En diciembre de 2008, al final de mi primer año en el postgrado en Ciencia Política de la New School for Social Research de Nueva York, una movilización estudiantil contra la presencia de notorios representantes de la industria militar en la Junta de Fideicomisarios (Board of Trustees) de la escuela terminó con la toma del viejo edificio principal, para entonces casi vacío ante su inminente demolición, y otros actos de protesta en la zona de Greenwich Village. De inmediato me puse en contacto con mis amigos exparistas de la UNAM para asegurarles que esta vez yo no había tenido nada que ver y compartirles, en cambio, mi perplejidad ante los usos y costumbres del activismo universitario estadounidense.
Cuando la protesta de la New School se empezó a conocer en las redes estudiantiles mundiales, alguien envió una comunicación de solidaridad desde México a nombre del Consejo General de Huelga (CGH). El mensaje, escrito es español y sin traducción al inglés, fue empaquetado con otros correos similares en un apartado del sitio web del movimiento. Nadie pareció darle mucha importancia, pero a mí me llamó la atención desde el primer momento.
La carta mexicana (que no conservé ni pude ubicar en internet al escribir estas líneas) era un larguísimo y autocelebratorio recuento de la huelga de 1999-2000 en la UNAM. Sin ahorrarse elogios para el CGH ni vituperios a las autoridades de la UNAM, el ala moderada del movimiento, el PRD, y los gobiernos federal y capitalino, el autor o autores presentaban el relato plano y bien redondeado de una heroica movilización estudiantil que le asestó al neoliberalismo uno de sus derrotas más contundentes en América Latina, para luego llevar su semilla de rebeldía a todos los rincones de México. Como toda referencia a la diversidad de posturas en el CGH era presentada como parte de los repetidos y siempre derrotados intentos de “sabotaje interno” a la huelga, experiencias como la mía, excluido de toda participación significativa desde el cuarto o quinto mes, quedaban fuera del recuento de los prodigios.
Hasta entonces, las pocas ocasiones en que había comentado mi participación en la huelga de la UNAM con compañeros fuera de México, la referencia a los diez meses del paro era recibida con expresiones de admiración por ser símbolo de una inquebrantable “resistencia”. A veces lograba juntar el valor para decir tímidamente que a mí la duración de la huelga me parecía más bien el símbolo de nuestra derrota autoinfligida, pero por lo general me daba pena contradecir la primera impresión que se formaba la gente.
La carta de diciembre de 2008 me pareció especial por varios motivos. En primer lugar, porque era obvio que el relato de la huelga se había decantado en un tono tan acrítico como desproporcionado que negaba interpretaciones más complejas o alternativas. Pero especialmente, porque ese tipo de relato, carente de la textura que le puede conferir la multiplicidad de voces – incluso las de los antiparistas (piénsese en “La noche de Tlatelolco”)– es francamente ilegible fuera de los círculos en los que se elabora.
Nunca se me había ocurrido escribir nada sustancial sobre la huelga de 1999. Al terminar mi periodo en el Consejo Universitario en 2002, con la posibilidad del Congreso Universitario claramente cancelada, me alejé completamente de la UNAM y me fui a trabajar al Frente Auténtico del Trabajo (FAT), lo que me dio la oportunidad de colaborar en un movimiento sindical vivo y muy complejo, a diferencia del Frankenstein obrero, mal cosido con retazos de teoría, que la ultra estudiantil lleva décadas llamando “clase trabajadora”. Sin embargo, la carta en cuestión me animó a tratar de dar coherencia a mi propia evaluación del movimiento, siquiera para tratar de cerrar el expediente. Entonces escribí un texto titulado “Ten Months That Shook My World”, jugando con las palabras del libro de John Reed sobre la Revolución de Octubre, para la revista estudiantil de New School “Canon”, el cual se publicó en el décimo aniversario del inicio de la huelga de la UNAM.
Al relatar la historia para una audiencia completamente ajena a los términos del debate sobre el financiamiento a la educación superior en México, traté de concentrarme en resaltar y resolver el misterio de un movimiento estudiantil que triunfa contundentemente al defender la gratuidad de la educación superior y pasa los siguientes meses destruyendo, metódicamente, la posibilidad de traducir esa victoria en un capital político que le permita librar batallas en otros frentes, como el financiamiento de la educación en general, o para profundizar los cambios en la UNAM a través del Congreso Universitario. Busqué entonces explicaciones en términos organizativos: la estructura del CGH y sus asambleas interminables; de cultura política, destacando el fetichismo del “mandar obedeciendo” que impidió integrar una representación estudiantil facultada para dialogar con las autoridades; así como el ánimo revanchista de los grupos que se sintieron marginados en movimientos anteriores, especialmente en la huelga de 1986-87. Al final, no pude proponer una “teoría general” sobre las patologías del CGH.
Al revisar ese texto, cinco años después, sigo convencido de sus dos premisas principales. Por un lado, la victoria no fue menor. En términos del debate público, preservar la idea de la gratuidad de la educación superior en México es invaluable. Información de medios tan conservadores como el USA Today ha revelado la correlación entre el declive en el financiamiento público a las universidades y la espiral inflacionaria en las colegiaturas que se pagan en los Estados Unidos, donde, al contrario de la percepción común, hubo un tiempo en que las universidades públicas y gratuitas proliferaban como flores en primavera. En 2011, en Chile se desató un amplio movimiento estudiantil contra el encarecimiento de la educación superior y el endeudamiento de los estudiantes. En ambos casos, las críticas a los costos de la educación superior partían de la aceptación implícita del modelo privatizador. A nadie se le hubiera ocurrido decir que la gratuidad de la educación superior era un derecho.
Pero la derrota tampoco debe subestimarse. El movimiento estudiantil desapareció de la escena política nacional hasta la aparición del movimiento #YoSoy132, doce años después. En su lugar quedaron tan solo algunas hordas fosilizadas en la Revolución Cultural y grupos de adolescentes que se oponen a aprender inglés en el bachillerato. A quince años del inicio de la huelga de 1999 vale la pena recordar la victoria en la lucha por la gratuidad de la educación superior y seguirse preguntando por qué representó una derrota para todo lo demás.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.