciencia de la traducción”.

Por lógica, somos los propios traductores quienes deberíamos tener más que decir sobre el tema y explicar mejor cómo trabajamos. Sin embargo, a la hora de hablar de la traducción no somos más hábiles que los demás. Basta con asistir a una mesa redonda de traductores para darse cuenta de que tampoco somos capaces de entrar en detalles ni de acercar a los demás a nuestro proceso de trabajo. Hay textos académicos sobre la materia, pero no son la clase de libro que yo quiero (ni puedo) escribir. La traducción, además, me parece una disciplina particularmente reacia a la teorización. Más que un sistema de normas, consiste en una agregación impracticable de situaciones particulares, voces distintas, excepciones a excepciones. Su única escuela es la práctica.

Cuando empecé a escribir El fantasma en el libro, no tenía muy claro qué acabaría siendo. Al principio solamente tenía un puñado de historias y anécdotas, recogidas durante años de lecturas y conversaciones. Poco a poco esas historias se me fueron ordenando de forma caprichosa. Me pareció que algunos episodios históricos arrojaban luz sobre cosas que pasan hoy en día. Otras cosas que asoman en el horizonte de la traducción me empezaron a parecer un colofón relevante.

No tiene sentido fingir que la traducción profesional no vive amenazas. De hecho, se da la situación paradójica de que, en el momento de la historia en que la traducción es más ubicua, omnipresente y necesaria, nuestra profesión afronta un futuro incierto.

El descenso del número de lectores en la mayoría de los mercados literarios, especialmente en la última década, obedece a distintas razones. Probablemente la principal sea el terreno que está perdiendo la lectura frente a otras formas de entretenimiento y de información. Internet ha terminado de alejar de la literatura al gran público, y no parece que este proceso vaya a tener marcha atrás. En cualquier caso, ese descenso del número de lectores está provocando un redimensionamiento muy rápido de los mercados literarios, que también incide sobre la traducción literaria. En este sentido, los problemas de la profesión han cambiado mucho durante las dos décadas que llevo viviendo de la traducción. Agobiadas por los problemas económicos, las editoriales cada vez traducen menos, y también pagan menos, y es cuestión de tiempo que se instauren prácticas laborales claramente perjudiciales para los traductores y para el público. Durante la mayor parte de mis dos décadas como traductor, pensé que podría retirarme siendo traductor profesional. Ahora cada vez parece menos probable.

Intentando evitar el “efecto queja”, creo que también era mi responsabilidad hablar de estos temas. ¿Tiene este libro algo de nostalgia de tiempos mejores, donde el traductor tenía un estatus cultural que supuestamente ha perdido? Supongo que soy culpable de algo de eso, aunque es difícil sentir nostalgia por una época que uno no ha vivido y que todos sabemos que no volverá. En todo caso, hay señales en toda la historia de la literatura de que la traducción siempre ha vivido tanta miseria como esplendor. Toda idealización de tiempos pasados, en este sentido, huele un poco a estrategia retórica. ~

 

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Este texto es una adaptación de la introducción de El fantasma en el libro, que será publicado por Seix Barral en marzo.

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